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Entrevista a Federico Vegas: El país del retorno; por Elizabeth Araujo

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Fotografía de Marta Cappellin

En el reciente encuentro que sostuvo en la librería Ekaré, en Barcelona, no ocultó la atracción que ejerce en usted esta ciudad. ¿Cómo definir o confesar esa atracción?

Barcelona está atravesando la culminación de una etapa, o un nuevo y alebrestado episodio de un enrevesado proceso de tres siglos. Los venezolanos que estamos aquí, de paso o para siempre, en medio de un nuevo cataclismo, nos preguntamos: “¿Será que somos pavosos”.

Existen los “pavosos” (quienes traen mala suerte) y los “salados” (que caen en situaciones que la suerte no favorece). Como no tenemos culpa ni parte en los asuntos de Cataluña, podemos decir que estamos salados.

Y, sin embargo, estoy feliz de estar en una ciudad viva, conflictiva, llena de círculos viciosos que nadie logra desentrañar. Esta capacidad de dar vida y mantenerse viva en medio de un conflicto, se debe a una cultura enraizada en la historia y, sobre todo, en una definida geografía entre el mar y la montaña. No en balde el estilo fundamental de la arquitectura de Barcelona, el llamado Modernismo Catalán, se nutre apasionadamente de la naturaleza catalana, y no hay fuente más inclusiva y vital que la naturaleza.

Le Corbusier le preguntó una vez a Salvador Dalí su opinión sobre la arquitectura, Dalí le respondió:

—La arquitectura debe ser blanda y peluda.

Gaudí y sus compañeros de generación tenían alma y tiempo para entender a lo urbano como una naturaleza y a la naturaleza como el alimento de la arquitectura. Existe un diálogo entre la cresta de los lagartos del zoológico de Barcelona y las cumbreras de la Casa Batlló, entre los picos rocosos de Mont-Saltvage y los campanarios de la Sagrada Familia. Las fuerzas misteriosas de la naturaleza se van colando por las calles y edificios, y me siento acogido, comprendido tanto en mis cosas buenas como en las malas, en lo natural y en lo irracional. Me apasiona esa capacidad de contener un amplio espectro que tiene esta ciudad.

Un ejemplo de esa fusión entre naturaleza y cultura, y de los extremos insólitos a que puede llegar, ocurre en el metro. Me refiero a los casos extremos de hediondez, seres apestosos que llevan con altivo orgullo las semanas sin bañarse. He tenido que cambiar de vagón, pero admiro el estoicismo y respeto de quienes quedan sumidos en esa suerte de catatumba ancestral.

Otro ejemplo ocurre también en el metro (bajo tierra soy un mejor observador). Nunca había visto tantas mujeres llorar, y lo hacen sin pudor, casi sin secarse las lágrimas. Saben que no hace falta esconder la tristeza.

Las caraqueñas son más alegres, pero se les nota que sienten el deber de serlo. Me recuerdan una estrofa de Pessoa:

El poeta es un fingidor.

Finge tan completamente

que hasta finge que es dolor

el dolor que en verdad siente.

La caraqueña se acostumbró a fingir que es alegría la alegría que en verdad siente, y no estaba preparada para las saladas tristezas y amarguras que le han caído encima. La única salida que encuentra es seguir fingiendo lo que ya no siente.

Por cierto en esa ocasión dijo que intenta pasar varias semanas fuera de Venezuela para después volver. ¿Qué es eso: ganas de respirar aire fresco y recargar las pilas o algo de aventura por el hecho de retornar al país donde muchos de los que salen le marcan una cruz?

No quiero volver a Caracas porque no soportaría llegar y salir otra vez, pues puede que entonces, quizás, por fin será para siempre. Mientras no vuelva no podré decir: “Ahora si me voy en serio”.

Ya al iniciar este viaje sentí que “volvía” a Barcelona, lo cual es un síntoma preocupante. Existe una gran diferencia entre “volver” y “venir”, entre a dónde “vamos” y a dónde “volvemos”.

