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Bombas en el sótano del Lido; por María Silvia Espinoza #EnPrimeraPersona

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Fotografía tomada por Leo Álvarez durante la manifestación opositora del 20 de mayo

Mi familia y yo nos levantamos temprano para asistir a la manifestación opositora “Somos millones”. Allí estuvimos hasta las 2:30 de la tarde. Hicimos un alto para comer algo. Justo  cuando volvíamos a la concentración, a la altura de El Rosal, un río de personas huía en estampida de la represión de la Guardia Nacional Bolivariana. Todo era gritos y humo blanco. Nosotros aún nos encontrábamos en el auto y no había paso para tomar alguna vía que nos sacara de la zona de peligro.

Decidimos entrar al centro comercial Lido y refugiarnos mientras la situación en El Rosal se calmaba. Cuando intentamos subir a la planta baja del centro comercial nos tuvimos que regresar casi corriendo, pues en las zonas aledañas al edificio se estaban dando enfrentamientos entre manifestantes y cuerpos de seguridad. La mejor idea parecía ser la de quedarnos en el sótano, lugar donde nos unimos a un grupo de siete manifestantes, entre ellos una madre junto a su hijo de aproximadamente siete años. Ellos también huían de las bombas.

La situación parecía tranquila, pues éramos pocos los que estábamos escondidos en el lugar. Se habían trancado los accesos al centro comercial. Un vigilante nos ofreció unas sillas y nos guió hasta un sitio donde había un pequeño ventilador. El calor era sofocante.

Cuando llevábamos media hora allá abajo, comenzamos a sentir, cada vez con más potencia, el efecto de las bombas. No era normal, tomando en cuenta el lugar donde nos hallábamos. Llegó un punto en que ninguno lograba ver nada. Solo podíamos refugiarnos en nuestras franelas. La sensación de incendio en los ojos y en la garganta era opresiva: ¡Los guardias habían lanzado las bombas hacia adentro del estacionamiento!

El niño de siete años lloraba aterrado. Era quien más nos preocupaba al ser el más vulnerable del grupo. Caminamos en varias direcciones para encontrar un lugar menos inundado por los gases, pero fue inútil. De pronto, ya no podíamos movernos del ardor y la asfixia. Los vigilantes nos confirmaron que efectivamente la Guardia Nacional “estaba arremetiendo contra el centro comercial”.

Del grupo de refugiados, nosotros éramos los únicos que teníamos el carro estacionado en el sótano. Mis padres, a pesar de estar muy afectados, corrieron a buscarlo. Se encontraba al otro extremo del estacionamiento. Mientras, el grupo de siete personas se retorcía. Yo apoyaba mi cabeza en el capó de un carro. Una de las muchachas nos roció una mezcla de agua con bicarbonato que había preparado en su casa. Sentimos alivio, pero el efecto de las bombas era superior.

Mis padres no llegaban y yo comenzaba a preocuparme. El dolor y el malestar se acentuaban. Eran momentos de incertidumbre. Empezaba a sentir que realmente podía asfixiarme en cuestión de minutos, pues al ser un estacionamiento no teníamos cerca una ventana o conducto alguno por el que entrase un poco de aire.

De repente sentí que un carro frenó cerca de nosotros. Eran mis padres. Nos gritaron que entráramos al carro. Y los ocho, que a duras penas podíamos abrir los ojos para situar la puerta, entramos uno por uno. No cabíamos tantas personas. Pero el miedo y la desesperación hicieron que el espacio no fuese un impedimento para protegernos del gas que había impregnado cada rincón del estacionamiento.

Lo importante era entrar rápido y cerrar la puerta, y así lo hicimos. El niño de 7 años había parado de llorar, estaba sentado en mis piernas y no articulaba palabra. Sentía su miedo. Luego de unos segundos recuperándonos, con la ayuda del aire acondicionado, pudimos volver a un estado soportable. Y ahí nos quedamos por casi dos horas. Diez personas en un carro, dando vueltas en círculos, y esperando una señal para salir.