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Cómo un caso de asesinato quedó impune en India; por Ellen Barry

Por Prodavinci | 29 de agosto, 2017
Fotografía de AP

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PEEPLI KHERA, India — Durante mi última semana en India, fui a despedirme de Jahiruddin Mewati, el jefe de una pequeña población. No éramos precisamente amigos pero a lo largo de los años habíamos pasado varias horas charlando sobre política local.

Me parecía un hombre sin escrúpulos pero sincero. Él sospechaba de mis motivos pero yo lo entretenía. Jahiruddin era un político veterano que acababa de ganar una reñida elección local; hablaba con franqueza sobre el lado sucio de su trabajo. Ocupaba un puesto reservado para mujeres de castas inferiores, pero todo el mundo sabía que aquello era una farsa; el nombre de su esposa había aparecido en la boleta electoral, pero fue el rostro de Jahiruddin el que apareció en el póster de la campaña.

Casi todo lo que hacía en el gobierno local era transaccional, para asegurar los votos de pequeños grupos de castas y familias. Parecía funcionarle bastante bien.

Entre su electorado favorito se encontraba una comunidad de antiguos pordioseros, de las personas más pobres que conocí en India. Los había visitado con regularidad a lo largo de dos años y sus vidas habían mejorado de manera sorprendente, en algunos casos gracias a la intervención de Jahiruddin.

Había convencido —es decir, sobornado— a líderes de castas para que le permitieran a sus mujeres trabajar como jornaleras, y el aumento en sus ingresos se reflejó en las casas de ladrillo y los niños bien alimentados. Gracias a un nuevo subsidio, las mujeres habían recibido estufas de gas, lo que las había liberado de la agobiante tarea de buscar leña. Este cambio me pareció una revolución discreta.

Jahiruddin parecía inquieto por la noticia de mi partida y, tal vez dando por hecho que no tendría otra oportunidad, me acribilló con preguntas durante los siguientes 45 minutos: “¿Por qué los británicos se fueron de India?”; “Si los británicos se fueron, ¿por qué sigues aquí?”; “¿Qué es lo que a ustedes más les gusta comer?”; “¿Crees que hago preguntas tontas?”; “En Estados Unidos, si tú me gustas y te robo, ¿tu padre me mataría?”; “¿Qué ganas con las historias que escribes desde aquí?”; “¿Cuánto dinero tienes en el banco?”; “¿Es verdad que los blancos no son honestos?”.

Le prometí seguir en contacto y nos despedimos de manera amistosa. Poco tiempo después, alguien me habló de un asesinato en Peepli Khera y me di cuenta de que debía visitarlo una vez más.

Jueves: un rumor funesto

Cuando escribía reportajes en Peepli Khera, solía instalarme en casa de una mujer llamada Anjum, que vivía al lado de una bomba manual de agua que era un gran centro de rumores. Estaba ahí cuando escuché que una mujer había sido asesinada el año pasado, apaleada hasta la muerte por su marido frente a por lo menos una decena de personas.

Anjum me contó que los gritos de la mujer la habían despertado, por lo que se fue dando traspiés en la oscuridad a la casa de la vecina, a unos seis metros de la suya. La mujer, Geeta, estaba acurrucada en el baño de sus vecinos mientras su marido la golpeaba con una vara de bambú, una y otra vez.

“La saqué de ahí a rastras para tratar de protegerla”, le contó Anjum a mi colega Suhasini, quien traducía. “Nadie la protegía. Todos se quedaron mirando”.

Pero cuando Anjum se alejó, el marido de Geeta —un hombre llamado Mukesh— se paró por encima de Geeta, que se había desplomado en la esquina de un catre de cuerdas, y la golpeó con la vara en la cabeza varias veces más. Ella murió en el lugar.

Anjum dijo que habían llamado a la policía por el asesinato pero los funcionarios cerraron la investigación casi de inmediato, dejando libre a Mukesh tras unas cuantas horas.

De hecho, un día antes de mi visita, Mukesh se había vuelto a casar con una mujer más alta y de piel más blanca que la difunta, y ahora se pavoneaba en su motocicleta con su nueva esposa sentada en el asiento trasero. El hermano de Mukesh, Bablu, se encontraba cerca de la casa de Anjum, y nos dijo que su hermano había sorprendido a Geeta engañándolo y por eso la había matado.

