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Soltera, desempleada y felizmente imperfecta; por Marisa Lascher

Imagen de Milan Rubio. Haga click en la fotografía para ir al perfil del autor

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Tenía 37 años, estaba soltera, desempleada y deprimida, porque en cuatro semanas me iba a mudar de mi pequeño departamento en la Calle 23 Este de Manhattan para irme a vivir con mi madre en Sheepshead Bay, Brooklyn. Desde que acepté la liquidación de la empresa en la que trabajaba en Wall Street, me había dedicado a dos cosas: buscar otro trabajo y hacer ejercicio. Fuera de eso, pasaba mucho tiempo en mi departamento.

Lo mismo hacían los tres chicos recién egresados de la universidad que vivían en el departamento de al lado. Cada vez que tenían fiestas del fin de semana, los bajos y graves de su música penetraban nuestra pared compartida desde las 22:30 de la noche. Sudando, sin maquillaje y con el cabello amarrado, iba entonces hacia su departamento y tocaba el timbre a eso de las 23:00 (temprano, incluso para mis costumbres geriátricas) para pedirles que hicieran menos ruido.

Siempre aparecía alguno de ellos, sonrojado por el alcohol y el enojo, y prometía que bajarían el volumen, cosa que casi siempre hacían. Cuando no era así llamaba al portero, a la administración y, en una ocasión, a la policía. Sin embargo, el ruido continuó.

Mi edificio se encontraba en medio de tres universidades. Cuando firmé el contrato de alquiler, no me di cuenta de que en el lugar había varios estudiantes que rentaban departamentos, gente a la que comprensiblemente le gustaba la fiesta. No obstante, yo estaba en el momento menos sociable de mi vida. La mayoría de mis amigos estaban casados; no tenía un ingreso y la renta era casi de 3000 dólares al mes. No salía con nadie porque no había encontrado la forma de darle un giro positivo a mi historia del desempleo.

Una tarde, en el elevador, vi a uno de mis vecinos en jeans y camiseta; su cabello negro dejaba ver atisbos de entradas en la frente.

“¿Siempre andas por acá a medio día?”, preguntó.

“Desde hace algunos meses, sí”, dije. “Estoy buscando trabajo”.

“Yo igual”, agregó. “Es mi último año en la facultad de derecho”.

“Nunca dejes un empleo si no tienes otro”, le dije. La gente ya me había advertido eso, pero no fue sino hasta que lo hice que me di cuenta de lo cierto que era. Mientras nos acercábamos a nuestras puertas, le dije: “Me voy a mudar, así que ya pueden subir el volumen de la música todo lo que quieran toda la noche. La vieja malhumorada ya se va”.

“¿Por qué?”, preguntó.

“Ya no me alcanza para la renta. Me voy a mudar con mi madre a Brooklyn”.

“Qué mal”, dijo, y agregó: “Yo no soy el que pone la música a todo volumen, son mis compañeros de apartamento”.

Lo cual tenía sentido. Él siempre era el más amable y comprensivo cuando yo me enojaba. “¿Cuántos años tienen ustedes?”, pregunté. “¿Unos 23?”.

“Sí, bueno, yo tengo 23”, contestó.

“Yo 37. Así que espero que tu próximo vecino sea más joven”.

“Nunca me habría imaginado que tenías 37”, dijo. “Yo pensé que tenías como 26”.

¿Acaso estaba tratando de coquetear? Me veía de la misma edad que mis amigas, pero quizá el contexto de dormitorio universitario lo había engañado. Esa tarde nos encontramos de nuevo; él iba de traje camino a una entrevista. Le desee suerte.

Dos semanas después, mi amiga Diana y yo estábamos sentadas en un bar cercano bebiendo vodka con soda y viendo su Tinder cuando de la nada apareció mi vecino de 23 años.

“¡Dale a la derecha!”, grité. “Dile que estás conmigo”.

Lo hizo. Él también había deslizado a la derecha y en la conversación ella le dijo que estábamos juntas. Luego yo le mandé un mensaje de texto, orgullosa de haber salido una noche de sábado. Qué mejor prueba de que yo también me divertía. Intercambiamos algunos mensajes cuando él iba camino a su casa. Cuando le pregunté si quería alcanzarnos en mi apartamento dijo que sí.

Veintidós minutos después llegamos Diana y yo, y él apareció con una botella de vodka y latas de Coca-Cola de dieta.

Al rato, riéndose, dijo: “Los chicos con los que vivo no te soportan. Y yo nunca entendí por qué una chica de 26 años se enojaba tanto con nuestras fiestas. Pensé que eras un alma vieja”.

Diana y yo bailamos “Jump” de The Pointer Sisters, una canción que él ni conocía. Antes de que Diana se fuera, a las cuatro de la mañana, me susurró: “Al chico le gustas. Dale”.

Protesté haciéndola callar, insistiendo en que era muy joven. Sin embargo, parece ser que la tensión vecinal ya estaba ahí, porque comenzamos a besarnos poco después de que ella se fuera.

