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‘Contraespejismo’, de Eduardo Liendo; por Oscar Marcano

Éstas son las palabras leídas por Oscar Marcano en la presentación del libro Contraespejismo de Eduardo Liendo, editado por Alfaguara, el 26 de marzo de 2008, en la librería Alejandría del Centro Paso Las Mercedes.

Contraespejismo, de Eduardo Liendo; por Oscar Marcano 300

Eduardo Liendo no sabe el placer y el privilegio que significa para mí el estar aquí parado homenajeándolo a él y a su libro, Contraespejismo, una bella selección de narraciones breves nacida tras haber reunido una veintena de textos inéditos, recogidos en cuadernos, para ensamblarlos junto a un grupo de ficciones traídas de su novelística, con el fin de que pudieran operar como textos independientes, junto a algunos relatos seleccionados de su cuentística.

Contraespejismo inaugura la Biblioteca Eduardo Liendo. Yo no sé de quién fue la idea, si de Barrera Linares, quien compuso el prólogo y ha estudiado en profundidad al autor (recordamos el brillante trabajo introductorio, que creo está en la edición de El Cocodrilo Rojo de Monte Ávila), en fin, no sé de quién haya sido la idea, pero la celebro por el incontestable mérito y por la excelente noticia que comporta, pues Eduardo Liendo es uno de nuestros muy pocos grandes maestros vivos, autor de una obra prolífica (y todos sabemos lo que cuesta ser prolíficos en Venezuela), de muy alta factura y sin aspavientos.

Y digo sin aspavientos, porque es pertinente reconocer aquí su proverbial modestia y bajo perfil, para luego resaltar que, una novela como El mago de la cara de vidrio, emblema en la juventud de muchos y que este año cumple 35 años, ha constituido además de una valiosa obra, un fenómeno de ventas formidable, con más de veinte ediciones.

Hace dos años, repasando un trabajo suyo que me es caro, Los platos del diablo, encontré uno de los fragmentos más bellos que se han acuñado en novela venezolana alguna. El fragmento en cuestión apunta, a mi ver, a una ars narrativa. A propósito de ello, quise escribir una semblanza de Eduardo en mi columna del Papel Literario de entonces, semblanza que no logré concretar y que aún está en deuda, y lo llamé, y sostuvimos un par de conversaciones en las que tomé un montón de apuntes sobre su obra y su vida, una vida comprometida con una conciencia y una gesta libertaria que incluye el haber militado en la década prodigiosa, la de los años sesenta, y la de haber sido prisionero político por años, circunstancias en las que ha forjado un pensamiento democrático moderno, que lo lleva a mantenerse fiel a los valores de la igualdad y la equidad, sin menoscabo de la libertad. Es por ello que se permite un juicio muy severo tanto a una derecha deleznable, plagada de obscenidades, como a la tiranía anacrónica de Fidel Castro, de quien dice, palabras más palabras menos, ha edificado su proyecto de vida a costa de la vida de todo un pueblo.

Digo esto, porque en Contraespejismo vamos a encontrar esa impronta. La del ciudadano y observador crítico preocupado por el horizonte colectivo, como en estos dos pequeños textos, muy parecidos a poemas.

Cito:

“Empeñarse tanto. Pregonar tantas calamidades. Ensayar tantas peripecias dialécticas. Imaginar mil y más veces jardines floridos. Aventurar complicadas vueltas y revueltas. Jugarse el pellejo de vez en cuando, para, al final, ayudar a sembrar una dictadura militar”.

O este, escrito a la usanza de Gertrud Stein, cuyo título, Contraespejismo, no sé si le da nombre al libro, o es el libro el que le da nombre a él:

Un buitre es un buitre,
Es un buitre,
Paga costo letal
Confundirle con un colibrí
Marcial.

II

“La vida es como dar un concierto de violín mientras se aprende a tocar el instrumento”. Pues nunca fue más sabia y gráfica la sentencia de Samuel Butler, como cuando leemos Contraespejismo. Uno se adentra en sus páginas y advierte sensorial y espiritualmente el concierto. Se aprovisiona de una atmósfera de gravedad, de peso específico. Los personajes lucen gananciosos, realizados. Y te da la impresión de que hasta ahí. No obstante, un Liendo travieso, irónico, incluso nostálgico, los retorna al inicio o les propina una concluyente derrota que los reintegra, los adocena, les hace tabula rasa y los devuelve al logos, a la razón o a un penoso destino.

Lo cierto es que este encarnizamiento ingenioso se reitera en muchas de las historias acá narradas. Es así como le sobreviene el alzheimer a un sabio, a un joven doctor en filosofía lo mata un felino que escapa de la frase que ha escrito: “Estar solo con uno mismo equivale a estar solo con una fiera: en cualquier momento puede atacarte”, o, la Musa llega, pero al creador se le acaba el tiempo y va a morir, de modo que no le queda más remedio que invitarla a servirse un trago, sentarse en un taburete y apagarle la luz.

