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Cosas que nunca hice; por Daniel Fermín // #DomingosDeFicción

La literatura breve que se gesta entre las nuevas generaciones de un país, ofrece una radiografía más fidedigna de su momento que cualquier estudio sociológico. De esta manera, Cosas que nunca hice, de Daniel Fermín, construye esta versión criolla, salvaje, desesperada, de la ya clásica situación de la Bucket list. Una lista inacabada de cosas que hacer antes de morir en un país en el que se deambula como zombie, de un horizonte muerto. Fermín es periodista de la fuente de cultura y narrador.

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 Cosas que nunca hice; por Daniel Fermín #DomingosDeFicción 640

El lunes voy a morir. Me quedan siete días de vida. Esta enfermedad me venció. Acabó con mis ganas de seguir con esto. La quimioterapia, las pastillas, las consultas cada semana. Ya tienes fecha de vencimiento, Alejandro. Algo así me dijo el doctor esta mañana, como si yo fuera un producto al que no se le puede sacar más provecho. No sé cuál fue mi reacción cuando me lo dijo. Creo que permanecí callado, resignado ante la confirmación de un presagio. Sabía que iba a perder la pelea, pero no esperaba que fuera tan pronto. Fue como caer noqueado en el tercer asalto.

Salí de inmediato de la clínica. Quería gritar, quería llorar. Cualquiera que pasara a mi lado podría haber escuchado mi corazón. No podía mantenerme quieto. Me detuve en el primer kiosco que encontré y pedí una caja de Marlboro rojo. Cuesta 25, me advirtió la señora. Déme dos, le respondí. Le tiré el dinero sobre los periódicos y le dije que se quedara con el vuelto. Como para demostrar que no me importaba el precio, que tenía plata suficiente para pagar. Sólo fumé medio cigarro. Caminé guiado por mis piernas a ningún lugar. El olor a orina, los indigentes, la cara de alegría de un vagabundo al recoger un colchón del basurero. Siempre hay alguien peor que tú. Quizás él también tenga sus días contados, pensé. Seguí deambulando. El sol, las cornetas, la muchedumbre, la gente que te golpea y se va sin disculparse. Apenas ahora me doy cuenta del mundo en el que vivo. Después de 25 años, empecé a despertar.

***

Sentí la vibración a un lado de la cama. Abrí los ojos, tan pesados que volví a cerrarlos. A veces despertarse cuesta más que recuperarse de un nocaut, pero la vida te golpea tantas veces que se hace rutinario levantarse. Ya estaba pensando pendejadas. Nos vemos en la plaza Altamira, leí al agarrar el celular que no dejaba de temblar en un costado. Me había quedado dormido apenas regresé del consultorio. Me tendí ahí, sobre el colchón, como para esperar la muerte. Al llegar allá la vi sentada en uno de los bancos cercanos al obelisco. Tan linda como cuando salió en la portada de la revista de un periódico local. La abracé como si no la fuera a ver nunca más. Hola, le dije. Me preguntó que cómo estaba y le respondí que bien. Nos quedamos ahí unos minutos hasta que se hizo de noche. Los dos juntos, sin decir una palabra. Nosotros no tenemos que hablar estupideces para sentirnos cómodos. ¿Quieres ir a beber? le pregunté. Ella me miró extrañada. Fue como si un analfabeto le pidiera ir a una librería. Nos levantamos y caminamos hasta el primer bar que conseguimos. La tasca de Pepe, o como se llame, era un pequeño local que tenía unas ocho mesas, no más. Imágenes de toreros españoles, de corridas y de toda la parafernalia que ello representa. El mesonero le sonrió a Carolina como si la conociera de toda la vida. Anoche vine aquí con un amigo, me explicó. Pedimos dos cervezas. Nos las tomamos en un par de minutos, luego pedimos dos más. Y luego otras dos. Y así estuvimos hasta que dejamos de burlarnos de los que estaban en la mesa de al lado y ellos se empezaron a burlar de nosotros.