Cuando nos despertamos, unas horas después, le supliqué que no les dijera a sus compañeros de apartamento. Mi transformación de guardiana puritana a una Mrs. Robinson me avergonzaba; mi cerebro con resaca gritaba: “¿Qué acaba de pasar?”.

Pero no voy a mentir: fue un subidón para mi ego. Tal vez no tenía trabajo ni marido ni novio, pero por lo menos podía atraer a un adorable chico de 23 años.

Las semanas siguientes, nos mandamos mensajes de texto todo el tiempo y seguimos viéndonos para hablar sobre nosotros y la búsqueda de empleo, y para acostarnos. Cuando le pregunté si le parecía mayor, dijo: “En realidad no. Principalmente porque no estás trabajando y estás disponible todo el tiempo”.

“Cuando yo me gradué de la preparatoria, tenías cuatro años”, le respondí.

Una mañana de domingo, a las cinco de la mañana, tuvo el placer de que sus compañeros de departamento lo despertaran en mi cama con su versión ebria de “Oops! I Did It Again”.

“Esto de verdad es molesto”, gritó, cubriéndose la cabeza con la almohada.

“Es la revancha”, dije. “Ahora entiendes”.

Con él, mi ansiedad romántica habitual desapareció. En lugar de proyectarle mis inseguridades y preguntarme si era suficiente, solo quería divertirme porque sabía que nuestra diferencia de edad hacía imposible un futuro juntos, y además me iba a mudar pronto. No era que mi mente estuviera totalmente libre de preocupaciones. Me preocupaba que la gente fuera a pensar que éramos ridículos. Pero cuando les comenté a mis amigas con pareja, dijeron que era una fantasía mía.

“Por lo menos te diviertes”, dijo una amiga que estaba a punto de divorciarse. “Ninguna de nosotras lo hace. Ni siquiera quería tocar a mi esposo cuando terminamos”.

De cualquier manera, el abismo entre nosotros era más que evidente cuando él dijo: “Salir con alguien es divertido. Uno conoce a un montón de gente”.

Para mí, salir con alguien era tan divertido como buscar trabajo. Se debía a que hacía ambas cosas casi de la misma forma: con una estrategia, hojas de cálculo y mucha ansiedad por mostrar lo mejor de mí y ocultar mis debilidades. Sin embargo, nada de eso me preocupaba con él.

Cuando él admitió que no tenía idea de qué estaba haciendo cuando se trataba de mujeres y que improvisaba a medida que avanzaban las cosas, le aseguré que eso siempre sería igual: nadie sabía.

Nuestro intercambio honesto era muy refrescante. Los hombres de mi edad con los que salía ocultaban sus miedos siendo arrogantes. Casi una hora después de la primera cita, uno de ellos ya había presumido la cantidad de sexo que había tenido y otro, en nuestra segunda cita, me hizo saber que muchas de sus relaciones se habían terminado debido a sus generosas proporciones. ¡Qué amable en advertírmelo!

Con los que sí prometían, había sido demasiado refinada y protectora. Me había portado tal como ellos, contando historias que transmitían mi falsa confianza. Sin embargo, con mi vecino podía hablar de lo difícil que había sido ese año y de lo mucho que quería encontrar un trabajo y un hombre del cual enamorarme. Como no había nada que perder, era encantadoramente vulnerable.

Una noche, entre arrumacos en mi apartamento, mientras yo hablaba sin cesar de mis problemas con los hombres y mis miedos profesionales, dijo: “Nos obsesionamos tanto con el empleo que queremos o con la persona con la que salimos porque no pensamos que habrá más. Pero siempre hay otro”.

Pensé que eso era tan cierto, hasta sabio. Pero es más fácil tener esa actitud ante el amor o el trabajo a los 23 que a los 37.

Una noche llegué a casa algo tomada y me lo encontré en el pasillo. Él era quien casi siempre decidía cuando nos veríamos y me había quejado de que no era justo que pareciera que todo era solo como él quería y cuando él quería. Lo estaba presionando; había regresado a mi peor forma de ser cuando salía con alguien. Al verme, huyó hacia su departamento.

Al día siguiente me envió un mensaje de texto: “Tal vez deberíamos relajarnos con esto. Eres una buena amiga… tal vez nos complicamos demasiado jaja”.

Sabía que su “jaja” era solo su forma milenial de restarle importancia al asunto. Pero la cosa es que en nuestra relación “ligera”, yo me había mostrado a mí misma por completo. Había sacado a la luz todas mis imperfecciones, lo cual normalmente no hacía.

Con él era tal como era yo y eso fue una revelación.

Y un problema. Porque parece que no puedo ser tal como soy cuando busco el amor seriamente, cuando solo pienso en el futuro.

Para quedarnos con la persona (o con el trabajo, da igual), pensamos que tenemos que ser la versión más perfecta de nosotros. Tratándose de nuestros corazones, puede parecer imposible ser vulnerable.

Un año después, por fin conseguí ser suficientemente perfecta para encontrar trabajo. Todavía sigo trabajando en permitirme ser suficientemente imperfecta para encontrar el amor.

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