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Otro triunfo del terrorismo; por Martín Caparrós

Fotografía de Strindger/Reuters

Fotografía de Strindger/Reuters

the-new-york-timesMADRID — El video es, por lo menos, inquietante. En la grabación de un móvil azaroso se ve a un hombre que va y viene confundido, levantando una mano como quien pide que no le hagan nada. Camina por una acera vallada y se diría que no sabe qué hacer; desde la calle, de este lado de la valla, alrededor de un coche blanco con un farol azul que echa destellos, presuntos policías, vestidos de pantalones cortos y chancletas, le gritan, le disparan. El hombre cae, parece herido, pero se levanta y vuelve a caminar. No se le ven gestos de amenaza. Cuando trata de cruzar la calle, más vacilante aún, a punto de caerse, por un paso peatonal unos metros más allá del auto blanco, uno de los hombres de pantalones cortos le vuelve a disparar dos o tres veces y el hombre cae: parece que está muerto.

El video apareció en las redes sociales el 18 de agosto, al día siguiente del atentado de las Ramblas de Barcelona: ya fue visto millones de veces. Se presenta como “Tiroteo y muerte del quinto terrorista en Cambrils” —o alguna variante aproximada— y todos los grandes medios españoles lo han reproducido. Y ninguno, que yo sepa, se ha preguntado nada. La policía catalana —ahora llamada “Mossos de Esquadra”— informó que el muerto era el quinto de los terroristas islámicos que sus efectivos interceptaron en Cambrils, un pueblo de la costa, en la noche del 17 de agosto. Ya habían matado a los cuatro anteriores y, sin contar mucho cómo, dijeron que ese quinto se les había escapado y lo encontraron y lo “abatieron” (la policía no mata, abate). Después dirían que todos tenían “cinturones explosivos simulados”. O sea: que, en rigor, estaban desarmados.

Alguien dijo alguna vez que la primera víctima de toda guerra es la verdad. Alguien dirá, alguna vez, que la primera víctima del terrorismo es la duda, el espíritu crítico. No muchos, que yo sepa, se han preguntado si era necesario matar a ese hombre. Si realmente ese hombre, en ese momento, representaba un peligro extremo, si no había formas de reducirlo sin matarlo.

Al contrario, los medios retomaron con júbilo la idea de que matarlo fue un éxito policial, un triunfo de las fuerzas del bien, y que ahora sí estamos más tranquilos: más seguros. Y ninguno parece considerar esa vieja regla del periodismo que dice que hay que buscar más de una fuente: como si en estos casos quedara suspendida. O a aquella, más vieja todavía, que dice que la tarea del periodista es tratar de contar la verdad.

Como si, en ciertas circunstancias —en medio del duelo, de la consternación por los asesinatos terroristas—, no valiera la pena o no fuera prudente cuestionar la versión oficial, averiguar qué pasó más allá de lo que te cuentan que pasó. (En España hay un ejemplo reputado: el 11 de marzo de 2004, cuando el atentado islamista más terrible de su historia mató a 192 personas en varios trenes suburbanos de Madrid, los diarios aseguraron que había sido la ETA porque el presidente de gobierno, José María Aznar, los había llamado para decirles eso; y al otro día tuvieron que desmentirlo y disculparse).

Pero el asunto es más amplio: la población en general hace lo mismo. No queremos saber. No hacemos preguntas, no nos hacemos preguntas: como si la violencia sin límites de los terroristas justificara que se ejerza contra ellos una violencia semejante. O, por lo menos, mucho mayor que la que estamos acostumbrados a tolerar, a justificar.

En general: hemos asumido que los terroristas se merecen la muerte porque buscan la muerte. Y que sólo su muerte nos salva: la lógica de ellos o nosotros, de que para ganarles todo vale. El mayor triunfo de los terroristas es imponer esa lógica que debilita la sociedad que atacan. Que debilita esa tolerancia y esas libertades que tanto declamamos, que nos legitiman, que nos ofrecen el pedestal moral que ahora usamos para matarlos. Y destruir ese pedestal.

Es casi lógico que unos desgraciados decididos a morir por una religión quieran conseguir ese efecto: es su única forma de influir en una sociedad de millones que no quieren nada de eso. Lo que no parece tan claro es por qué el Estado y ciertos medios magnifican este tipo de incidentes, los convierten en algo mucho mayor que lo que podrían ser. Es terrible que 13 personas sean asesinadas en una calle de Barcelona; pasan muchas otras cosas por lo menos igualmente terribles y no reciben una centésima parte de la atención que ésta recibe.

Y que crea un estado de cosas. Trece asesinados es intolerable —un asesinado es intolerable— pero la amenaza general es pequeña. En los últimos tres años hubo en toda Europa 360 muertos por ataques terroristas. Sobre 600 millones, cada año murieron por esa causa 120 personas: una cada cinco millones. Es relativamente más fácil —con perdón— ganarse la lotería que ser víctima de un ataque terrorista. Pero la atención hiperbólica del Estado y ciertos medios instala un miedo general que va tanto más allá de la amenaza real, que la agiganta: la convierte en un fantasma que pesa sobre nuestras cabezas, nos aterra.

Es difícil encontrar el justo punto de la reacción: cómo informar sobre estos actos, cómo procesarlos. Pero está claro que, si lo encontráramos, los actos terroristas producirían menos efectos, tanto menos terror; serían lo que son, gestos desesperados, patéticos, aislados.

Quizá la magnitud de esa construcción sea sólo un error de esas instituciones; quizás algunas crean que les sirve para algo. Cuando un hecho permite que los policías se conviertan en héroes, que puedan matar sin que les pidan cuentas, que se toleren cosas que normalmente no se tolerarían, el efecto puede ser buscado o no, pero sucede.

El peso que toma un atentado como éste termina, entre otras cosas, por legitimar el control social, la represión, la violencia del Estado. Costó muchos años y muchas muertes imponer ciertos valores y, gracias a la amenaza terrorista, ahora están en cuestión. Son esos valores que, si se vuelven relativos, dejan de existir. Si se acepta que a veces la policía puede matar impunemente, entonces la discusión sólo consiste en definir cuándo puede. Cuando alguien comete un acto de terrorismo, claro, o cuando alguien roba y corre, por ejemplo, o cuando trata de entrar a un lugar o a un país donde no lo quieren, o cuando su aspecto parece sospechoso por distinto, o cuando…

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Texto publicado originalmente en New York Times en Español.