¿Les traigo la del estribo? preguntó el mesonero. Dale, contestamos. Pagamos, nos llevamos las cervezas y caminábamos en medio de la noche. Un martes a las tres de la madrugada la ciudad está más sola que una oficina gubernamental los fines de semana. Avanzamos en zigzag, tambaleándonos, uno apoyado al otro. Nos sentamos en uno de los bancos de la Francisco de Miranda. Voy a vomitar, todo me da vueltas, le dije. Ella reía. Arrojé la botella al otro lado de la avenida, en una construcción que estaba al frente. No llegué a escuchar su sonido al caer. Tomamos un taxi y nos besamos. No lo hacíamos desde que ella terminó conmigo. Luego vomité.

***

Al despertarme estaba abrazado a ella. No sé cómo los dos llegamos ahí. Si la casera se da cuenta me bota de la habitación. Me levanté de un brinco. Carol, no hagas bulla; la señora está en la sala. Los dos teníamos la misma ropa de la noche anterior. Ya mis pantalones rasgados en las rodillas pedían cambio. Me bañé y me vestí enseguida. Salimos del apartamento a escondidas, mientras la vieja se entretenía con la televisión. La tipa ni se enteró cuando pasamos detrás de ella. Nos reímos, respiramos. Desayunamos en la panadería de la esquina y cada quien partió a su trabajo. No sé por qué trabajo si ya me voy a morir. Llegué al periódico, lo mismo de siempre: ningún jefe había llegado. Entonces pensé que ahí tenía mi nueva metáfora sobre la soledad.

Esa noche nos volvimos a ver en otro bar de Chacao. Ya no sabía cómo decirle que no iba a estar más con ella. Desmenucé la etiqueta de la botella en mil pedazos. Mis manos temblaban y no era de frío. ¿Qué tienes? me preguntó. Tomé un trago para agarrar valor. El lunes me voy a morir, le dije -de una, sin prolegómenos-. Ella no reaccionó. Ah ok, dijo como si ya lo supiera. O como si no le interesara saber más. Permanecimos callados un instante. Pensé que el resto de mi existencia iba a transcurrir en medio del silencio. ¿Y ahora qué vas a hacer? preguntó. Y yo que sé, le respondí. Ni que fuera tan fácil organizar una vida en una semana. Ella de inmediato sacó su libreta. Cosas que hay que hacer antes de morir, escribió. Me la pasó y yo me quedé con el bolígrafo en la mano y la página en blanco, como si fuera un escritor.

Las drogas que nunca probé, los libros que no leí, los cuentos que jamás escribí, las mujeres que no me cogí, todo el alcohol que no tomé, los viajes que no realicé. Creo que no podría llenar ni la primera hoja con las cosas que he hecho. 25 años desperdiciados. No se por qué apenas ahora empezaré a hacer todo lo que ya debí haber hecho con la excusa de la muerte. Ni que la vida fuera tan larga, ni que vivir consistiera sólo en esperar a morir. Pana, dos azules más, le pedí al mesonero. El tipo las trajo y yo todavía tenía la página sin rayar. Vayan al jardín botánico, es bonito, nos sugirió. Nosotros volvimos a reír. Y luego fue lo primero que escribí: ir al jardín botánico.

— ¿Y si nos vamos de viaje?- preguntó Carolina.

— ¿A dónde? No tengo dinero para viajar, le respondí.

— Gasta lo que tienes, ya te vas a morir.

Carolina sabía lastimar. Hice un esfuerzo para no llorar, fue imposible. Al sentir la lágrima me levanté para ir al baño. No sé si ella lo notó. Me lavé la cara y me miré en el espejo. Tan flaco que parecía una cerilla. Estornudé y noté que quedaron ripios de sangre sobre mi mano. Me volví a lavar y regresé a la mesa. Ella ya había apuntado un par de cosas sobre la libreta. Lanzarnos en parapente era una de ellas. La otra no la entendí. Su letra se asemejaba a la del médico que decretó mi muerte. El jueves vamos a La Victoria y nos lanzamos, le dije. Más fino, me respondió. De inmediato empezó a llover y nos trajeron la cuenta. ¿Y ahora qué hacemos? dijo ella. Lo mismo me preguntaba yo. Ya sé adónde te voy a llevar, me contestó. Y al rato me vi entrar en un bar de ambiente. Ella me tomó de la mano. Alejandro, no me sueltes, dijo con una risa forzada. Pendeja, no me sueltes tú, le respondí al ver a los tipos que ya me miraban. Ya eran las dos de la madrugada y estábamos borrachos en aquel lugar.

