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Como un cuento de Carver; por Héctor Torres

Como un cuento de Carver; por Héctor Torres 640

El sonido fue apenas perceptible en medio del rumor de la calle. Fue el crujido de algo que dejó de andar. Como un punto final. Un golpe seco y apagado, seguido de un silencio. ¿Han notado que siempre, después de una situación extraordinaria, se apodera de la calle, así sea por fracciones de segundo, un silencio que todo lo abarca? Pareciera el instante de pena que se permite la vida por otro error de cálculo.

Lo cierto es que se escuchó, como dijimos, un golpe seco seguido de un mínimo silencio. Cuando la gente (que ya sabe qué quiere decir eso) se asomó a ver qué ocurría, vio un chamo de unos quince años tirado boca abajo en el medio de la calle, en el carril del medio, con los brazos y las piernas extendidas y la cara enterrada en el asfalto, tan perfectamente estirado como si representara un muñeco de jengibre en ropa de calle. A su lado, una moto tirada de costado, con la rueda delantera aun girando. Su conductor, muy cerca de ella, se incorporó tan rápido como pudo.

El muchacho, en cambio, tardó en reaccionar. Cuando al fin se movió lo hizo con mucha calma, como si despertara de un sueño de varios días y tuviera los miembros entumecidos. Primero subió ligeramente la cabeza y luego trato de impulsarse con los brazos. El primero fue un intento fallido, porque volvió al piso. Después haría nuevos intentos, lentamente, hasta que lograría colocarse en cuclillas. Estaba aturdido. Parecía avergonzado. No quería verle la cara a nadie. En la acera, donde había estado su cara, dejó un pequeño charco de sangre. Tenía una camisa sobre la franela, que se quitó para contener la hemorragia que le empapaba el rostro.

Cuando finalmente se incorporó, caminó hasta la isla sin aceptar ayuda de nadie, tapándose el rostro con la camisa. Luego se supo que los dos chicos que, desde la isla, habían estado observando toda la escena sin saber qué hacer, estaban con él.

Cuando el muchacho llegó hasta ellos, se fueron caminando los tres por la isla, desapareciendo de esa calle que en pocos segundos los olvidaría, llenándose de carros y motos indolentes que borrarían con sus cauchos el pequeño charco con la sangre de un chamo cuyos padres no vieron tirado en la acera y que, probablemente, nunca se enterarán de ese hecho.

La escena me recordó un cuento de Raymond Carver. La diferencia es que en la historia de ficción se trató de un niño más pequeño al que arrolló un carro conducido por una señora en una de esas urbanizaciones de las afueras de la ciudad. Pero, como en el caso del quinceañero, el niño del cuento también se paró por sus propios medios y se fue caminando sin aceptar ayuda.

*

Los hijos, apenas tienen edad para hacerlo, comienzan a exigir su espacio de libertad. Los padres nunca sabrán cuándo están realmente listos. Quizá, a su manera, siempre lo estarán. Quizá nunca lo estén, pero les toca asomarse a la vida y sus riesgos. Los padres no sólo nunca sabrán cuando estén listos, sino que, además, nunca sabrán todas las  cosas por las que pasan los hijos en la calle, que jamás contarán para que no les sea revocada esa libertad que una vez probada se vuelve imprescindible. Libertad de ser imprudentes, de poner su vida en peligro, de llevarse sustos, de arriesgarse a jugar. Y a perder.

*

En el cuento de Carver el niño (estamos hablando de un objeto de tracción motora hecho de materiales resistentes, embistiendo contra un cuerpo cincuenta veces más liviano, hecho de una extraña pero frágil materia) llega a su casa y su acuesta a dormir sin decirle nada a su mamá, que comienza a angustiarse cuando ve que ha dormido mucho más de lo usual.

No voy a contar el final, pero recordé ese cuento mientras veía al chamo caminar, dando tumbos, por una avenida indolente, ajena a su pequeña tragedia, sospechando que no va a comentar el incidente en casa, y me angustió pensar qué tan al calco la vida es capaz de imitar a la literatura.