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Belleza, por Fedosy Santaella

Para atreverse con la estética de lo feo, hay que tener buen gusto. Es decir, una cosa es la estética de lo feo, y otra, distinta, es la fealdad. La mera fealdad no tiene gusto y te vuelve insensible. Porque al final es un asunto de costumbre. Te acostumbras a lo feo, te vuelves insensible, y la insensibilidad es un agujero donde todo cabe, donde cualquier oprobio, donde cualquier demérito se multiplica. No estamos en los tiempos de la estética de lo feo, estamos en los tiempos de la fealdad a secas. Debe quedar claro: la belleza puede ser un enemigo mortal, porque puede llegar a convertirse en una suerte de manual de conducta, una suerte de ética, una suerte de imagen de orden y de perfección. Platón ya así lo manifestaba en El Banquete: el fin último de la belleza es el amor, entendiendo este amor como una armonía, como equilibrio en el alma del hombre. Así que cuidado, cuando hablamos de belleza no se nos tilde de superficiales. Con la excusa de esta falsa superficialidad el caos ha tomado nuestra casa. Y el caos, por supuesto, es más fácil. ¿Cuánto le toma a usted con su niño construir un castillo de arena, cuánto, una vez listo, le toma a los manganzones destruirlo? Un alma sensible se detiene a admirar el pequeño castillo; un alma criada en la ignorancia, va y se complace pisoteando lo construido. En el caos, la mediocridad se oculta. Lo feo se oculta y se justifica en el caos. El caos se me antoja así una masa proteica, una masa pesada con la propiedad furiosa del cambio, del ocultamiento, del disfraz. El caos es engañoso y, por lo general, suele disfrazarse de ligereza, de humanidad. «Todos cometemos errores, todos somos humanos». Hay allí una impostada sabiduría, una tramposa y conveniente tranquilidad o paz de alma. Un Presidente se cae de la bicicleta: no pasa nada, todos somos humanos. La caída es la destrucción del gesto cultural; un gesto más que contribuye a la insensibilidad generalizada. Porque en la caída no hay belleza. Es decir, no es la caída en sí, ni tampoco su burla, sino lo que significa. Tras ella no hay ánimo de perfección, de armonía, de verdad, de belleza, de amor. Tras esa caída se oculta un discurso, que es el mismo discurso incluso que se está aplicando a la lengua, a nuestra lengua castellana.

Hay intentos, cómo no, de implementar cierta belleza revolucionaria. Una belleza de la «fiesta», de la proxemia o de la sociabilidad, tal como la quieren pensadores europeos enamorados de Latinoamérica como Michel Maffesoli. Es una belleza periférica y malamente justiciera que está en ciertas ideas propagandísticas. Es una belleza tercermundista que intenta ser autóctona cuando está, vaya paradoja, totalmente globalizada. El afro, los dreadlocks, la piel canela o negra, las telas también africanas y/o indígenas, collares santeros, sandalias. Una estética cirquera que es en realidad una belleza United Colors of Benetton, y a la que rodea un paisaje urbano caótico, arcaico y al mismo tiempo contemporáneo (como lo ve Maffesoli), o en ocasiones absolutamente rural, utópico; un sembradío de esos que algunos revolucionarios se han ido a inventar y del que se han regresado con las tablas en la cabeza— para cuando llega la Navidad, a la búsqueda de la seguridad de mamá y de las hallacas —y adiós sembradío revolucionario. Pero esta belleza publicitaria dura un ratico o existe sólo en los medios como parte de la ilusión de ese caos o de esa fealdad proteica de la que hablamos. Es decir, la realidad es otra. La realidad es el tirabuzón, el tornado. Las evidencias están afuera. Nada se construye, nada se piensa para el agrado de la vista y del espíritu. No hay estética. La emoción colectiva, compartida (eso que es la estética al fin y al cabo), no es la de una búsqueda de equilibrio o de armonía, es la de la confusión, es la de la mera fealdad. La revolución, hija lamentable de la modernidad y como la modernidad misma, busca derribar todo lo preexistente, destruir la estética anterior. En 1961, Fidel Castro declaró sobre un campo de golf —símbolo de la burguesía— que se haría allí la Escuela Nacional de las Artes. A toda velocidad se empezó a trabajar el proyecto; a la velocidad imperiosa, dictatorial de la revolución. La escuela nunca se terminó, y está allí funcionando a la mitad, mal funcionando.

En el caos revolucionario nada se termina, en el caos revolucionario no existe una estética que defina y culmine. Donde no existe estética, nadie sabe lo que quiere, nada puede ser terminado. Y prestemos atención a esta última frase: donde no existe estética nadie sabe lo que quiere, y por ende, nada puede ser terminado. ¿Qué más remedio queda? Pues la fealdad, en la fealdad todo es más fácil y, una vez más, conveniente: quien está en el poder y no sabe más que destruir buscando algo nuevo que no sabe manipular, tiene por lo menos la inteligencia de sembrar el caos para engendrar insensibilidad (mientras todo se resuelve y lo nuevo llega por arte de magia). La insensibilidad no piensa. Quien no piensa, se deja llevar. O piensa el caos disfrazado de discurso (recordemos que el caos es proteico). ¿Ese discurso qué dice? «El pasado es malo, es feo. Es feo. El futuro lo estamos haciendo desde abajo, desde nuestras raíces, desde nosotros mismos, desde antes de lo impuesto, desde cero, desde el caos, desde la nada. Lo bello pues vendrá algún día.» El problema es que lo bello no termina de llegar y reina cada vez más la fealdad.

Necesitamos belleza, esa belleza que es armonía, necesitamos compartir emociones constructivas, necesitamos una estética que nos inspire respeto, orgullo, armonía, equilibrio. Esa es la belleza que necesitamos hoy en día.