Nos quedamos ahí hasta que volvieron a sacarnos. Nosotros siempre somos los últimos en irnos, me dijo Carol. Yo sólo quería dormir. Agarramos un mismo taxi que nos dejó a cada uno en su casa, si es que se le puede llamar casa a una pensión en la que sólo tienes un colchón. Tiré toda la ropa al suelo y me acosté de inmediato. Me levanté al mediodía y no fui a trabajar. Jefazo, me siento mal, escribí en un mensaje. La cabeza me iba a explotar. Tranquilo, descansa, fue lo que recibí en el celular.

***

Tercer día post diagnóstico, sólo cuatro más. Encendí el televisor que me había regalado Carolina unos meses atrás. Pronto tendré que dárselo de vuelta, pensé. A esa hora, TNT pasaba El Náufrago. Miré a Tom Hanks en medio de aquella isla desierta, a la espera de que alguien lo rescatara, y me miré a mí mismo. Por lo menos él tenía a Wilson, se hubiese burlado un viejo amigo. Me levanté a comprar el periódico. Lo leí y me tomé un café mientras pensaba qué hacer. Llamé a Pablo.

— ¿Qué harías si te quedaran siete días de vida?

— Trataría de descubrir cómo voy a morir -me respondió él-. A ver si puedo evitarlo.

— ¿Y si es inevitable?

— Sacaría un tiempo para pasarlo con las personas que quiero.

Entonces llamé a Carolina. Me pasó buscando al final de la tarde por la habitación. Agarramos el Metro y nos bajamos en Sábana Grande. Caminamos el bulevar de arriba abajo, nos tomamos un café y nos sentamos en la plaza Venezuela. Me acosté en su regazo. De súbito escuché un silbato: no te puedes acostar ahí, gritó el de la guardia patrimonial. La noche nos corrió del lugar, también el carajo con sus silbidos. Vamos a la Libertador, quiero visitar a una amiga, me dijo ella. Subimos hasta la avenida. Hola, Ángel, saludó al llegar. Yo sólo vi a un grupo de transexuales en una de las esquinas. Alejandro, ella es Ángel; Ángel, él es Alejandro. Mucho gusto, sólo pude decir. Me quedé aferrado al brazo de Carolina. La apreté tan fuerte como cuando entramos en el bar de ambiente la noche anterior.

Hola, flaco, dijo la mujer. ¿Qué haces por aquí, querida? le preguntó a Carolina. Te vine a visitar, le respondió. Vine a invitarte unas cervezas. Y al rato estaba en una arepera rodeado por todas ellas. Eran tres: Ángel, Cheila y Vicky. La primera lleva tres años que se metió a la prostitución. Las otras venden su cuerpo desde hace poco. Cuatro meses, creo que fue que dijeron. Ay, no sabes todo lo que uno sufre en esto, dijo Ángel. Esos policías son unos desgraciaos. Siempre nos dejan desnudas botadas en cualquier parte, contó. Y yo me la imaginé sin ropa abandonada en el Guaire.

Cerveza tras cerveza disfrutábamos la faena. Nos empezamos a burlar de cualquier cosa. De  un hombre que trataba de emborrachar a una mujer en la mesa del frente. Le quiere meter, dijo una de las carajas. Pero el que parecía más borracho era el tipo. Más allá, dos chamos bebían. Pidieron chorizo con yuca para cenar. Y después dicen que los pargos somos nosotras, dijo Cheila. Todos reímos. El carajo que trataba de emborrachar a la mujer se levantó al baño. La tipa aprovechó para vaciar media cerveza en la botella de su acompañante. Con razón el que está rascao es aquel, pensé. En el otro extremo, dos obreros compartían mesa con unas prostitutas. Bebían una botella de brandy. Estos van a gastar toda su quincena ahí, dijo Carolina. Una de las putas le pegó una cachetada al de franela roja. ¿Qué coño hago en esta ratonera? pensé.

