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Contra la desesperanza; por Leonardo Padrón

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Current mood, de Elicia Edijanto

A nadie le gusta lo que ocurre hoy en Venezuela. Ni siquiera a los líderes de la revolución, por más que lo disimulen. Ni a sus afiliados a sueldo. La vida no es así. No como se conjuga hoy. Esta desazón cotidiana. Este asunto exasperante que es  alimentarse. Este bingo extremo que es salir a la calle y rogar que la muerte no cante tu nombre en la próxima esquina. Este tajo de enfermarse y entrar en el galpón de los desdeñados. Esa turbulencia que es la falta de luz. Este disturbio de malas noticias que hoy definen al país.

Hemos sido invadidos por los bárbaros y ahora sufrimos una nueva invasión, la de la desesperanza. Hay que decirlo: los venezolanos estamos heridos. Tenemos sangre en el ánimo. Hemos recibido una ráfaga de disparos en el optimismo. La fragua ha sido muy extensa. Nos hemos caído y levantado muchas veces en estos 17 años del fallido y trágico experimento político de Hugo Chávez. La democracia ha ensayado múltiples cartas para recuperar su espacio. Marchas, protestas, huelgas, elecciones, paros, firmas, revocatorios, resistencia civil y más elecciones. Casi todo se ha hecho. Incluso, lo indebido y lo torpe. Pero los bárbaros han resistido con las armas del fraude y la coacción. Y mientras tanto, los desatinos de su incompetencia y dogmatismo han aproximado al país a la hora de los desahuciados.

Hoy, la población ha entendido el tamaño de la estafa. La redención de los excluidos nunca ocurrió. Por eso el revocatorio es tan importante. Por eso los bárbaros —en riesgo de perder el poder— ejercen su furia. El autoritarismo grita su sinrazón. Lo que debe llamarse dictadura comienza a serlo sin rodeos.

El régimen ejecuta acrobacias de ilegalidad para impedir el revocatorio. Ha sido tal el descaro que ha logrado que muchos pierdan la convicción ante la clara herramienta constitucional que poseemos. Nos quieren deprimidos, exánimes, listos para la rendición. Cada vez que declaran que no habrá referéndum este año sólo buscan el desánimo general. Para eso invocan a sus oradores más hábiles, expertos en el arte de la confusión. El poder, arrinconado en su fracaso, muestra sus colmillos, ladra, bota espuma. Y también muerde: encarcela, reprime, dispara.

La misión de los comisarios del régimen es destruir cualquier entusiasmo democrático. Hacerlo burbuja de jabón.

Y hoy las lesiones en el optimismo son graves. Hay gente que ya no puede más. El país se conversa desde la tristeza y el miedo. Las calles se han llenado con la ira de los hambrientos. La respuesta del gobierno es el escupitajo de las bombas lacrimógenas, el silbido de las balas y una breve bolsa de comida que arrojan y suena clap. El TSJ declara inconstitucional el pedido de ayuda humanitaria a los miles de enfermos en ascuas. El lenguaje del absolutismo ha cancelado sus máscaras. La oscuridad nos envuelve de norte a sur, a lo ancho y largo.

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Hay dos opciones ante el incendio que nos consume. Correr o apagarlo. El fuego parece incontrolable. Por eso la alarma. Ya hay un nuevo tsunami de venezolanos braceando hacia el exilio.

Ese otro éxodo, el que es puertas adentro, también ocurre. Hannah Arendt nos recuerda lo que ocurrió en la Alemania nazi: “Había personas que se comportaban como si no pertenecieran al país, que se sentían como emigrantes, se habían retirado a un mundo interior, a la invisibilidad del pensar y sentir (…) En esos tiempos de la mayor oscuridad, tanto dentro como fuera de Alemania, ante una realidad que parecía insoportable, era especialmente fuerte la tentación de desplazarse del mundo y su espacio público a una vida interior, o de desentenderse simplemente de aquel mundo a favor de un mundo imaginario ‘tal como debería ser’ o tal como era una vez que había sido”.

Achicar la vida, allí la estrategia. Resignarte a ser menos. Arrinconarte en lo más recóndito de ti. Donde igual llegará el hambre, la sed, el humo de los escombros. Donde igual la furia del incendio te alcanzará.

Cierra los ojos. Húndete en la nada. ¿Esa es la solución?

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La otra opción: apagar el fuego. Combatir a los bárbaros. Sabemos que el inescrupuloso gobierno de Nicolás Maduro no obedece las reglas de juego. Hoy la única norma es la trampa. Pero sería ingenuo esperar algo distinto. La paciencia quizás ya no sirva de mucho. Un estomago vacío es un organismo vivo al borde de la desesperación. Por eso hay que convertir el aliento civil en muchedumbre y estrategia. Por eso se impone una ardua calistenia de resistencia. Antes que el país quede en cenizas. Ellos son el incendio. Nosotros debemos ser el agua.

¿La imaginación podrá servir para burlar los cercos previsibles? ¿El optimismo para derrotar la inercia de la pesadumbre? ¿Y dónde se consigue el optimismo, que está tan escaso como los ansiolíticos?