Juan Nuño esgrimía dos razones para no irse de Caracas:

—La primera es que aquí están mis amigos, la segunda es que no soportaría añorar una mierda como esta.

Mi caso es más grave, pues algunos de mis amigos se han venido a Barcelona, así que me queda solo la segunda excusa.

Eso de “marcar una cruz” es otra cosa. ¿Quién soy yo para marcarle una cruz a mi país, a mi ciudad? La cruz la llevo a cuestas. No logro quitármela de encima, y no quiero hacerlo. Tampoco puedo dejar de repetir el poema de Cavafy. Ya van doce veces en un mes:

Nunca abandonarás esta ciudad. Ya para ti no hay otra,

ni barcos ni caminos que te libren de ella.

Porque no sólo aquí perdiste tú la vida:

en todo el mundo la desbarataste.

En algunas de sus novelas, aborda el tema de los conflictos de la relación de pareja. ¿Cómo saber –aprovechando el título una de sus obras El buen esposo– qué es ser un buen escritor?

Habría que preguntárselo a esa pareja fugaz o eterna que es el lector. Para unir ambos polos, el de buen esposo y el de buen escritor, todo lo que escribo se lo enseño primero a mi esposa y luego a mi hija, así que también puedo presumir de ser un buen padre.

Una vez le conté a mi esposa sobre un amigo escritor que nunca le enseñaba el manuscrito en proceso a su pareja:

—Ella solamente puede leer lo que él ha escrito cuando se publica el libro.

Mi esposa me respondió, como si le hubiera descrito una grave forma de infidelidad:

—¡Con razón es tan fastidioso!

Lo peor que puede hacer un esposo es tratar de ser un buen esposo. Tiene que ser quien realmente es, pero con toda la bondad y todo la ternura de que sea capaz. El modelo “bueno” está lleno de patrañas, hipocresías y fastidios.

¿No siente que su novela Falke parece haberle secuestrado al punto que algunos lectores corran el riesgo de ignorar que usted es un escritor de antes y después de este éxito editorial?

Falke fue escrita bajo un estado de posesión espiritista, de voces que me perseguían, de pesadillas que podía recordar al día siguiente, de alucinaciones, de ficciones que terminaban siendo premoniciones de algo que era cierto, que realmente había ocurrido. En mi mente primero fue una película y luego una novela (el caso inverso no suele funcionar). Tuve además la suerte de que el fracaso de Falke se comparara con el fracaso del golpe contra Chávez.

Debe haber otras claves de porqué es un éxito que quizás nunca podré repetir, pero más me vale no hurgar demasiado.

¿En cuál ambiente se encuentra con mayor soltura y gusto: en el cuento, el ensayo o en la novela?

No soy yo el que tiene que estar a gusto, sino el tema, el rollo que cargo encima y quiere desenrollarse. Ese es el sentimiento que debe sentirse cómodo, bien dispuesto a dejarse llevar de la mano.

Influyen mucho las circunstancias. No es igual una vida sedentaria que la de un nómada sin calendario. Si estamos de viaje, rodeados de muchas imágenes y situaciones nuevas, el ensayo puede manejar el alud que se nos viene encima. También si estás obsesionado con una situación política como la nuestra, enloquecida, perversa.

También influyen las etapas de la vida. El cuento va muy bien con los inicios, sobre todo para explorar la adolescencia y desarrollar los músculos, el fuelle. La novela es un largo paseo a través de una ristra de cuentos, o, como en el caso de Proust, de chismes.

Los cuentos tratan de lo que pasa; la novela de a quién le pasa. Por eso decía Phillip K. Dick que el cuento trata del crimen y la novela del criminal. En la novela te metes en el pellejo de un personaje y tienes que dejarte llevar, no puedes hacerle demasiadas imposiciones a ese fantasma que está renanciendo. Esa lenta observación de un alma inventada se da mejor en ambientes más sedentarios, sin maletas a medio hacer o deshacer.