***

Aquello fue lo último que recuerdo de esa noche. Desperté con una inevitable resaca. Sentí náuseas, dolor de cabeza, hambre. Estiré el brazo para abrazar a Carolina. No estaba ahí. Miré el reloj: 9:10. El vuelo en parapente, pensé. Recordé a mi primo. Una vez le pregunté qué haría si supiera que se iba a morir. Me dijo que esa era una pregunta muy profunda para responderla en ese momento. Que necesitaba pensarlo (pasamos la vida pensando qué hacer y, al final, nunca hacemos nada, me dije a mí mismo), pero que no incluiría lanzarte en paracaídas ni ese tipo de clichés. Cuando me lo dijo supe que mi vida era un lugar común, que yo era uno más del montón, que no era nada extraordinario. El tiempo se encarga de destruirnos a todos, pensé.

Me levanté de inmediato, me desnudé y me metí en el baño. No había agua. Me cepillé los dientes con medio botellón que había quedado de la semana pasada. Me miré en el espejo: mi cara tan chupada que parecía Saramago. Cada vez me sentía más flaco, debo pesar unos 50 kilos. Me vestí con mis jeans rasgados en las rodillas y una franela. ¿Qué hacemos hoy? me escribió Carolina. Necesito beber, le puse. Tengo más ganas de beber que de vivir. Dale, nos vemos esta tarde en los chinos, me contestó. Salí a Los Palos Grandes. Nos tomamos una tras otra en esa cervecería china.

— ¿Y después, qué hacemos?- pregunté.

— Siempre he querido ir a un hotel que está en Los Dos Caminos— me dijo. No recuerdo cómo se llama, pero se ve bien. Podemos ir más tarde.

— Vale, respondí. ¿Y tú qué harás después?

— Beber, vivir. Ya te lo dije: Vivir no es sólo esperar a morir.

 Bebimos más de 10 cervezas, nos comimos unas lumpias y una tortilla de camarones. Otra vez fuimos los últimos en salir de ahí. Ya no podía caminar, mis piernas estaban llenas de contracturas, como las de un futbolista. Tomamos un taxi que nos dejó en un hotel que tenía apariencia de motel. Todo oscuro. Golpeé el vidrio de la recepción. Nadie contestó. Volví a golpear. Ya estos carajos están durmiendo, dijo Carolina. Son las 3:00 de la mañana. Dime, pana, habló alguien desde el otro lado de la oscuridad. Pedí una habitación. Son 140, me respondieron. Pagué y me dieron la llave. La siete, del lado izquierdo del pasillo, nos guió el encargado al que no le vi la cara. Al tercer intento, abrí la puerta. Una cama con un viejo colchón, sabanas desgastadas, una mesa de noche y un baño. La ventana daba a un pequeño patio. No quise prender el aire, temblaba de frío. Entré al baño y vomité. Todo sangre, todo cerveza. Me enjuagué la boca y me lavé la cara. ¿Estás bien? preguntó. Si, no es nada; vamos a la cama. Nos acostamos los dos, ella de espaldas a mí. La abracé fuerte, le besé la mejilla. Te quiero, le dije, y cerré los ojos. Los abrí un instante y vi el rostro de un hombre asomado por la ventana  mirando hacia la habitación. Quizás era el mismo recepcionista.

