Blog de Vicente Luis Mora

Callar al yo; por Vicente Luis Mora

Por Vicente Luis Mora | 16 de febrero, 2016

¿qué hacer, por ejemplo, con la chatarra de las formas?
César Aira, Artforum

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En una entrevista reciente a Mar Gómez Glez sobre su libro La edad ganada (2015), que reseñé en Diario de lecturas el año pasado, la autora desgrana varias opiniones inteligentes. Entre ellas me ha interesado especialmente esta respuesta, que prueba sobradamente que hay numerosos mecanismos para esquivar los excesos de la literatura egódica, sometiendo al yo a un programado y exquisito silencio. Dice Mar Gómez:

“Este es un personaje poroso pero no vacío. La protagonista está construida por palabras (colectivas) aunque su esencia no quede definida por estas sino por los silencios (privados). Los silencios se convierten en una suerte de pequeñas resistencias. El de su nombre es el más evidente de todos ellos. El nombre que no se menciona, así como las edades que se obvian en la aventura de la protagonista o las propias omisiones de información clave en cada relato no están vacíos, y la mente lectora siente el silencio. Un sentimiento que a veces se traducirá en información o en palabras y a veces no, como cuando miramos a las nubes y podemos identificar una forma o varias, e incluso la mutación de éstas en un corto espacio de tiempo. La tensión entre lo personal y lo colectivo tiene que ver con esto. Lo personal tiene el impulso de escapar del molde de la definición, mientras que lo colectivo, en donde también se integra la protagonista, demanda esta definición. A medida que el personaje asume y entiende la artificialidad y maleabilidad del lenguaje adquiere mayor autonomía hasta llegar al último relato en donde se apodera de su propia realidad y no solo de su silencio.”[1]

Esta elegante forma de silenciamiento del egocentrismo, en aras de una escrituraproblemática respecto al sujeto y no subjetivamente problemática, me ha recordado la que sostiene Alberto Santamaría en Yo, chatarra, etcétera (El Gaviero[2], 2015), un poemario que ya desde el título nos anuncia que se convoca al yo sólo para irle quitando importancia a través de la deconstrucción y de la ironía. Santamaría, uno de los mejores teóricos jóvenes que tenemos, tanto en cuestiones poéticas como de arte, ha sufrido a veces en su obra creativa el problema de que su inteligencia crítica pesaba demasiado, de modo que la potencia intelectual de su discurso lastraba a veces el verso o le quitaba naturalidad. Su poética del contra-sublime, que ha explicado en diversas ocasiones y a la que volveremos en un futuro texto sobre poesía española actual, ya sufría la gravitación excesiva de un concepto teórico (el del sublime, al que además había dedicado su tesis doctoral y su primer libro, El idilio americano. Ensayos sobre la estética de lo sublime), con lo que la teoría parecía “presidir” su lírica, en vez de canalizarla. Sin embargo, creo que esto ha cambiado, y veo en Yo, chatarra, etcétera claras señales de una evolución en su trayectoria y de una maduración en la voz. Sin abandonar su bien forjada poética, esta voz renovada encuentra ahora un camino para librarse de la teoría sin dejar de utilizarla, algo difícil para quien las maneja, pues construir una teoría lleva tantos años de una vida que se vuelve tan vivencial o vital como cualquier otro recuerdo personal o íntimo: “Adoro la teoría porque tengo miedo / de lesionarme”[3], dicen dos versos recientes de Mariano Peyrou. Del mismo modo que Peyrou, otro teórico irredento, Santamaría ha encontrado el modo de equilibrar en los poemas la fuerza de su pensamiento con la fuerza que debe irradiar el propio poema.

