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Una noche de brazos levantados en México; por Eliezer Budasoff

People clear rubble after an earthquake hit Mexico City, Mexico September 19, 2017. REUTERS/Carlos Jasso

Fotografía de Carlos Jasso para Reuters

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CIUDAD DE MÉXICO — El martes por la noche, los barrios más afectados por el terremoto en la capital mexicana parecían concentrar la esencia de esta ciudad: el caos frenético que funciona con lógica propia, el orgullo colectivo para salir adelante, y una desconfianza siempre latente en el escenario.

A 32 años del sismo de 1985, con precisión trágica, la noche cayó sobre Ciudad de México mientras las cifras de muertos y afectados por el terremoto de 7,1 que sacudió al país aumentaban: más de 200 muertos, 800 heridos en la capital, decenas de edificios derrumbados y millones de habitantes sin energía eléctrica.

“Tienes que tener cuidado de que no te vayan a robar. Nos dijeron que no nos moviéramos de aquí”, dijo Jimeno González, un colombiano de 45 años que se preparaba para pasar la noche en la calle junto a sus vecinos, en calle Acapulco de la colonia Roma. El edificio de nueve pisos donde ellos viven sigue en pie, pero les advirtieron que podía colapsar la construcción de al lado: una moderna sinagoga integrada al Museo del Holocausto, cuya torre golpeó el edificio durante el terremoto como si fuera un autito chocador.

Algunos residentes ya se habían acomodado en la vereda con mantas sobre el suelo y reposeras, con la esperanza de que llegara la mañana y Protección Civil les dijera que podían volver a sus casas. Pero entonces, alrededor de las 10 de la noche del martes, toda la cuadra estaba sumida en una oscuridad profunda.

Jimeno González advirtió que había que andarse con cuidado por los robos cuando una mujer con una linterna se acercó desde la esquina y gritó: “¿Tienen agua y comida?”. Varias voces respondieron que sí: muchos habían podido salvar la comida que tenían en sus refrigeradores y, a lo largo del día, distintos ciudadanos se habían acercado a ofrecer ayuda. “La gente de México es muy solidaria”, dijo enseguida González.

A pocas cuadras de allí, uno de los tantos centros de acopio de donaciones formado espontáneamente por los vecinos le daba la razón: en uno de los vértices del Parque España, un centenar de personas recibían cajas y mantas y agua y palas y medicamentos y repartían mochilas y agua y comida y cajas y medicinas y herramientas. Todos gritaban, algunos separaban mercadería, otros cargaban los baúles de los coches, los motoristas se amontonaban ruidosamente como si fueran una pandilla del bien y un puñado de voluntarios, detrás de todo, alumbraban a los demás para que pudieran ver en medio del caos.

La primera noche del terremoto fue una noche de brazos levantados.

Andrea Navarro, de 35 años, sostenía su linterna en alto mientras contaba que el terremoto la sorprendió en la calle cuando volvía de buscar sus hijos a la escuela y que había pasado todo el día con ellos en el Parque México, junto a cientos de habitantes más, porque era el único lugar donde se sentían a salvo mientras seguían cayendo pedazos de edificios. Cuando ya atardecía se fue a su casa, hizo dormir a sus hijos, y volvió al parque para ayudar.

Una hora después, a tres cuadras de allí, un rescatista levantaba su puño en alto delante de un edificio derrumbado y cientos de personas lo imitaban: era una señal de esperanza, la clave para que todos hicieran silencio porque habían percibido algún signo de vida debajo de los escombros del edificio de Ámsterdam y Laredo, en la colonia Condesa. La señal resultó equívoca, pero fue suficiente para redoblar la actividad febril de las más de 200 personas que formaban una cadena humana para transportar baldes con escombros y ayudar a despejar el edificio. “¡Viva México, cabrones!”, gritó uno, y los gritos se multiplicaron.

La primera noche del terremoto fue también una noche de cabezas levantadas: en las esquinas de unos de los barrios más afectados por el sismo, Roma y Condesa, era posible ver a grupitos de habitantes que miraban fijamente hacia arriba, a sus edificios o los de sus amigos, como si quisieran calcular si las paredes iban a resistir o si todavía había alguien adentro.

Sobre la calle de Nuevo León, un grupo de jóvenes alumbraba con sus linternas las ventanas de una casa con un cartel que decía “En renta” y empezaron a gritar: “¡Maestra!”, “¡Maestra!”. En esa construcción de dos pisos, me explicó una chica de lentes, vivía su maestra de Literatura. Ella la había visto en la tarde y estaba bien, contó, pero ahora no respondía. “Yo espero que esté durmiendo”, dijo, “o que se haya ido”. Después contó con cierta urgencia que aquella era la casa de dos poetas, y siguió gritando.

La primera noche del terremoto fue una noche de respuestas espontáneas: entrenados en la desesperación y el recuerdo trágico, los mexicanos parecen saber por instinto que, ocuparse de los otros, es la mejor forma de disipar la angustia, de resistir la noche.

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Este texto fue publicado en el portal web del New York Times en Español. Haga click aquí para ver el artículo original.