Otro género interesante es la entrevista. Ahora mismo tengo la fantasía de una entrevista que se extiende sin cesar, por días, por años, hasta convertirse en una novela autobiográfica, es decir, llena de mentiras.

Una vez salí de una entrevista con Leonardo Padrón como si hubiera estado en un sauna con mi psiquiatra, aliviado, contento y sin recordar de qué habíamos hablado. Iba a pedirle que la repitiera todos los jueves, pero ya otros tenían cita.

¿Asume la literatura como exorcismo, un llamado urgente para expulsar los demonios que gravitan alrededor de su vida, o se trata de un mero oficio, siguiendo una metodología de trabajo previa, con notas al margen, borrador y redacción en limpio?

Ambas cosas se van alternando. De hecho hay demonios muy ordenados que te imponen el infierno de levantarte a las cuatro de la mañana. Tienes mucha suerte si ese demonio madrugador te permite escribir. El ideal es que no existan demasiadas diferencias entre la limpia redacción y la posesión endemoniada.

Un momento extraño es cuando estás a punto de dormirte y aparece una idea. Proviene de un mundo fantasmagórico y, mientras mejor es la idea, más dormido estás. A veces se te ocurre balbucear, ya dominado por el sueño: “Mañana la escribo, seguro me acuerdo”, y la repites varias veces para no olvidarla como si fuera el mantra de un borracho, hasta quedarte dormido. Al día siguiente solo te queda un sabor, una ausencia, la sensación de algo maravilloso que más nunca volverá.

Otra faceta que parece disfrutar es la del conferencista. ¿Lo asume como un subgénero literario que cultiva con sigilo, o lo toma como esas reuniones en la esquina que solían hacer los jóvenes venezolanos hasta hace poco en barrios y urbanizaciones?

Varía mucho. Hay veces que me siento como un “standup comedian”; otras como una soberana ladilla que se pregunta: “¿Qué diablos estoy haciendo aquí, frente a esta gente tan seria?”.

Prefiero la primera opción, pero con ciertos límites. Una vez leí un cuento en público y la gente se río tanto que me sentí mal, pues se suponía que el cuento fuera dramático. Cuando llegué al tramo más conmovedor, la gente no paraba de reír. Tuve que poner orden, explicar que se trataba de una tragedia. Más carcajadas.

Alguien como usted, que domina con igual soltura el cuento como la novela, debe atesorar algunos secretos para compartir con quien se inicia en este oficio. ¿Cuál sería el consejo que le daría al chico de 18 años que se le acerca y le pregunta qué es lo primero que debe hacer para convertirse en escritor?

Que hable de un tema que nadie conoce mejor que él: su ombligo. Puede utilizar como herramientas un espejo pequeño y una linterna de espeleólogo. Una lupa ya es demasiado pedir. El ombligo es un buen punto de partida y una conexión que toma su tiempo cortar. A donde quiero llegar es a la convicción de que nadie sabe más sobre uno mismo, sobre ese punto de vista que llevamos a cuestas y metido en los tuétanos. Solemos decir: “Lo conozco como la palma de mi mano”, pero, ¿quién puede dibujar de memoria la palma de su mano, sin hacer trampa?

Tiene usted no sé si el arrojo o la suerte de salir y entrar a Venezuela. ¿Qué diferencias percibe entre ese país que observa desde el exterior al que vive a diario con sus condicionantes políticos, escasez y riesgos?

En Venezuela hago las cosas más sencillas en mi casa; en Barcelona hago las cosas más sencillas en la calle. Me refiero a sentarme en una silla cualquiera de una calle cualquiera a tomarme un café en el que mojo un pan con queso, y un jugo de naranja con hielo, y a leer un periódico que no me haga sentir humillado. Para no hablar de caminar tarde en la noche por calles desiertas. Caminar insomne entre los muebles de mi apartamento no me hace gracia.

