- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

A propósito del Premio Nobel de Literatura // Modiano no cree en Hemingway; por Oscar Marcano

En este texto, publicado originalmente el 15 de junio de 2009, Oscar Marcano, escritor venezolano y parte del equipo de Prodavinci, hace una aproximación al universo literario de Patrick Modiano, galardonado con el premio Nobel de Literatura 2014. Su recorrido pasa por la magistral Calle de las tiendas oscuras (Premio Goncourt 1978) en una edición hecha en 1980 por Monte Ávila; ese «libro contra el olvido» titulado Dora Bruder (1997), En el café de la juventud perdida (2007) y una breve mención a Un pedrigrí (Anagrama, 2004). En ocasión del premio, hoy volvemos a compartir este texto con los lectores de Prodavinci.

***

Modiano no cree en Hemingway; por Oscar Marcano 640

Con el falso prejuicio de que provenía del cosismo, la Escuela de la mirada y la creencia absurda de que era un adepto tardío del Nouveau roman francés, me estuve perdiendo miserablemente a Patrick Modiano.

Se lo medio comenté a Alejandro Oliveros en Barquisimeto, en la reunión del grupo Jirahara.

Creí tener una vieja lectura, entiendo ahora que frívola y apresurada, de su magistral Calle de las bodegas oscuras, devenida en Calle de las tiendas oscuras (Premio Goncourt 1978), en la edición de Monte Ávila (1980). De cuando Monte Ávila era Monte Ávila. Pero me he hecho, gracias a los ajetreos de Magdalena y Andrés Boersner por Barcelona, de su Dora Bruder (1997), «un libro contra el olvido», como lo estigmatizara Norbert Czarny en La Quinzaine Literaire. Ignoro si hay otra edición en español. Yo tengo la de Seix Barral del 2009, con prólogo del modianista Adolfo García Ortega.

Su efecto ha sido tan convulsivo, que he corrido en busca de su última entrega, En el café de la juventud perdida (2007). El ejemplar me llega de Bolivia, a través de ese útil dispositivo (especial para países sumidos en el aislamiento y la pobreza neototalitaria) que llaman muchoslibros.com.

El descubrimiento de estas dos magníficas novelas me ha llevado a la relectura de Calle de las tiendas oscuras (Anagrama, 2009) y al encuentro de Un pedrigrí (Anagrama, 2004), la cual ha terminado siendo no una novela sino una suerte de fragmento autobiográfico, piedra angular de muchos de sus escritos, entre otras cosas porque al contar en ella su infancia, adolescencia y temprana adultez, da velada cuenta de su dolor.

Calle de las tiendas oscuras

Al volver sobre este texto me convenzo de que jamás lo he leído.

Me sorprende el hecho de que tenía apenas treinta y tres años cuando se lleva el Goncourt.

Es una novela magnífica. Pero decir esto resulta una bolsería cósmica, un lugar común: si efectuamos la más mínima pesquisa, descubrimos que cada una de sus obras es considerada por uno u otro crítico «la mejor» de su autor. Guy Roland, un detective que ha perdido la memoria y cuyo nombre ni siquiera es su nombre, acomete la búsqueda de su identidad, colectando aquí y allá las piezas de su propio rompecabezas, a partir de una tímida fotografía. Ese no tan simple planteamiento inocula en el lector tan firme arco dramático, que hace que la obra lo siga a uno día y noche en sus quehaceres.

Casi toda su narrativa se sustenta en la búsqueda o reconstrucción de algo, y ese algo nos refiere indefectiblemente a una carencia biográfica: la precaria calidad de relaciones de su familia, expuesta en Un pedigrí.

Hijo de una actriz belga de segunda y de un comerciante ilegal de ascendencia judía que, paradójicamente, jamás llevó la obligatoria estrella de David amarilla del lado izquierdo del pecho durante la ocupación, Modiano pasó su infancia y adolescencia en internados. La autoficción cuenta que, rechazado por sus padres, el joven Patrick transcurrió buena parte de su temprana vida relacionándose con sus progenitores sólo en el corto tiempo de las vacaciones escolares. Desde el principio tuvo clara conciencia de que representaba una carga para ellos, cuyas vidas se habían apartado para tomar cada cual su rumbo cuando el autor era un niño. Y ese borrón, ese vacío afectivo, lo ha movido a una constante indagación de sí mismo y de sus afectos, así como de la imagen femenina.