“Estaba triste”, dijo Bablu refiriéndose a su hermano. “Pero ayer se consiguió otra esposa, así que, ¿por qué tendría que estar triste?”.

En la estación de policía más cercana, a unos cuantos kilómetros, enviaron a un joven agente, Jahangir Khan, a hablar con nosotros. Llevaba un rifle cuya cacha estaba amarrada con un alambre; él calculaba que era de “los tiempos de Hitler”.

Esta es una versión resumida de nuestra conversación:

Policía: Ella estaba dormida en la terraza; se levantó a orinar. Había una escalera de madera, una escalera de bambú. Se resbaló cuando iba bajando la escalera y se pegó en la cabeza.

Reportera: ¿Pero sus lesiones no sugerían algo más violento?

Policía: Si te pegan con una vara, basta con que te peguen en un lugar en la cabeza para que te mueras. Pero cuando te caes de una escalera, no solo te pegas en la cabeza. Ella tenía siete u ocho marcas en el cuerpo, lo que quiere decir que no la golpearon con una vara, sino que rodó escaleras abajo.

Reportera: Parece poco probable que una se haga ese tipo de herida en la cabeza al caerse de las escaleras. Sería más probable romperse el cuello.

Policía: Cuando uno se cae de las escaleras, le salen moretones por todas partes.

Reportera: ¿Pero acaso los vecinos no le dijeron que la golpearon?

Policía: Algunos de los vecinos dijeron que el marido la había matado. Pero la esposa estaba bien. Se veía fuerte, bien alimentada y contenta, y tenía dos niños. Estaba saludable, rolliza como tú.

Después de un rato, el agente me indicó que no tenía más tiempo para hablar del caso. Mientras se alejaba, me dijo: “Esta es la artimaña que usan los países extranjeros. Vas a escribir algo. Van a leer lo que escribiste y dirán: ‘Ese país no progresará sino hasta dentro de cien años”.

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Fotografía de Reuters

Viernes: Visitando al asesino

No pude más que estar de acuerdo con lo último que dijo el agente. En la última década, tanto en Rusia como en la India, cientos de veces me habían hecho esa misma pregunta de distintas formas: “¿Quién eres tú para venir a decirnos qué está mal de nuestro sistema?”. Y es cierto, la corresponsalía en el extranjero tiene, en general, un tufo a colonialismo.

Me preocupaba, como sugirió el agente, escribir demasiado sobre la violencia.En India, donde millones de personas salen de la pobreza extrema cada año, hay muchas cosas que motivan y dan esperanza: he escrito sobre la transformación que han causado los teléfonos celulares y el acceso a internet, o sobre el momento en que las jóvenes reciben su sueldo por primera vez, o incluso sobre lo que significa para una familia tener un aire acondicionado.

Sin embargo, la transición de la pobreza extrema a la pobreza común es sutil y difícil de describir. La violencia se escribe sola.

Hablé con dos mujeres que vivían en el patio donde Mukesh mató a su mujer. Un día después limpiaron con sus propias manos la sangre que estaba en el piso. Después cubrieron todo el patio con una fina capa de estiércol de vaca, que al secarse se endurece como si fuera yeso.

Las nuevas esposas se encuentran en el escalón más bajo de la jerarquía familiar, lo que quiere decir que cuando la comida escasea, las mujeres jóvenes no comen, incluso si están embarazadas. Las reglas de castas les prohíben sentarse en sillas o catres si hay alguien de mayor jerarquía presente, lo cual ocurre casi todo el tiempo, así que las entrevisté sentada en un catre, mientras ellas me miraban desde el suelo.

Cuando les pregunté sobre la muerte de Geeta, la mujer de mayor edad contestó en voz apenas audible, porque su respuesta era distinta al consenso del pueblo. “Estuvo mal”, dijo. “¿Qué va a pasar ahora si mi marido me golpea?”.

Cuando hablamos con Mukesh, se encontraba en su terraza acompañado por su nueva esposa. Cuando le preguntamos si había matado a su anterior esposa, nos relató con lujo de detalles cómo lo había hecho. La nueva consorte dijo que creía que Geeta se merecía que la mataran y que Mukesh no debería preocuparse por eso.

