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#7M Cuando la música se manifestó contra la muerte; por Willy McKey

Fotografía de Andrés Kerese

Fotografía de Andrés Kerese

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Magdalena Fernández. Tengan este nombre a mano. Es la mujer que va casi en el centro de un grupo de artistas plásticos y visuales que lleva la pancarta más llamativa de la concentración. Se acomoda un mechón que se ha vuelto blanco antes de tiempo y el rectángulo de tela cambia de altura. Uno de sus compañeros señala a un rústico blanco sin identificación que forma parte del último grupo de automóviles que superan el semáforo que dirige el tráfico que sube desde Bello Campo hacia la Av. Francisco de Miranda. Quien lo conduce va más despacio que el resto. Logra quedarse rezagado y convierte aquellos versos de Blades en epígrafe: “No tiene marcas, pero to’s saben que es policía”. Termina de cruzar justo antes de que la concentración empiece a avanzar en dirección oeste, hora y media después de la convocatoria, como ya empieza a ser habitual.

Hoy Caracas se mueve en apoyo a los músicos. La cantidad de creadores, escritores, gente de tablas y artistas es enorme. Desde el primer paso la marcha empieza a sonar. Es un repudio desde el arte contra la violencia, contra la represión, contra la muerte.

Todos entienden que la represión ha sido la culpable del asesinato del joven Armando Cañizales, un violista perteneciente a eso que en Venezuela se conoce como “El Sistema”. El lamentable suceso ha adquirido una relevancia simbólica, sumándose al duelo por otro muchacho: Juan Pernalete. No es poco relevante lo que pasa en las calles: los asesinados ya son más de treinta.

Hay duelos resonantes: decir un nombre es decirlos todos. Y hoy se trata de sonar, pero sonar no siempre es un sinónimo del festejo.

Vinieron muchos músicos. Muchos. Las primeras melodías que son reconocidas por las voces colectivas revelan la naturaleza de esta avanzada: creadora y en contratiempo.

La gente canta.

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Salvo algunos efectivos de la policía municipal de Chacao y varios de Protección Civil, no hay ningún cordón de fuerzas públicas trazando alguna deriva. Un adolescente se acerca a una señora y le pide algo de dinero “para la resistencia”. El muchacho tiene una franela extra enrollada en su brazo izquierdo y los ojos rojos. Muy rojos. “Toma, ¡pero cuidado con una vaina! Miren que hoy la gente vino con sus niños”, le responde con doscientos bolívares en cuatro billetes de cincuenta. Él los cuenta y los transforma en un cilindro que va a parar en el bolsillo de un short de surfista, visiblemente dos tallas más grandes que la suya. Se le queda viendo a un niño que pasa en una bicicleta de plástico rígido y muchos colores por el otro lado de la avenida. Salta la baranda con doscientos bolívares más, pero su proeza atlética pasa desapercibida. El pequeño ciclista se ha convertido en el centro de todo: sonríe cuando le piden que pose para una foto, pero se concentra cuando le recuerdan que vea hacia adelante. Su vuelta al esfuerzo de pedalear aparece cuando ve que el carrito del heladero lo supera. Aquí cada quien decide contra quién compite.

Fotografía de Andrés Kerese

Fotografía de Andrés Kerese

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Cuando el grupo que iba encabezando la marcha pasó frente a las obras en construcción que están antes de la Plaza El Indio, en Chacao, hubo una escena singular. Más bien una reacción distintiva y propia de la manifestación de este día: cuando pasó al trote el primero de esos improvisados batallones de jóvenes encapuchados no hubo alboroto, no recibieron esos aplausos cada vez menos habituales en sus avances por la autopista. Más adelante, cuando la marcha iba por el legendario edificio Galerías Miranda, el líder de los muchachos con el rostro cubierto ralentizó el paso, como quien espera una reacción que no llega. Incluso, el tercero de la fila empezó a hacer sonar su improvisado escudo, mientras el segundo aleteaba y veía alrededor, como cuando los jugadores de baloncesto buscan el apoyo en sus fanáticos. Nada. Ya a la altura del restaurante Don Corleone, la fila se vio forzada a desviarse de lo que hasta ayer era su carril exclusivo: el rápido.

Fernando, uno de los muchos cuatristas presentes en la manifestación, había concentrado a su alrededor a un grupo de personas que lo acompañaban en una versión coral y asfaltada de “La grey zuliana”. El grupo, entusiasmado con el canto, no se apartó ante la avanzada de la inflamable juventud. Se detuvieron, intercambiaron algunas palabras con esa gaita vieja pero terriblemente vigente como soundtrack y se fueron hacia la silenciosa acera, sentándose en el suelo justo delante de la santamaría de una piñatería.

Fotografía de Andrés Kerese

Fotografía de Andrés Kerese

Es probable que la infantería tenga que verse forzada a tomarse el día libre: hoy no hay apetito para el humo.