Libérrimo, Eduardo echa mano tanto de la crudeza de la realidad como del elemento fantástico para desarmar el reloj, haciendo del mecanismo un reguero de rubíes y ruedas dentadas, a fin de enseñarnos no sin cierta crueldad mezclada con una sospechosa candidez, la anatomía del tiempo. Juega como un inventor pero a la inversa. En esta mecánica suele treparse por una luminosidad, consolidarla, anticipar un pliegue aciago y revelar un lado oscuro y humano que te descoloca, sin concesiones, al altruismo, sin bonus track, sin regalías. Todo, en una seguidilla de aparente normalidad en la que al lector, si es inteligente, no le queda más remedio que hacerse cómplice del desparpajo.

Una de las cosas que en lo personal más me concitan de estos textos y por lo que he respetado a Eduardo siempre, es que funcionan. Sus textos funcionan. Cuentan. Dicen. Gozan de la eficacia y puntería que se le exige a toda obra de ficción. Mucho más a la breve, porque el cuento es el género más conservador que existe. Si no produce el efecto, si no llega el sobresalto, si no da en el blanco, kaputt, no sirve.

Y Eduardo tiene la magia, tiene el fuego sagrado. Es un autor de historias. Con imágenes a borbotones y con pegada. No son esos párrafos lánguidos y “profundos” a los que uno tiene que acostumbrarse a su pesar, de autores que se maravillaron con la escuela de la mirada, con el cosismo, con el nouveau roman francés y se aparcaron ahí, y se apertrecharon y ahí siguen buscando a Dios por los rincones, ebrios de palabras, embelesados en su pirotecnia.

No. Como dije, acá hay pegada y tensión y estructura y juego armado. Hay algo vivo en Liendo. Hay cafeína y fuerza. Pero también hay impresiones narrativas con valencia poética.

Y es lo que quiero testimoniar aquí: que me ha dado un gustazo saber en qué anda Eduardo Liendo cuando no está ocupado en una novela, a la vez que me ha resultado de una felicidad enorme reencontrarme con viejos y conmovedores relatos, como aquel en el que Ceferino, en uniforme de catcher, esgrime el bate y lo estrella contra el mago de la cara de vidrio. O como el que da cuenta de las nostalgias de ese poste de Los Topos, donde como en un mercado o una estafeta se transan todas las anécdotas y sucesos del barrio, en especial los sexuales, en los que no hay mujer cuya conducta no se radiografíe. O el acogedor encuentro en el billar, a la salida de Armando de la cárcel. O la historia del hombre que salva el pellejo al comprar una figurita defectuosa en un aeropuerto, y en su devolución se retrasa y pierde el avión que ha de estrellarse, en Los platos del diablo. O el incidente de La Casa Rosada, del Diario del enano, en el que Giácomo Casanova en persona llora su impotencia sexual, desnudo frente a la meretriz, y paga con monedas de oro el rato de consuelo, ternura, pero sobre todo de silencio y discreción, pues nada más valioso para acrisolada fama. O ese reencuentro con La Valla, uno de los mejores relatos de Eduardo, del El cocodrilo rojo, en el que el preso, ya en libertad, quiere escenificar la fuga que nunca pudo acometer, y vuelve a la cárcel y habla con el viejo guardián y le regala un llavero de plata para que le dé la oportunidad que siempre esperó y le permita trepar y saltar la valla metálica. Y lo hace, sintiendo una gran liberación, y cuando se va a despedir observa la temible mirada del guardia que, antes de disparar le dice: “Lo siento, yo también esperé por mucho tiempo esta oportunidad”.

Pero no les voy a contar todo el libro. Hay, igualmente, muchas cosas que habría que resaltar de Eduardo, como una que le destaca nuestro entrañable Eugenio Montejo: “Lo importante de los años que Eduardo vivió en la antigua unión soviética, no es que haya estudiado en el Instituto de Ciencias Sociales de Moscú, ni los países de Europa del este, ni lo que haya podido aprender de ruso. Lo importante de esos años es que conoce San Petersburgo”.

Contraespejismo es en suma, un libro lleno de vitalidad, en el que el lector se advierte en una amena conversación. En un ejercicio de inteligencia compartida.

Y felicitamos a Alfaguara por el impulso de la creación de la Biblioteca Eduardo Liendo –los escritores venezolanos se lo aplaudimos de todo corazón–, y encomiamos la perspicacia de iniciarla con esta obra, que de algún modo las reúne a todas y constituye un delicioso divertimento de su autor.

No dudamos que Contraespejismo –usando una de las imágenes de nuestro querido Eduardo– ha de tener la destreza de un espermatozoo para penetrar en la tiniebla y fecundar.