Santamaría quiere reflexionar sobre el yo, pero quiere hacerlo sin egodismo, como Mar Gómez Glez, para lo cual utiliza un arma que ha probado de sobra su eficacia durante los últimos siglos: la ironía, “la distancia irónica que he de conquistar en relación conmigo mismo”[4], en palabras de Gregor von Rezzori. Es una herramienta que Santamaría utiliza desde hace tiempo, pero que ahora cobra toda la potencia de sus posibilidades, nada baladíes, según Rosario Ferré:

“La ironía implica un proceso de desdoblamiento en el autor, durante el cual el yo se divide en un yo empírico e histórico, y en un yo lingüístico. En realidad, el don irónico se concreta cuando el primer yo del escritor, el yo formado por su experiencia en el mundo, toma conciencia de la existencia de ese segundo yo que lo constituye en signo, en materia de esa misma historia que está narrando. Esta experiencia de distanciamiento, de objetivación del yo histórico, es lo que le permite al escritor observarse a sí mismo (así como también al mundo) desde un punto de vista irónico y, a fin de cuentas, liberado.”[5]

Esta tensión entre dos yoes, uno empírico y otro lingüístico, o ficcional, o retórico, me parece especialmente útil para explicar el desplazamiento del sujeto poético de Yo, chatarra, etcétera. La dialogía entre el yo elocutorio y el real se empeña en borrar o desdibujar al segundo, insistiendo en el carácter ficcional del primero. En La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo (El Desvelo, 2015), el último ensayo publicado de Santamaría, encontramos algunas ideas que pueden conectarse con su libro de versos. El ensayo estudia cronológicamente los albores del Romanticismo, explicando sus conexiones con la Ilustración y aclarando las propuestas que venía a plantear a la Europa dieciochesca, a través de una serie de nombres (Hegel, Chateubriand, Schlegel, Moratín, etcétera). No podemos entrar ahora en un examen de lo que propone este sugestivo ensayo, pero sí nos interesa anotar algunas ideas del mismo que parecen dejar reflejos textuales en Yo, chatarra, etcétera(YCE en adelante): por ejemplo, la consideración, hablando del tratamiento del ingenio en Schlegel, de que “este ingenio trata de dar respuesta a esa posibilidad de re-inventar la vida cotidiana[6], una propuesta claramente visible en su poemario: “Afuera, / contra la pared / de ladrillo, la bicicleta / que ella ha abandonado / crea un nuevo pensamiento / para un nuevo objeto” (YCE, p. 20), o también: “Estamos en el mundo para eso, dice ella mientras contempla el tono rojo de sus uñas sin esperar nada a cambio” (YCE, p. 58). Cuando comenta en su ensayo que Xavier de Maistre se centra en “los objetos cotidianos transformados en objetos de autoconocimiento” (La vida, p. 27), esa observación encuentra su traslación al poema: “una botella de plástico sobre la mesa: / la sabia mitología de un paisaje que nos contiene” (YCE, p. 15). Y, en otra visión plastificada, “ese trozo de plástico tardará cuatrocientos años en desaparecer. Sí, ese es el tiempo que permanecerán sobre la tierra mi basura y tus ideas antes de huir hacia la nada” (YCE, p. 59).

Es cierto que estos pasadizos que hemos hecho implican saltos temporales, pero nos invitan a asumir esa anacronía unas palabras del autor:

“Fragmentación e ironía serán dos elementos clave, como espacios del discurso de ese romanticismo que logró abrir los márgenes de la ilustración, y que, sin lugar a dudas, puede servir para describir el presente, porque en el fondo no hemos abandonado el proyecto romántico, o al menos, deberíamos hoy repensar constantemente sus políticas sensibles”[7].

Creo que parte de esa tarea la lleva a cabo Santamaría, a través de una reevaluación de lo que es característico al discurso poético, reevaluación en la que creo ver ecos de la poesía de Wallace Stevens (YCE, p. 20, algunos títulos o los dos últimos versos de la página 25, que dialogan con “Metaphors of a Magnifico”), algo natural teniendo en cuenta que en El idilio americano Santamaría había señalado -vía Harold Bloom- a la poesía de Stevens como el punto de engarce entre el antiguo sublime y el contra-sublime perseguido. El modo de operar esa mutación también está explicitado en La vida me sienta mal, al hablar de Jean Paul: “lo sublime se ridiculiza hábilmente a través de la contraposición de elementos altos y bajos” (p. 73), algo fácil de localizar en YCE: “observamos, / sin hablar, a aquel que camina hacia el muelle / como si el mundo al que hubiese declarado su deseo / se mantuviera unido por un hilo / que sólo él pudiese manejar. / Le seguimos durante unos segundos. Cierra el paraguas.” (p. 41). Como en la mejor poesía romántica, el sujeto poético de YCE está disuelto, y esta revuelta contra el yo está declinada majestuosamente en el poema “El regalo”, que comienza con el yo elocutorio viéndose reflejado en el cristal de la ventana, para traspasar su imagen de forma inmediata y centrarse (descentrarse) en el paisaje detrás de ella. El egodismo queda trascendido, traspasado, y el sujeto lírico se dedica a mirar y recrear cuanto acontece más allá de su espacio íntimo: “sube la persiana: eso es el mundo” (p. 54). Callar al yo, he ahí la relevante lección a retener.