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Aunque esta protesta pretenda un recorrido tan corto como el que lleva a la Plaza Alfredo Sadel, el recuerdo de la lacerante represión del 3 de mayo todavía escuece. Se siente la tensión al girar hacia El Rosal. Ahí fue donde se tendió la emboscada, pero un grupo de artistas se ha adelantado y desde hace rato hacen una suerte de pared de guardia en cada uno de los elevados que deben ser atravesados por debajo para poder llegar a Las Mercedes. “Quizás esto también haya que hacerlo en la marcha de mañana”, dice una de las muchachas del equipo del diputado Miguel Pizarro.

Una de las virtudes del arte es su capacidad para adelantarse.

Pizarro alguna vez formó parte de una agrupación de rock, “casi punk”. Es una parte pequeña en los recovecos simpáticos de su biografía, junto a toda su formación política. Un cuatrista se le acerca y le suelta los acordes de “Tin marín”, la canción que Alí Primera escribió a la memoria de unos músicos que fueron arrastrados por la corriente. El diputado se la sabe y, mientras la canta, le pasa el alcalde de Sucre, Carlos Ocariz por el lado derecho. Él y su equipo avanzan con más velocidad. “Tiene que cuadrar algo con el alcalde Blyde y ya está en la plaza”, dicen mientras el grueso del grupo pasa por debajo del elevado. En esa breve caverna, la gente aplaude, silba, suena. No es que canta ni que celebra: suena. El barullo podría parecer un alarido caribe, de esos que hombres y mujeres casi desnudos soltaban antes de una guerra o durante un duelo. “¡Esto debería ser una marcha en silencio, coño!”, reclama un muchacho que viste una franela son el escudo de su universidad. “Tranquilo, hermano, que la gente sabe que esto no es una fiesta… pero no le puedes pedir a todos estos artistas que no suenen: coño, es su idioma”. El diputado le pone la mano en el hombro al estudiante y, con apenas un gesto, le hace entender al muchacho del cuatro que la canción de Alí pueden terminarla más adelante.

Arriba, en el elevado, una pancarta enorme, negra con letras blancas, es soportada por gente de teatro. La tela dice #NoMásAsesinatosEnVenezuela. Andrés Schoelter, concejal del Municipio Sucre, se la señala a alguien de su equipo y una persona más vuelve a decir “Eso de tener gente ahí desde temprano puede ser útil para mañana”.

El arte y su capacidad para adelantarse.

Fotografía de Andrés Kerese

Fotografía de Andrés Kerese

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Magdalena Fernández, habíamos dicho, sigue sujetando la pancarta en dirección a la Plaza Alfredo Sadel, junto a nombres como Isabel Cisneros, Lorena González, Oscar Lucién, Ricardo Benahim, Rosa Virginia Urdaneta. Sin embargo, Magdalena será la única que reconozca como suyas las dos esferas que se dejan ver a lo lejos y marcan el lugar de destino. Durante los últimos días de Henrique Capriles Radonski como Alcalde de Baruta, en 2008, se inauguró esa plaza con una obra de Magdalena Fernández como protagonista, una pieza con dimensiones monumentales, enorme y urbana, pero inconclusa. Cuando fue pensada para ese lugar, una hilera de inclinados mástiles metálicos iba a conformar una suerte de muro penetrable por los peatones, señalando el final de la plaza que iluminaban sus cromáticas esferas luminosas en lo alto. Alguien decidió conformarse con levantar los dos extremos de esa pared que ya no es. Y hoy, una vez más, Magdalena camina hacia su obra inacabada. Quizás sirva como una poderosa metáfora de esta lucha que los artistas manifiestan justo ahora: enorme, aunque inconclusa. Aun así, muy cerca, en uno de los escasos círculos de sombra que dan los árboles de la plaza, hay un hombre. Luce agotado. Lleva a su hija menor a caballo en los hombros y carga el estuche de la guitarra de su hijo mayor, quien acaba de devolvérsela e irse con el mandado de comprar un agua para su hermana. Cuando el padre decide bajarse a la niña de los hombros, la muchachita lo alerta “¡Mira, papá, una luna!” y señala la obra de Magdalena. “Una luna”, no “la luna”. “Sí, Diana. Una luna”. La niña se llama Diana. Otra luna.

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Rafa Pino y Edward Ramírez caminan encompichados. Los creadores de El Tuyero Ilustrado están terminando una gaita. Y eso los obliga a quedarse un poquito rezagados: necesitan escucharse. Aceleran el paso cada vez que se ven cerca del grupo de mujeres que lleva una pancarta donde se lee SOLIDARIDAD, el nombre del movimiento que hizo de Lech Wałęsa un referente global antipoder. Eso significa que van muy atrás y tampoco es que quieren perderse del grupo.

