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No hay amistad como la que nace en un hospital psiquiátrico; por Jeannie Vanasco

Fotografía tomada de Pinterest

Fotografía tomada de Pinterest

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Anita y yo nos conocimos hace cinco años cuando compartimos cuarto en un hospital ubicado en las afueras de la ciudad de Nueva York. De acuerdo con el documento informativo para los pacientes internados, el hospital tenía jardines pintorescos, bosques y un kiosco.

Pero ¿por qué nos importaría el paisaje? El panfleto me recordó a un comercial que había visto para Hulu… mientras veía Hulu. No era necesario hacerle promoción al hospital, ya estábamos encerradas dentro.

Tenía 28 años y estaba pasando por otro episodio maniaco, en otro hospital psiquiátrico. Anita tenía 24 y era su primer episodio maniaco. Su falta de sueño la había dejado con unas tremendas ojeras. Estábamos sentadas en las incómodas literas y compartimos historias que otros compañeros de cuarto que recién se conocían difícilmente compartirían.

Anita me dijo que cuando estaba en la ambulancia tenía la sospecha de que la llevaban a una ubicación secreta donde un equipo de operativos políticos progresistas la iba a preparar para una campaña presidencial. “Sabía que la elección había terminado”, dijo. “Esta era una campaña futura”.

Tenía la mirada puesta en el suelo mientras me decía todo esto, entonces respondí con mi propia anécdota penosa: “Una vez estaba cruzando la calle y aluciné que mis ojos se habían caído. Paré por completo el tráfico porque estaba tocando el piso en busca de mis ojos”.

Así fue la introducción, porque en un hospital psiquiátrico las amistades se dan al revés; empiezas con lo más profundo y ya después llegas a lo superficial.

Anita trabajaba en finanzas; yo hacía un posgrado de poesía. En nuestro primer día juntas compartimos una cobija sentadas en el sillón de la sala comunal, dijimos que éramos gatos salvajes (“Es una metáfora”, le explicamos a las enfermeras), usamos los criterios para calificar a alguien como enfermo mental para diagnosticar a santos y celebridades, y reímos hasta que nos olvidamos de por qué reíamos.

“¿Ustedes llegaron juntas?”, nos preguntó otro paciente. “Nos acabamos de conocer”, respondí.

El paciente subió el volumen de la televisión para no escuchar nuestras risas.

Anita después me dijo: “Les pregunté si nos habían puesto en el mismo cuarto porque tengo que aprender algo de ti”.

Eso solo me hizo reír más. “¿Y qué te respondieron?”.

“¡Que no!”.

Eso fue hace más de cuatro años y Anita y yo todavía somos amigas. Y, aunque suene muy sentimental, sí ha aprendido de mí… como yo de ella. Cuando siento como que hay un universo entero que me separa del mundo real, llamo a Anita, porque sé que ella también se ha sentido así.

Pero cuando estábamos en el hospital, el personal no quería que nos volviéramos cercanas.

“¡No se toquen!”, nos gritó una enfermera cuando Anita acercó su hombro al mío. Pensó que me relajaría y lo había logrado… hasta que gritó la enfermera. Otra recalcó que los pacientes no debían compartir información de teléfono o correo electrónico.

“Nadie realmente se mantiene en contacto después de salir”, dijo otro paciente. Era un paciente que había trabajado en el hospital durante un año y ahora recibía terapia electroconvulsiva.

“Anita y yo nos mantendremos en contacto”, le respondí. “No, no lo harán”, dijo el trabajador del hospital vuelto paciente. “Nadie lo hace”.

Casi le creí. Esta era mi sexta hospitalización y no había entablado ninguna amistad con otro paciente. Lo intenté varias veces; la primera semana todo iba bien, pero la química desaparecía, casi al mismo paso que mi química cerebral.

Extrañaba la manía cuando estaba medicada. La idealizaba y pensaba solo en lo bueno: me sentía confiada, tenía un entusiasmo imbatible, pensaba rápido. Con las medicinas me sentía plana, como que solo podía causar decepción. Pero esta amistad era demasiado importante como para perderla.

Le advertí a Anita que habría dificultades: “Incluso cuando se nos olviden las palabras o nos sintamos atontadas o aburridas, tenemos que seguir hablando”.

“No te preocupes, así lo haremos”, respondió.

Una semana después los doctores la dieron de alta. Se sintió como una separación que ninguna de las dos quería.

“Te llamaré”, me prometió.

Durante los días siguientes pensé mucho en nuestros momentos juntas: cuando usamos crayolas de color negro como si fueran delineadores de ojo debido a que las enfermeras confiscaron nuestro maquillaje, nuestras bromas que hacían reír aun a los doctores y hacer tarjetas que decían: “Me gustaría que estuvieras aquí (en mi lugar)” durante la terapia de arte.

Estaba viendo fijamente a otro paciente limpiar una mesa que de por sí estaba pulcra cuando otro paciente me dijo: “Anita está aquí buscándote, pero se la están llevando”.

Salí corriendo hacia las puertas, donde las enfermeras la estaban sacando.