Otra dimensión interesante del poemario, en la que quizá pudiera haber (arriesgo) un intento de retorsión / reescritura / deconstrucción de Machado, es su vertiente geográfica o geolírica, pues comparecen citados una serie de paisajes castellanos, esparcidos en el camino entre Torrelavega y Salamanca (coordenadas vitales del autor), en los que también se intenta la puesta en almoneda del sublime espacial, asunto medular de El idilio americano. Santamaría parece optar aquí también por suética de la proximidad y ofrece un retrato con máximo “zoom” de acercamiento, limitado a donde alcanza la vista y horro de cualquier idealismo identitario o nacional. Las tierras dejan de ser metáfora de algo y se limitan a ser ellas mismas, desvestidas de ulterior significado (o limitado éste a significados cercanos, personales, íntimos) y carentes de proyecciones noventayochistas. Esta desaparición de las correspondencias es una constante dentro de Yo, chatarra, etcétera, de forma explícita unas veces (p. 39) y oblicua otras, encontrando el posromanticismo irónico de Santamaría suficiente mensaje en el aquí y en el ahora de la experiencia narrada o recreada, según casos, en el poema. Se cancela el idealismo exterior para dejar paso a un Interior metafísico con galletas (título de su anterior poemario de 2012), preñado de humanidad y consciente de su dignidad discursiva. Porque, al final, “todo sucede en el lenguaje” (YCE, p. 21), y esa declaración, grande y humilde a la vez, permite una casa para el ser y un hogar más que habitable para el lector.

[Relación con el autor: muy cordial. Relación con la editorial: ninguna]

[1] Mar Gómez en Carlos Gámez Pérez, “Mar Gómez Glez: ‘No me interesa contar la historia de mi vida sino explorar literariamente ciertos instantes misteriosos de la experiencia'”; Suburbano, 14/01/2016, accesible en http://suburbano.net/mar-gomez-glez-no-me-interesa-contar-la-historia-de-mi-vida-sino-explorar-literariamente-ciertos-instantes-misteriosos-de-la-experiencia/
[2] Hace poco se ha difundido que El Gaviero, la editorial de Yo, chatarra, etcétera, dejará su actividad a lo largo de este 2016. Es una pésima noticia la desaparición de este sello, que durante casi dos décadas ha dado a conocer a jóvenes voces interesantes y que ha difundido poemarios valiosos y muy diversos. La poesía española, que pasa por un buen momento creativo, pierde a pasos agigantados libertad y variedad editorial, persiguiendo la pluralidad de voces en un espacio cada vez más concentrado en menos manos.
[3] M. Peyrou, Niños enamorados; Pre-Textos, Valencia, 2015, p. 28.
[4] Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015, p. 519.
[5] Rosario Ferré, “De la ira a la ironía, o cómo atemperar el acero candente del discurso”, Sitio a Eros; Joaquín Mortiz, México, 1980, p. 193.
[6] A. Santamaría, La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo; El Desvelo Ediciones, Santander, 2015, p. 41.
[7] A. Santamaría, La vida me sienta mal, op. Cit., 57.

Vicente Luis Mora (Córdoba, España, 1970). Poeta, narrador, crítico literario y ensayista. También ha trabajado como gestor cultural y profesor universitario. Es el autor de títulso como Alba Cromm (Seix Barral, 2010), Subterráneos (DVD, 2006) y El lectoespectador Deslizamientos entre narrativa e imagen (Seix Barral, 2012), entre otros.

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