En sus novelas resalta la preservación del misterio como denominador común. Al punto que Calle de las tiendas oscuras es considerada hasta por él mismo como una novela negra, de la cual afirma que “en el fondo es onírica, no es nada realista”. Sus personajes se mueven como siluetas espectrales sin núcleo ni componente sólido, acuciadas por un móvil ansioso en un océano de incertidumbre. Aún así, el autor no traiciona ni a éstos ni a la historia; por el contrario, los afirma y consolida en medio de una tensión perpetua.

Dora Bruder

Este trabajo reconstruye la vida de una joven cuyos padres publican un desesperado anuncio el 31 de diciembre de 1941 en el diario Paris-Soir, anunciando su desaparición, tras fugarse de un colegio de monjas. Nueve meses más tarde, el nombre de la muchacha aparece en la lista de deportados al campo de exterminio de Auschwitz.

Pero ese no es el quid. Como muchos, soy reacio al empalagamiento de la literatura y el cine del llamado Holocausto. Y no por propalestino o antijudío. Cada vez lamento más y entiendo menos la escabechina mutua en el Cercano Oriente. La dentera se debe al abuso, al desbordamiento y a la manipulación ideológica y crematística con que medra en el tema la empresa hollywoodense. Corresponde a la crispación por exceso: a lo que Baudrillard llamaría muerte por proliferación.

Dora Bruder es otra cosa.

Aunque el autor entreteje la vida de la joven con la suya propia (su padre, Alberto Modiano, era descendiente de una familia de judíos italianos instalados primero en Grecia, emigrados luego a Venezuela* y posteriormente a Francia), la pieza goza de un resguardo y contención impecables. Es lo que parece sustentar su conciencia narrativa. Dice lo que tiene que decir en pinceladas breves y certeras, sin especulaciones y con la debida delicadeza, provocando una atmósfera conmovedora.

El primer capítulo es una joya. Abre el apetito con astucia. Probablemente sea el más literario del libro, el mejor pensado en términos de técnica y ars narrativa. Todo el trabajo de restauración de vidas paralelas, tanto la del narrador (amén del crápula de su padre), como de la tríada (Dora y sus progenitores), mantiene un punto de inflexión constante. Lo mejor que he leído en los últimos meses, probablemente junto a Chesil Beach de Ian McEwan. La obra adolece de la sugestiva extrañeza del escueto sentimiento francés contemporáneo, tan palmaria en su cine de finales exiguos. De ahí que no se prodigue, que no se arborice ni sucumba a la tentación erudita. La prosa se mueve en la cotidianidad de los días de la ocupación, maniobra con el tema del colaboracionismo e incluso brinda información fructuosa con un distanciamiento fascinante.

Es de hacer notar que Patrick Modiano no vivió la ocupación: nació en 1945. Pero el tema es una constante en sus obras, que son veinticinco a la fecha y se han traducido diecinueve al español.

En el café de la juventud perdida

Bella, bellísima y cautivadora historia ambientada en el París de los años sesenta, en el ensueño de sus acogedoras calles y en el infundado café Le Condé, donde los personajes, cuatro hombres hechizados, asperjan sus miradas en gratuita fascinación hacia el objeto del deseo, la indescifrable Louki, la joven solitaria y adúltera, incursa en drogas e hija de una empleada del Moulin-Rouge.

Conmociona y atrae esta breve obra, considerada en su momento la mejor novela francesa del año por la revista Lire, la cual nos trae noticias de la deriva de una juventud cuyo drama apenas se pespuntea y simultáneamente configura el detonante de un desenlace inesperado. Conforma, además, la inédita acuarela de una desolada bohemia parisina. Una bohemia hecha de remembranzas, nubosidades, sensaciones. Felizmente, Modiano habla en este texto de las “zonas neutras” de París, lugares difíciles de describir, agujeros brumosos, que conllevan al lector a los ríos metafísicos de Cortázar. Ideal para los amantes de una ciudad que inventó Murger, desempolvó Miller, y que al irse afilando (y agringando) se fue para no volver.

No son, definitivamente, las de Modiano novelas para ese lector laxo y comodón que pulula en estos tiempos de influenza porcina, que suele considerar bueno un libro porque lo pudo terminar. Les puede resultar un tanto cuesta arriba a los amantes de Ruiz Zafón o a los groupies de los locutores, ahora lanzados a “escribir”. Olvidémonos también de la punta del iceberg. Modiano no se conforma con Hemingway. A la hora de conceder, el escritor no regala nada. No entrega al lector ni solo un cubito de hielo.

***

* Modiano da cuenta del paso de su abuelo por nuestro país en Un pedigrí. Nos lo muestra en Margarita, en el negocio de las perlas, luego en Caracas al frente de un bazar, antes de instalarse en París en 1903.