***

Sábado, 10:00 AM. Me desperté e intenté levantarme. No pude, mis piernas pesaban una tonelada. Me dolía la espalda, no podía girar el cuello. La cabeza me iba a explotar. Tosí sangre, me senté en la cama y volví a acostarme. Cerré los ojos y volví a abrirlos al escuchar golpes en la puerta. Pana, ya tiene que dejar la habitación, dijeron. Era la 1:00. No tenía hambre, no quería comer. Vi tres llamadas perdidas de Carolina. Apenas sentí cuando se fue esta mañana. Salí, tomé un taxi que me llevó hasta la casa. Ella volvió a llamar y no quise contestarle. Me preparé un pan con queso y luego me acosté a leer Cien años de soledad. Me quedaban poco más de dos días.

No me sentí bien hoy, me dio flojera salir, le escribí ya tarde por mensaje de texto. ¿Y cómo sigues? me preguntó. Le dije que bien, que ya estaba por irme a dormir y me dio las buenas noches. Yo me fumé medio cigarro en la ventana de mi habitación. No puedes fumar aquí, me reclamó la señora al otro lado de la puerta. Al golpearla se abrió, la cerradura ha estado dañada desde que vivo aquí. La casera fue incapaz de arreglarla, yo también. Disculpe, le dije. Empujé la puerta y tiré el cigarro al vacío. También pensé en lanzarme tras él. Así, sin paracaídas ni parapente. Sin nada.

***

Me desperté a las 6:00 de la mañana. Quise cepillarme los dientes y recordé que los fines de semana cortan el agua. Volví a usar el botellón. Era lo último que me quedaba. Me puse lo zapatos y bajé a comprar el periódico. Sentí mareos mientras bajaba las escaleras. Tuve que parar a descansar en el tercer piso. Me tomé un café y desayuné un pastelito. Leí las noticias, fumé un cigarro, compré otro café. Aún me sentía como si hubiese corrido un maratón. El reloj marcaba las 9:00 al verlo.

¿Ya estás listo? escribió Carolina. Le dije que sí y salí para el Metro. Nos encontramos en Plaza Venezuela, de ahí nos fuimos hasta La Bandera. Tomamos un autobús que nos llevó a La Victoria, llegamos directo a una montaña que hacía de zona de despegue. El instructor le colocó el arnés a cada uno y nos dio las indicaciones. Corre, fue lo que dijo. ¿Cómo? pregunté. Que corras. Al frente estaba un acantilado de 300 metros de altura. Me pareció un chiste escuchar que corriera al vacío.

Mi memoria rebobinó unos años. Tenía yo entre 10 u 11. Estaba en la atracción más alta de un parque acuático de Estados Unidos. Por fin había llegado al aparato después de dos horas de espera. Un hombre abrió la puerta del cubículo. Entra, me dijo. Avancé y me metí en una pequeña pieza de piso retráctil. Miré abajo, 150 metros de tobogán, 150 metros de miedo. ¿Ready? preguntó el señor. Volví a ver hacia abajo. Empecé a dudar, luego a temblar. Lo miré a los ojos y en ellos leí que todavía estaba a tiempo. ¡No, no! grité. ¡Sácame de aquí! pedí mientras mis manos golpeaban el vidrio y un centenar de personas ansiosas aguardaban por llegar al lugar del que no me atreví a lanzar. Enseñé una risa nerviosa para no llorar. No estaba listo para ello.

Y ahí estaba otra vez. Delante del vacío, delante de la nada. Delante de todos mis miedos. Otra vez las dudas, otras vez los nervios. Volví a temblar. Corre, pana, no vamos a esperar toda la vida por ti. Sólo serían unas horas, pensé. Y corrí como si mi vida dependiera de ello. El acantilado se veía cada vez más cerca, hasta que dejé de sentir tierra firme. Empecé a caer antes de volver a subir. Siempre quise saber que se sentía volar. Te crees dueño del mundo que está a tus pies. Crees que hay libertad.

Allá arriba pensé que ya podía morir tranquilo. La adrenalina, la excitación. Es como un orgasmo de quince minutos. Allá me imaginé que volar en parapente era la efigie de la vida: temes dar el salto, arriesgarte, lo haces y estás ahí, arriba de todos, hasta que comienzas a caer. Fue entonces cuando me desabroché al arnés.