La esposa actual estaba emocionada porque cocinaba en una estufa de gas, la que Geeta había recibido antes de su muerte. Nos dijo que le complacía usar las joyas y el maquillaje de Geeta.

Solo parecía que le molestaba una cosa, y era que sus parientes políticos le habían dicho que de ahora en adelante se llamaría de otro modo: ahora se llamaba Geeta.

Sábado: Otra conversación con la policía

Al día siguiente, volvimos a hablar con el agente y le llevamos una grabación de la confesión de Mukesh que había guardado en mi teléfono. El policía parecía un poco intranquilo. Dijo que no quería hablar con nosotros en la estación y nos invitó a un puesto de té que queda cruzando la calle.

Pero como en el local había media decena de policías con uniformes color caqui que estaban en su descanso, nos llevó a un cuchitril que era un taller mecánico de tractores y ahí nos sentamos frente a frente; él en una silla de jardín y yo en un catre.

“Cuando tenemos información de cualquier tipo”, dijo, “hay que ir e investigar. Cada historia tiene dos lados. Tenemos que dar por hecho que ambos lados están diciendo la verdad. Mukesh nos dijo que ella se cayó de las escaleras. Nosotros hablamos con la familia de la chica. La madre nos dijo por escrito que su hija se cayó de las escaleras”.

Si me hubieran preguntado en aquel momento, habría tenido problemas para explicar por qué la verdad importa, ya que ninguna de las personas con las que había hablado parecía interesada en reabrir el caso. Pero seguí cuestionándolo y él siguió mintiendo hasta que ambos nos cansamos.

Nos quedamos sentados sin decir nada después de agotar todas las formas de reformular nuestra postura, mientras él miraba hacia la pared del fondo del taller y, totalmente de la nada, dijo algo sobre Mahatma Gandhi.

“Aquí la gente cuelga el retrato de Gandhi en las paredes”, contó, “pero no siguen las reglas de Gandhi”. Le pregunté si le gustaba ser policía y negó con la cabeza.

Después nos pidió que lo lleváramos a su casa. Me pregunté si únicamente le interesaba subirse a una camioneta con aire acondicionado, pero tan pronto como emprendimos la marcha, comenzó a hablar, sin mirarnos, con la vista fija al frente. “Se lo diré, fue un asesinato”, exclamó.

Nos contó que los familiares de Mukesh habían sobornado a los oficiales de alto rango en la estación de policía, pero que eso no podría haber pasado sin los enormes esfuerzos del jefe del poblado, Jahiruddin Mewati, para convencer a la madre de Geeta de que retirara la denuncia de asesinato.

Repudiaba todo el asunto. “Me siento mal por esto”, dijo. “Esa es la razón por la que quiero dejar este empleo. El 99 por ciento de los casos se manejan así. Me molesta mucho. Soy un hombre honesto. Les puedo mostrar a cuatro hombres aquí que pueden violar a una mujer tan fácil como quitarle un dulce a un niño, pero nunca los van a arrestar”.

Dijo que quería convertirse en chofer y me preguntó si podía ayudarle a conseguir una visa para Estados Unidos. Me preguntó qué edad tenían mis padres y dónde vivían, y si era cierto que mucha gente padecía diabetes en Estados Unidos. Le respondí que era cierto y mirándome con extrañeza contestó: “¿Por qué querría vivir en un lugar como ese?”.

Fotografía de Stela Paul para IPS

Fotografía de Stela Paul para IPS

Domingo: las explicaciones del jefe

Así que volví al patio de Jahiruddin, pero armada con un expediente lleno de pruebas de que había violado la ley. Fue un cambio en la dinámica de nuestra relación. Puse el teléfono sobre la mesa, justo frente a él, para que pudiera ver que estaba grabando. Hubo un momento, mientras nos escuchaba hablar, en el que su hijo trató de advertirle que se estaba incriminando, pero a Jahiruddin no le importó en lo más mínimo. Dijo que se sentía orgulloso de haber cerrado el caso.

