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Bill Cosby y la inmunidad de las celebridades; por Aglaia Berlutti

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Hace unos meses, en medio escándalo que desataron las acusaciones de un grupo de mujeres que aseguraron haber sido violadas por el actor Bill Cosby, tuvo lugar un debate público sobre la credibilidad de las víctimas. El comediante Jay Leno comentó: “No sé por qué es tan difícil creer a las mujeres. En Arabia Saudí hacen falta dos mujeres para testificar contra un hombre. Aquí hacen falta 25”, haciendo una crítica directa a la cultura misógina de Occidente.

Para el público televidente estadounidense de varias décadas, Bill Cosby era considerado un referente de la paternidad. Fue el padre modelo del país durante más de medio siglo. Y su prestigio en algún momento fue más importante que los insistentes (y muy semejantes) testimonios de decenas de víctimas femeninas. Las acusaciones podían desvirtuarse de inmediato, siendo Bill Cosby  una víctima fácil para la extorsión y un escándalo público redituable.

En ese entonces hubo encendidas defensas sobre su honorabilidad: la actriz Woopy Goldberg, por ejemplo, se apresuró a brindarle su apoyo y de inmediato su caso se discutió como una sospechosa puesta en escena de un grupo de mujeres de dudosa credibilidad.

Mientras Cosby, con su sonrisa afectada de padre amado, se limitaba a guardar silencio, las mujeres que se atrevieron a hacer público un delito fueron señaladas por el ojo público. Se les criticó y cuestionó desde todas las perspectivas posibles. Una y otra vez se hurgó en el pasado, en el comportamiento y hasta en la apariencia de las víctimas. Todo sobre ellas fue motivo de ataques públicos, todo excepto la posibilidad de que ese hombre llamado Bill Cosby, encumbrado e idealizado durante décadas, hubiera abusado de ellas.

A todas las mujeres se les castigó con la hoguera pública típica de nuestro siglo: la burla y el escarnio a la privacidad, ahora expuesta, dolorosa.

No obstante, meses después, una sola palabra derrumbó el pedestal de prestigio que mantuvo a Cosby a salvo del aluvión de denuncias en su contra. Una palabra que no provino de ninguna de sus víctimas. Una palabra pronunciada por Bill Cosby: “Yes”.

Lo que no pudieron lograr veintinco mujeres ( finalmente el número de agredidas alcanzó treinta y ocho)  sucedió: la admisión del propio Bill Cosby de haber utilizado drogas y calmantes para violarlas. Y lo hizo en condiciones que no se prestan a equívocos: en 2005, Andrea Constand denunció a Cosby por abusar sexualmente de ella mientras se encontraba drogada por una sustancia que no pudo identificar y que el actor le suministró durante una cena a la que la había invitado. El caso, que no llegó a juicio gracias a un acuerdo económico extrajudicial, no llegó a rebasar el terreno de la confidencialidad legal. Al menos hasta que la agencia Associated Press acudió a la justicia para exigir la publicación de las investigaciones realizadas durante el proceso. La justicia estadounidense aceptó la petición y así fue como los documentos que se habían mantenido en riguroso secreto y anonimato pasaron a ser la última pieza en un tortuoso camino de acusaciones.

Cosby, siendo Cosby y no la mítica referencia moral de un país obsesionado con el heroísmo, fue el único capaz de destruir su propia leyenda.

En los documentos obtenidos por AP se incluye un interrogatorio donde Cosby admite que durante la década de los setenta obtuvo siete recetas del entonces popular sedante Quaalude. Y entonces ocurre el siguiente diálogo, recogido por el periódico español El País en una pormenorizada reseña sobre el caso:

 — ¿Se los dio a otras personas?
— Sí.
— ¿Se lo dio a otras personas sabiendo que era ilegal?
[El abogado de Cosby interrumpe]
— Le he dicho que no responda. Dio los Quaaludes. Si era ilegal, lo dirán los tribunales.
— ¿A quién le dio los Quaaludes?
[El abogado vuelve a interrumpir]
— Déjelo en desconocidas (Jane Does). No voy a ir más allá. Le digo que no responda más que desconocidas.
— Cuando obtuvo los Quaaludes, ¿tenía en mente dárselos a jóvenes con las que quería tener sexo?
— Sí.

Con este corto diálogo, el hombre conocido como el Padre de América no sólo demostró la verosimilitud de las insistentes acusaciones en su contra, sino algo mucho más controvertido y duro de asimilar: la capacidad de la sociedad para negarse a asumir la caída de sus propios héroes. Y, más peligroso aún, defenderlos en lo controvertido e insistir en protegerlos a pesar de cualquier evidencia.

Lo que no pudo hacer un grupo de mujeres, sólo pudo lograrlo Bill Cosby con una única e inequívoca palabra.

Después del testimonio de Constand, cerca de una decena de mujeres más declararon haber sido drogadas y violadas por Cosby. Lo hicieron de manera pública, algunas por vía judicial pero siempre con el mismo resultado: la burla, el menosprecio, el ataque al testimonio. Una agresiva estrategia de medios convirtió a un grupo de denunciantes en mentirosas y objeto de burla. Muy poca gente se cuestionó el hecho que la mayoría de las víctimas había decidido hacer público su testimonio casi tres décadas después de sufrir la agresión. Hasta que el mundo escuchó al comediante Hannibal Buress llamando violador a Bill Cosby. Ese chiste en una de sus rutinas humorísticas  — nada más irónico y doloroso — se volvió viral de inmediato y le permitió a más de cuarenta mujeres contar su historia y enfrentarse al monstruo que ahora Cosby representa.

La mayoría de los delitos de los que se acusa a Cosby han prescrito. Como comprobó Judy Huth, drogada y violada por él en el año 1974 y quien presentó una denuncia en Los Ángeles hace unos pocos meses. Ningún caso prescrito puede investigarse sin la colaboracón expresa de Bill Cosby, quien por su supuesto, continúa guardando silencio no sólo sobre este caso sino sobre todas las acusaciones.

Si él fue el único que pudo demostrar lo que cuarenta mujeres aseguraron durante años, al parecer también es el único que podría condenarse a sí mismo. Cosby sólo necesita quedarse callado  — como, de hecho, lo está haciendo —  para continuar en libertad y para demostrar que en su país ( y en buena parte del mundo)  la palabra o la omisión de un violador siempre será mucho más contundente que la de su victimas. Después de todo, el estado de California lo deja claro: la mayoría de los delitos sexuales deben ser denunciados antes de los diez años de los hechos o antes que la víctima cumpla cuarenta años. Una vez rebasada esa frontera cronológica —como si el abuso sexual sólo fuera un mal del cuerpo— la justicia carece de sentido, de valor e incluso de significado.

La revista The New York Magazine retrató a 35 de las 46 mujeres que fueron víctimas de Cosby, todas sentadas una junto a la otra, mirando hacia el hipotético público. Mirándolo y condenando directamente a la opinión pública que durante décadas protegió el prestigio del hombre que las violó. En la imagen hay treinta y cinco mujeres y una silla vacía, como denuncia a todas aquellas que durante décadas fueron violadas por segunda vez con el silencio, humilladas y aplastadas por las repercusiones de ser mujer y convertidas en víctimas en medio de una cultura donde un hombre puede ser un depredador sexual y disfrutar de los beneficios una figura pública reconocida.

Son treinta y cinco historias que demuestran que una mujer debe enfrentarse a esa percepción de la sociedad que asume la sexualidad femenina como pecaminosa y, con toda probabilidad, sospechosa. Incluso condenable.