¿Dónde?

Solo se escuchan las trompetas de la desesperanza.

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“El pesimismo es una cuestión de humor; el optimismo, de voluntad”, dice el filósofo francés Alain. Y agrega: “La condición humana es tal, que si no nos imponemos un optimismo invencible como regla principal, de inmediato se impone el más negro pesimismo”. Es decir, el optimismo exige un compromiso, una acción del espíritu. Si no lo asumimos, estamos perdidos. Como el náufrago que cancela toda expectativa. Allí habrá iniciado su muerte. Habrá comenzado a ahogarse.

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Debemos tener claro el tamaño de la enfermedad que estamos padeciendo. No nos hace ningún bien insistir en que “somos el mejor país del mundo”. Es una arenga falsa, una infatuación nacionalista, una desmesura. El mejor país del mundo no apostaría todas las fichas de su destino a la antipolítica y a los designios de un aventurero con boina militar y carisma televisivo. El mejor país del mundo no convierte la penuria alimenticia de los pobres en negocio redondo para otros pobres, ahora llamados bachaqueros. Hemos hecho de la viveza una forma de ser. La riqueza fácil nos volvió irresponsables, derrochadores y arrogantes. Hemos sido frívolos a la hora de establecer nuestras prioridades. No hemos sabido reclamarle a nuestros gobernantes el ejercicio de la excelencia. Somos clasistas, racistas y tan jodedores que nos volvemos epidérmicos. En fin, como lo resumió nítidamente Gisela Kozak en su libro homónimo: no somos Ni tan chéveres ni tan iguales.

Por eso se impone madurar de una bendita vez. Solo así recuperar la democracia valdrá la pena. La verdadera revolución que necesitamos es educativa. Luego podrán venir las demás, inscritas en el marco de la coherencia y no en el de las fantasías populistas y rocambolescas que tanto mal le han hecho a la historia de Latinoamérica.

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Hoy me reconozco arrasado por la tristeza de ver a muchos venezolanos envilecidos, enajenados por la violencia. Hoy veo el saqueo crecer, la rapiña extenderse, al mediocre reinando. Hoy advierto que entre armas y falsos predicamentos triunfa el desvarío. Yo, tan peatón de la esperanza, reconozco que la vida en Venezuela se ha vuelto un bochorno, un asunto inhumano. Hoy cuesta ver el futuro.

Pero me niego a aceptar la desesperanza como actitud. Sé que es el arsénico de nuestros días. La piedra negra en el corazón. Y alcanzar la paz social no será suficiente. Apenas un clima necesario. Necesitamos una certeza. Sentir que vale la pena. Que esta terquedad encarnizada vale la pena. Que tiene una desembocadura. Un final luminoso.

No tenemos más remedio que caminar hacia el futuro. Y el desánimo es un equipaje muy pesado para la ruta. Hay que recorrer el tramo final. Hay que lidiar hasta el último aliento por la validación de las firmas de cada venezolano. El revocatorio seguirá teniendo obstáculos, horas muertas, zancadillas legales, rectoras aviesas, y quizás hasta colectivos rondando las colas, intimidándonos, durante los tres días de validación. Son más de 1.300.000 personas contra los tarifados del miedo. Otra prueba. Otra montaña de estiércol. ¿Vamos a claudicar, justo ahora, cuando falta tan poco? No parece que eso sea lo que va a ocurrir.

Algunos analistas aseguran que ya la transición política comenzó, que estamos en los estertores del chavismo como gobierno. Ellos mismos lo saben: una vez más, el “hombre nuevo” se convirtió en decepción.

Necesitamos, por eso, no solo de la coherencia de nuestros políticos. No solo la renuncia a los intereses personales (ya habrá tiempo para ellos). No sólo el resuello de los activistas del entusiasmo. Necesitamos comenzar a ser mejores. Necesitamos el impulso de los pequeños héroes cotidianos. Necesitamos ser ciudadanos en el sentido unitario de la palabra. Necesitamos del orfebre en su arte. Del escriba en su labor. Del que cocina y emula a los dioses. Del que hace música y entonces el silencio baila. Del profesor y su salón de clases hechizado. Del atleta que romperá el récord. Del obrero calzando el último ladrillo de la obra. Del ama de casa que vence sobre los elementos. Necesitamos el resurgimiento de nuestra base moral. El trampolín de la ética ciudadana.

El optimismo siempre es un territorio desconocido. La desesperanza posee una gran madre, que es la muerte, fin de todas las narrativas humanas. Pero la historia solo la cuentan quienes  han insistido. El país debe ser salvado. Por eso necesita concebir el mayor plan de convivencia nacional que se haya planteado alguna vez. Repetir el gesto de nacer como sociedad. Intentarlo todo de nuevo. Necesitamos a los tercos, tarareando su obstinada música dentro de nuestros pechos. A los dolientes de este mapa extraordinario. A los venezolanos de bien. En un gesto multitudinario de redención final.