No era porque pensara que Geeta merecía morir ni porque su marido mereciera escapar al castigo. Se trataba de una cuestión más práctica. La familia extendida de Mukesh controlaba 150 votos; Jahiruddin había ganado su última elección con 91. Un caso de asesinato habría manchado su casta y, al negociar el encubrimiento, había rendido un valioso servicio a un banco de votos clave. Podrían ayudarlo a reelegirse.

“En la India, no se vota en nombre del desarrollo”, dijo. “En la India, no se vota para hacer algo bueno. Se vota en aras de la casta, la familia, la comunidad. Y así el diez por ciento de la gente dirá: “Hizo algo bueno por mí’”.

No había sido fácil, dijo. La policía había exigido un soborno considerable a la familia de Mukesh. Explicó que la parte más difícil fue convencer a la madre de la víctima de retirar la denuncia.

La madre era jornalera, una mujer menudita de piel oscura que trabajaba en una construcción, acarreando la mezcla de cemento todo el día en una cesta sobre la cabeza. Nunca había hablado con un policía hasta el día de la muerte de su hija, mucho menos con el jefe del pueblo. Pero al ver el estado del cuerpo de su hija se enfureció. Mukesh la había golpeado tan fuerte, dijeron sus parientes, que se podía ver el cráneo a través de la piel abierta de su cuero cabelludo.

Jahiruddin dijo que se había tardado cinco horas en convencer a la madre hasta que cedió. “Estaban firmes. Ellos dijeron: ‘No permitiremos que ocurra’. No querían ceder. Querían que a la chica le hicieran la autopsia”, dijo.

La igualdad en India es igualdad entre grupos. La justicia es la justicia colectiva. El sentimiento de triunfo que me había inspirado interrogar al agente había desaparecido por completo. Igual que mi simpatía por el jefe del poblado, quien se percató de ello.

“No soy codicioso. No tengo ni un ápice de codicia. Es un servicio. Tal vez pienses que lo que me motiva son los votos de los pobladores”. Cuando mi semblante cambió dejó de intentar convencerme y se animó.

“Tú estás aquí por una especie de codicia”, sentenció. “Andas en busca de noticias. ¿Pero yo que obtengo a cambio? Ya te di dos horas de mi tiempo. ¿Eso qué significa para ti?”.

De regreso a Delhi, nos detuvimos en el pueblo donde vivía la madre de la difunta, pero ya no esperaba mucho interés en nuestra investigación. La madre de la mujer había aceptado lo que el jefe del poblado le había dicho, que echar por tierra el caso de asesinato era lo mejor para los cuatro hijos de Geeta. Que las consecuencias de provocar un conflicto entre clanes relacionados habrían acarreado graves consecuencias para ella. Era lo mejor, dijo. Me di cuenta de que no veía la hora de que nos fuéramos, pero no se atrevía a decirlo.

A su lado, con las rodillas a la altura de su mentón, estaba un niño de unos 8 años, que había escuchado toda la conversación. Resultó ser el hijo de Geeta. Echaba chispas por los ojos, pero no decía nada, y cuando le pregunté qué pensaba de toda esta situación dijo que su padre era un bueno para nada.

“Mi padre no quería a mi madre”, dijo tan bajito que tuve que inclinarme hacia él para escucharlo. Su abuela lo miró con cariño y dijo: “Tal vez se vengará cuando crezca”.

***

Este texto fue publicado originalmente en el portal web del New York Times en Español

Prodavinci 

Comentarios (1)

JUAN REYES
29 de agosto, 2017

Es una historia conmovedora por su contenido y los mensajes que deja. Para mi resulta aun mas conmovedor porque, de acuerdo al texto, asocio los simbolos, el esquema de vida,los mensajes subliminales,el manejo de las personas y el clientelismo con el actual psuv de venezuela y la presencia de los clanes en el actual “gobierno”. Salvo las distancias entre las cuasi culturas, la del relato y la parte venezolana del psuv,los comportamientos son similares:apartheid, segregacion, imposicion de esquemas prehistoricos con orgullo de lo “bien hecho”. Deslastrandome del asco que provocan los acolitos del psuv pudiera decir que son sub humanos sedientos de lujuria, sangre y dolor ajeno.

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