Artes

Algo más que una violación de sanfermines; por Domenico Chiappe

Por Doménico Chiappe | 18 de noviembre, 2017
Fotografía de Sam Nasim / Flickr

Fotografía de Sam Nasim / Flickr

En la principal cafetería de la Universidad de California en Berkeley, una exposición artística centraba el foco en un par de zarigüeyas disecadas. Hacía referencia a los casos de abusos sexuales frecuentes en las noches de fiesta de los campus, y que comenzaban a ser denunciados, allí y en otras universidades. Uno de las principales argumentos para desmerecer la denuncia o absolver a los violadores se sostiene en la escasa defensa de la mujer. Lo cuenta bien Jonathan Franzen en Libertad (Freedom). Una de sus protagonistas, Patty, sufrió abuso sexual durante una fiesta de juventud temprana. Había bebido, salió del lugar por su propia voluntad con un hombre que, una vez solos, la violó usando, más que la fuerza, el peso de su cuerpo. No la golpeó, la inmovilizó. Ante la inutilidad de una defensa, optó por la pasividad. De ahí el símil de la zarigüeya (Didelphis virginiana): ante el peligro, se hace la muerta. En inglés es común escuchar “play possum”, algo así como hacer una zarigüeya.

En biología este comportamiento se conoce como tanatosis. Busca engañar a los depredadores (felinos, en el caso de la comadreja) para sobrevivir. Y se utiliza el término en Estados Unidos para los casos de violencia machista en que la mujer, conocedora de que está en desventaja ante un enfrentamiento físico, y que la resistencia, además, empeorará las cosas, desiste la oposición violenta, se encierra en sí misma mientras su cuerpo es profanado. Opta por la sumisión como método de defensa vital.

Cuando Patty le cuenta a sus padres lo sucedido y juntos analizan las posibilidades de denunciar al estudiante, surge la criminalización de la víctima: ¿te defendiste? ¿Le dijiste claramente que no? Luego la amenaza: indagarán en tu vida, te escarmentarán. Patty desiste, se conforma con unas excusas y con resguardar su magullada intimidad.

En Pamplona, cinco hombres se acercaron a una chica solitaria en la madrugada de los sanfermines (alcohol y desinhibición) y ganaron su confianza con engaños (acompañarla a su coche) y en el camino la acorralaron y amedrentaron, para después meterla en el interior de un edifico, donde la forzaron. A la joven de 18 años no sólo la obligaron a mantener relaciones sexuales con cada uno de ellos: la esclavizaron durante esos 19 minutos para que fuera el recipiente de sus fantasías abusivas. Y filmaron; breves vídeos de teléfono.

Para llegar hasta tribunales por un caso de violación hace falta mucha valentía y entereza, aquí y en cualquier lugar del mundo. El proceso suele ser vejatorio para quien denuncia pero estos días, en los tribunales de Navarra, alcanza cotas cínicas al convertir la prueba del delito (los vídeos) en fundamento exculpatorio: la chica no se defendió y no se le escucha negarse durante esos 96 segundos.

Eran cinco hombres, dos de los cuales son aún miembros de las fuerzas de seguridad del Estado y por tanto adiestrados para reducir al oponente. Sólo he conocido a un hombre que podría, tal vez, haberlos derrotado. Augusto medía 1,85 y pesaba casi cien kilos, era cuarto dan de kajukembo, un arte marcial mixto, e igual peleaba en un tatami que en las calles de Caracas. Pero esos cinco que se hacen llamar “la manada” no intentaron agredir a quien pudiera confrontarlos. Buscaron a quien temería por su vida, a quien se supiera indefensa de antemano, a la que intentara escapar por medio de la solicitud de empatía y la subordinación. La que una vez sometida, intentaría no empeorar su situación. Tanatosis, hacer una zarigüeya, entrar en estado de shock, como ha dicho la víctima.

La desvergüenza aumenta en este caso cuando los abogados defensores incluyen, junto a los vídeos de la abyección (de los que se han filtrado detalles grotescos y humillantes), el informe de un detective privado encargado de espiar a la joven ultrajada (anonada que el juez la haya aceptado). Otra vez se intenta utilizar una incriminación como absolución. Que la joven haya llevado una “vida normal” y no acostumbre las rudas orgías callejeras con extraños, como si la vida fuera una porno digital y machista, deja entrever la anomalía forzosa de esa madrugada. Es esa película que llena las cabezas depredadoras de los violadores la que quieren que creamos, y que exhiben para su análisis con el propósito de normalizarla, tal como lo están en el imaginario de algún tipo de individuos y colectivos. Tan así que ahora esos sujetos intentan tipificarla en un juicio. En Pamplona se dirime más que una violación.

En la novela de Franzen, Patty continúa su vida después del abuso sexual (no tan traumática como la de la muchacha de los sanfermines), destaca como deportista, se gradúa, se casa con un hombre dócil y protector, tiene hijos. Pero también se distancia de sus padres (considera que no la apoyaron) y deja que ese episodio aflore con cierta frecuencia, como si las víctimas de violencia pudieran simular la normalidad, sin poder alcanzarla por completo.

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Doménico Chiappe 

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