¿Cuál es el sentimiento de Federico Vegas ante una Venezuela incapaz de garantizar a la población elementos mínimos de seguridad y subsistencia?

Ya la palabra sentimiento no nos sirve, pues suena a “siento que miento”, o a “ya no puedo sentir más mentiras”. Ante una Venezuela que te hace esas cosas tan malucas crees que la culpa la tiene el país, y terminas culpándolo de lo que le hemos hecho. Tu misma hablas de una “Venezuela incapaz”. ¡Por Dios! Incapaz es el gobierno, incapaces somos los venezolanos, no Venezuela.

Escribe a menudo sobre Caracas y las relaciones íntimas. ¿Será que Caracas es la amante oculta del arquitecto Federico Vegas y a la que ahora le rehúye por su desolación?

Caracas es mi esposa y Barcelona mi amante. De una cosa sí estoy seguro, Caracas no es el lugar donde ahora quiero vivir, pero sí donde quiero morir. No puedo decir “donde quiero que me entierren”, porque creo en la alternativa de las cenizas que se arrojan al viento y hacen estornudar a la familia. No hay mejor exorcismo que el coro de un buen estornudo. Mi fantasía es que meten las cenizas en un jarrón y luego no se acuerden donde carrizo lo dejaron.

Los chinos dicen que la manera más fácil de que se parta un jarrón es colocarlo en un sitio más seguro. A lo mejor este proverbio se aplica a nosotros, los que pretendemos vivir en un sitio más seguro.

Por cierto, ¿cuál ha sido la peor afrenta que le ha hecho esta “revolución” a la capital?

Pretender quedarse para siempre. Van dejando una pátina de mierda en cobija mientras vamos pasando cada vez más frío, un frío que nos sofoca. Uno se pregunta: ¿Cómo es posible que unos notorios e insaciables ladrones que sumen a su pueblo en la miseria, se mantengan en el poder? Y la pregunta es la respuesta. Han creado al ricachón, al pordiosero y a las limosnas, todo lo que necesita un templo en su portal. Y lo peor es que ya no puedes criticarlos. Hablar mal de este gobierno es como acusar a Drácula de chupasangre.

Es sorprendente como han logrado una ecuación digna del mago Merlín y la bruja Gandulfa: todo lo que ganamos, no solo luego lo perdemos, sino que además desaparece; llámese Alcaldía Mayor, llámese Asamblea. No es poca cosa desparecer del mapa al poder más legítimo y convertirlo en un espectro.

Con la aniquilación de la Asamblea terminó la democracia y el poder maravilloso que tiene el voto para ayudarnos a evolucionar, pero los políticos siguen con la ilusión y la inercia de ganar, la herramienta más peligrosa y suicida con que contamos. El voto es ahora tan tóxico que da igual afirmarlo o negarlo, ejercerlo o quedarte en casa. En ambos casos te envenena.

Este largo gobierno de 18 años con sus taras: la inseguridad (personal, jurídica, de inversión, de oportunidad de trabajo) ha obligado a marcharse a una generación de profesionales en su mayoría. ¿Es un capital perdido para siempre o está del lado de los optimistas que creen que Venezuela tendrá un futuro mejor y que estos compatriotas regresarán?

Venezuela será el país del retorno. Lástima que para retornar haya que irse. Es un precio muy alto. A Cuba nadie regresa, pero tantos volvieron a Chile, a Argentina, a España. ¿Cuantos años le tomó a Ulises regresar a Itaca? En Yahoo encontré una buena respuesta:

Fueron 20 años: 10 de lucha y otros 10 de regreso. Hubo arpías, sirenas, islas y una Penelope tejiendo de día y destejiendo de noche. Creo que hay un libro.

El ideal es no entrar por Maiquetía sino por Porlamar, pues ese eterno retorno conviene que sea gradual. Me hará mucho bien ir a la playa frente al Bergantín, adentrarme en el mar profundo y luego nadar hacia la orilla como si fuera el sobreviviente de un naufragio. Espero no ahogarme en el intento.