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Alfredo Sadel: aquel cantor, estos públicos; por Naky Soto

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No recuerdo a quién le escuché decir que a medida que envejecemos volvemos a hacernos niños. Los adultos mayores vuelven a ver lo cotidiano con criterios más sencillos, y la urgencia de sus necesidades, que pueden ser interpretadas como majaderías, solo corresponden a la ilusión que les proveen algunas tareas y la resistencia que les generan otras, que no por ineludibles ganan gratitud, desde el consumo de vegetales y píldoras, hasta el control del azúcar.

Diré entonces que esta audiencia estaba constituida por adolescentes, de unos 75 años como edad promedio, y con una notable desproporción de género a favor de las damas. Admiro mucho la estética de esa generación, preocupada en los detalles, con prestancia en el desplazamiento, a pesar de los bastones que sustituyen hoy sus pasados tacones. Ya sentadas, la imagen de sus cabezas blancas sobresaliendo del borde de las sillas daba para una fotografía hermosa, como ellas, como sus manos, donde el esmalte de rojos clásicos, es capaz de distraer el imperio de sus venas sobresalientes. Zarcillos, collares, pulseras, broches, anillos, un ajuar de perlas y otros materiales modestamente iridiscentes. Y esa regla maravillosa de combinar cada elemento de su vestuario, e, independientemente del resto del maquillaje que se hubiesen aplicado, todas, absolutamente todas, usaban colorete y labial.

Mi mamá estaba preciosa. En el carro tarareó “Escríbeme”, una de sus piezas favoritas. Mi papá nos volvió a narrar una entrevista en la que Plácido Domingo afirmaba que ningún otro intérprete había logrado cantar “Granada” como él. Plácido Domingo, repetía. Los cuentos sobre sus dotes de serenatero y seductor no faltaron en la antesala. Es que era tan bello, nos dijo una doña a modo de excusa por esos cuentos. Mi marido murió sin cantar bien ni el cumpleaños feliz, dijo otra que hizo reír al pequeño grupo con el que ingresamos a la sala.

“Aquel cantor” es una historia bien narrada, y lo es, justo por las voces que construyen el relato. Su hermosa tía Josefina Luna; artistas como Aldemaro Romero, Simón Díaz, Plácido Domingo o Emilita Dago, talentosos hombres como Carlos Cruz Diez y Jesús Rosas Marcano. Son testimonios que reconstruyen la vida de un ciudadano ejemplar, vinculado a causas justas, un artista que se erigió a sí mismo, regalándole a sus contemporáneos ese raro fenómeno de sentirse orgullosos de alguien cercano, posible y por ello conocido. Tras 25 años de su ausencia, rememorar inclusive el concierto que realizó en el recién estrenado teatro Teresa Carreño es emocionante: Ustedes saben por qué estoy aquí, necesitaba verlos, dijo Sadel al presentarse en el escenario. Llorar de alegría en estos días es una cosa rara.

La generación de Sadel es probablemente la que ha gozado del registro más amplio y nutrido de avances tecnológicos, desde el imperio de la radio que demandaba interpretaciones en vivo -retando a los artistas a probar una y otra vez sus talentos- hasta un Ipod donde puedes reunir toda su discografía en 2GB de memoria. Y así irás repasando el valor de los discos de vinil, el alcance de la televisión, el comportamiento de sus fanáticas —sin duda más elegantes que las de Justin Bieber, pero igualmente febriles— y ese logro invaluable que supuso el contraste entre lo popular y lo clásico, acercando a muchos a escuchar obras que de otro modo no hubiesen conocido.

A diferencia de lo que suele ocurrir con una película normal, el almuerzo reunió comentarios sobre nuestras emociones viendo el documental, no la historia ni el guión, sino cuándo se nos aguaron los ojos, qué recordamos al ver a tal personaje, lo linda que sonó una canción u otra. Nuestros adolescentes —mis padres— nutrieron de detalles la Caracas de esos tiempos, sus memorias se cruzaban para un relato más profundo del país que les permitió formar su familia, traer a la mesa a un hombre que narrado desde las memorias de quienes le conocieron personalmente, constituyen un trozo maravilloso de esa Venezuela que ahora nos resulta tan lejana.

Escuchar la historia de este hombre, cuya belleza trascendió sus registros vocales, y que contribuyó a mucho más que la cristalización de romances en el pasado, es importante. Así, la próxima vez que alguien les diga “¡Vamos a la Sadel!”, sabrás a quién se honra en esa plaza, por qué tiene tanto sentido que manifestaciones democráticas o vítores artísticos se reúnan allí, por qué aquel cantor es una noble referencia a una Venezuela hermosa, una que seguimos siendo, aunque a veces no sepamos cómo reunirla, narrarla, expandirla.

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