“¡Anita!”, le grité. “¡Jeannie!”, respondió, y extendió su brazo como si fuera una actriz melodramática de telenovela, aunque su cara seria indicaba que no era actuación. Las enfermeras seguían empujándola. “¡Jeannie, no me dejan verte!”.

Las puertas se cerraron y me sentí sola y exánime.

Pero minutos después recibí una llamada en el teléfono para pacientes; me explicó que había una regla en el hospital en contra de que exinternados visitaran a los actuales.

“Avísame cuando salgas”, dijo.

Unas semanas después de que había sido dada de alta, mi medicamento aumentaba pero mi vocabulario era menor. Anita y yo seguíamos llamándonos.

“No sé ni cómo describir este sentimiento”, le dije. “Lo sé”, respondió. “Ni siquiera es un sentimiento”.

Intentábamos ser la porristas de la otra: “La cosa va a mejorar”, nos decíamos, aunque nosotras mismas lo dudábamos. Discutíamos los efectos secundarios de las medicinas y nuestros intentos por esconderle a nuestros conocidos e incluso a algunos amigos el diagnóstico de bipolaridad. También despotricábamos sobre la terapia grupal y nos volvíamos más unidas con las críticas a esta.

Nuestros doctores y las aseguradoras médicas habían solicitado que acudiéramos a programas de hospitalización parcial. Algo como terapia grupal de tiempo completo, con sesiones de danza para relajarnos y de gestión de la ira. A regañadientes, tuve que pedir un tiempo fuera de mi programa de poesía y ella, de su trabajo.

Así que dedicábamos nuestras tardes a discutir qué tonto parecía todo. Expresaba mi furia por los programas de danza, mientras que Anita juraba que en sus sesiones le estaban haciendo pruebas académicas encubiertas y que eso era injusto porque su medicamento la aletargaba.

Pronto fue internada de nuevo y lo odiaba. “No es lo mismo si no estás ahí”, me dijo a su salida.

Unos meses después yo también regresé porque mis medicinas ya no funcionaban. Mi psiquiatra aumentó la dosis de antipsicóticos, pero no importó. Había un meteorito y un asteroide y un juguete para gatos; todos eran señales del universo. Subí 9 kilos. Esta vez no podía ni tolerar a los demás pacientes: ni al actor que se quejaba de la cantidad de fructosa en la cátsup (“¡Ya supéralo!”, le terminé por gritar) ni al accionista que siempre le gritaba a la enfermera más amable ni al músico con ásperger.

Le pedí a la enfermera más amable que obviara la regla del hospital en contra de las visitas de expacientes. “No sería bueno para el tratamiento”, me dijo. “¿El de Anita o el mío?”.

“Ninguno de los dos”.

Cuando llegó mi nueva compañera de cuarto se disculpó por estar deprimida. Había estado internada cuando Anita y yo compartíamos la habitación, pero esta vez tuvo pensamientos suicidas y se había apuñalado a sí misma en el pecho. Se levantó la camisa para mostrarme las cicatrices.

“Tengo miedo de no ser tan entretenida como Anita”, dijo. “O entretenida, punto”.

“No, este lugar no es para entretenimiento”, le respondí.

Y caí en cuenta: quizá por eso existe la regla de las visitas.

Anita y yo antes le mentíamos a nuestros amigos en común y decíamos que nos conocimos durante un evento del posgrado. Pero ahora contamos la verdad. “Compartimos cuarto en un hospital psiquiátrico”, decimos entre risas. “Es en serio”, añadimos; lo hacemos porque las cosas han mejorado.

No hemos estado hospitalizadas desde hace años. Y logramos nuestros títulos de posgrado (sumergirse en una maestría o un doctorado en realidad es provechoso para esconderse cuando tienes una enfermedad mental).

Ella tiene un trabajo, que no termino de entender, sobre inversiones en farmacéuticas. Yo doy clases de redacción literaria.

No fue nada fácil. Hay que agradecer a los doctores, terapeutas, amigos, familiares, sistema de seguridad social público y, claro, la una a la otra. Todavía caigo en periodos de manía y depresión. La segunda se siente como un cuarto sin puerta de salida y la manía, lo tengo que admitir, es genial. Al menos como la recuerdo. La semana pasada pensé en dejar mis medicamentos o bajarme yo misma las dosis.

“¡Qué idea tan terrible!”, me dijo Anita.

Me recordó que la manía no dura más de un mes. Usualmente se vuelve un estado mixto o depresivo. Si la depresión es un cuarto sin puerta de salida, un estado mixto es uno sin salida pero lleno de una multitud ansiosa.

Le dije a Anita que así no podía escribir mucho y quizá un mes de manía sería bueno para escribir.

“¿No acabas de terminar un libro?”, dijo. “Pero eso no cuenta”, señalé.

“¿Por qué?”.

“Por que ya no estoy escribiendo”.

“¿No te conviene un descanso?”.

“Suena como que sería miserable”.

“Entonces intenta escribir algo corto”.

“Puedo intentarlo”, le dije, sin pensar siquiera que escribiría sobre nuestra amistad.

“Ve qué sucede si lo intentas”.

***

Este texto fue publicado en el portal web del New York Times en Español. Haga click aquí para ver el artículo original.