“¡Emergencia nacional / y es culpa de la derecha!” Aunque controlen las flechas/ y los arcos por igual./ OLP, CLAP y MERCAL / (para el control ciudadano)/ ¡Eso es pura paja, hermano,/ en esta crisis tan vil!/ Pero se aprueba un fusil/ para cada miliciano”

El fotógrafo Andrés Kerese se entusiasma con los coros. Terminan de repasar la gaita justo en la entrada de Las Mercedes, cuando se encuentran con Héctor Molina y un cuatro más. Muy cerca de ellos, el historiador Tomás Straka se percata de un mal chiste, una pésima alegoría: estacionado justo en la esquina que viene de la Av. Río de Janeiro, está un vehículo funerario que tiene las palabras “Sólo personal autorizado” rotuladas en el vidrio del copiloto. “La muerte como que de vez en cuando necesita autorización”, dice Straka desde sus casi dos metros de estatura con perspectiva histórica.

Fotografía de Andrés Kerese

Fotografía de Andrés Kerese

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Detrás de la elevación que sirve de tarima, en una suerte de acalorado backstage, el alcalde Gerardo Blyde colabora con el orden. Ya Freddy Guevara había hablado y hasta cantó el arranque de “Venezuela”, esa canción que varios le atribuyen a Conny Méndez. María Teresa Chacín arrancó un aplauso parejito, pero todavía son muchos los artistas que desean subir, así sea a decir unas palabras o cantar algo. Pronunciarse. Aquiles Báez es quien dirige a los músicos que conforman la agrupación que suda y resiste el entusiasmado desorden: Miguel Siso, Eric Chacón, Héctor Hernández y Edward Ramírez. La productora Adriana Nunes, con la intención de coordinar los avances, apunta en un cuaderno quiénes son y en qué orden pasarán. Hay una consciencia política singular que se refleja en la seriedad de quienes se apretujan detrás de las cornetas, tanto que la animadora hace un chiste sobre el hecho de que Tomás Vivas decida quitarse la franela antes de cantar y no encuentra complicidad en ellos. Escalones más abajo, detrás del grupo de gente que se saca fotos con Henrique Capriles, el humorista José Rafael Briceño se sorprende con el chiste cuando lo escucha. Un mohín en su cara resume su opinión. De inmediato, durante los últimos versos del pasaje que ha decidido cantar el ahora descamisado Tomás, se incorpora el periodista Roland Carreño. “Bien variopinto esto, ¿no?” Muy cerca del lugar donde descansa el director de teatro Orlando Arocha, la cantautora Laura Guevara toma con su teléfono un registro que sumará a la manera en la que ha decidido documentar su participación en las acciones de calle. Termina el pasaje y Carreño aprovecha el aplauso para presentar a la maestra Lía Bermúdez, quien consigue un silencio atento para cada palabra. “¡Coño, Lía Bermúdez!”, se dice el papá de Diana a sí mismo. Bettsimar Díaz, la hija de Simón, prepara lo que quiere decir muy cerca de su sobrino, al tiempo que pregunta algo sobre su moto. A su lado, Williams Mora y un grupo de amigos cantan una fulía cortica pero con sustancia, mientras en la tarima Tabaire Díaz se acomoda para cantar. Ella decide recordar el duelo, subrayar que eso que nos convoca no debe decantar en un concierto más. Reconduce la corriente y, en las primeras de cambio, los animadores piden un minuto de aplausos para los caídos. Ahora canta Marina Bravo. Llega la rectora de la UCV. La tarde avanza. Uno por uno van tachándose los nombres en el cuaderno de Adriana. Gerardo Blyde entiende que todo está en sus rieles y camina en medio de la gente hacia una esquina privilegiada, cerca del Tolón. OneChot es quien levanta la cinta de seguridad para que el alcalde pase y luego se mantiene derechito y esperando su turno, al lado de los cuatristas y de Coquito. Betulio Medina rompe con una gaita a La Chinita y Laura Guevara se prepara para cantar una suya. Edward Ramírez y Rafa Pino cantan “El Aguacate” y pocas letras fueron tan apropiadas. Siguen sonando.

Variopinto esto, es verdad. Y eso es bueno.

Fotografías de Andrés Kerese

Fotografías de Andrés Kerese

Las sentidas palabras de los padres de Armando Cañizales fueron capaces de afinar cualquier emoción que quedara suelta. Y luego el “Alma Llanera” cantada al unísono como la melodía utilizada por las familias venezolanas cuando quieren que algo se termine, que cese, que pueda venir el silencio a quedarse un rato en nuestras cabezas, al menos el tiempo suficiente para reconocer que no es la rabia ni la venganza el paso que viene. Y, cuando eso pase, es seguro que habrá otra música, una que nos recuerde que la Justicia debe ser ciega, pero no sorda.

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