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Casas tomadas, por Lucas García

Mi tía se compra un apartamento.

         — ¡No, no trafico con drogas! le dice a todos los que le preguntan de dónde sacó la plata.

La nueva solución habitacional viene en eso que llaman “obra limpia”. Tienes que ponerle piso, clósets y cocina. Cuando me comenta el presupuesto le digo:

— Vas a tener que traficar con drogas…

Los trabajos comienzan a extenderse en el tiempo. Como en toda instalación surgen los pequeños inconvenientes: un cable que no debería estar allí, unos materiales que no se consiguen, un fregadero instalado por error en el dormitorio principal…

Eso y lo que llaman el estimado mítico: “La semana que viene debemos estar terminando”.

Pasan cuatro de esas “semanas que viene” y el apartamento de mi tía es Berlín en la postguerra, Los Ángeles en la última batalla con los terminators.

— ¡Esto no se va a acabar nunca! exclama mi tía desde el teatro de operaciones, donde los taladros suenan wagnerianos.

Y cuando estoy a punto de decirle que tenga paciencia, sobre el techo de mi casa se produce una baraúnda. Suenan martillazos que hacen vibrar los muebles en la sala.

— Te llamo ahora, tía… le digo— es que creo que nos están invadiendo.

Nuevos vecinos se han mudado al piso de arriba. Es una mujer bajita y gorda que suda mucho y me saluda disculpándose por el ruido. Me muestra una cuadrilla de obreros en el ambiente empezando a cubrirse de una niebla de yeso.

— Disculpe la molestia, vecino, pero es que vamos a rehacer el piso…

— ¿Rehacerlo?

— No se preocupe, que el albañil me dice que debemos estar terminando todo la semana que viene.

Ay…

Las mañanas arrancan con una sinfónica ensamblada en una ferretería. Escuchamos taladros, sierras y martillos. Se ve que le cogen el gusto a los decibeles percusivos, porque en las horas de almuerzo, cuando se toman un descanso, los tipos ponen reggaetón. Pasan tres de esas “semanas que viene”.

— No aguanto, Lucas  exclama mi esposa, vamos a tener que irnos a casa de tu mamá.

Subo a preguntarle a la vecina cuándo acaban. Apenas abrió la puerta lo vi todo, con ese tinte aciago que debían tener las predicciones de Nostradamus. La vecina ya no está gordita sino esmirriada. No se quita la mano de la frente y en la sala parece que una manada de rinocerontes entraron en celo con las paredes y el piso.

¡Ay, vecino!me diceAy…

Y hasta allí. Mira su inversión como quien contempla una bomba atómica estallar.

— La semana que viene, ¿ah? le digo.

Alguien enciende un taladro. Yo vuelvo a la casa y le digo a mi señora:

— Hoy vamos a comer donde mi mamá… y cuidado si hasta cenamos.

Los martillazos hacen temblar los retratos en sus estantes.

— ¿Cenamos?grita mi esposa ¡Vamos a desayunar!

La casa de mi mamá es un campo de refugiados. Mi tía está en la sala fumando. Jamás en mi vida había visto a mi tía con un cigarrillo en la mano. Sonríe con tristeza.

— Lo dejo la semana que viene…

Me dice que han empezado a soñar con martillos y un laberinto cuyos pasillos interminables son todos como los de EPA.

— Es como aquel cuento de Cortázar le digo.

— ¿Qué?

— “La casa tomada”.

Mi tía enciende otro.

— ¿Le hacían también la cocina? me pregunta.