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Guacamayas libertad; por Cristina Raffalli

A Faitha Nahamens

Como cada acto, cada gesto, como cada paso que hemos dado desde abril de este año, escribo esta nota ritmada por una intermitencia: la zona horaria de la ciudad donde vivo, en contrapunto con la hora de la ciudad que aún sigo llamando mía. El amanecer puntual de París en verano, con la medianoche caraqueña que es relámpago en cada despertar: la pregunta qué habrá pasado, dónde y cómo están los míos, qué le espera hoy a mi gente. La pantalla de mi computadora, en alternancia con la del televisor que todos los días me trae, en francés, noticias de un país al que siento tan cerca hoy como cuando yo vivía entre sus verdes.

Han pasado más de cuatro meses, desde ese abril al cual asomaron sus colmillos las bombas lacrimógenas y los perdigones, los gritos de furia, los gritos de dolor y los de miedo. Y los gritos que no suenan más allá del pecho, pero retumban por dentro. Esos, son los míos.

En el doble palpitar de los que vivimos la crisis venezolana desde lejos, los sobresaltos no son por el impacto físico de la violencia, ni por la andanza sin tregua tras un medicamento. Los que hemos vivido la crisis de Venezuela desde lejos, hemos estado caminando durante estos meses sobre un puente suspendido en el abismo: de un lado al otro, sin terminar de alejarnos de la orilla inicial ni terminar de llegar a destino.

En la oscilación tormentosa, y mientras el vértigo se instala como normalidad, tratamos de explicarle a quienes ahora también son un poco nuestros, que Venezuela sangra. Que su hambre y sus penas, que sus muertos y sus desamparos, que sus atropellos, no son distintos de los que ellos conocieron algún día aquí en Francia, aquí en Argentina, aquí en España, Italia, Chile o Portugal, aquí donde ahora también vive Venezuela, la otra, la de la diáspora, sea cual sea ese aquí. A veces nos llega el abrazo de la comprensión, de la solidaridad. Y otras veces, en cambio, el zarpazo de la ignorancia, la ceguera voluntaria y violadora. Entonces, antes de darle a la rabia todo el espacio de un corazón que necesitamos fuerte y entregado a lo que amamos, recordamos que no hay tiempo para postergar las cartas, los comunicados, las concentraciones de venezolanos, las pancartas, la impresión de volantes que expongan, entre tantas otras cosas, por ejemplo, cómo el hambre se ha apoderado del país con las reservas de petróleo más grandes del planeta. Que quede expuesto, sí, aunque no pueda explicarse.

Una noche como tantas otras, tras doce horas de noticias, imágenes, videos, notas de voz, oraciones, cadenas de WhatsApp, informaciones ciertas que parecen falsas e informaciones falsas que parecen ciertas, cuando creía no poder procesar una foto más, aparecieron ellas. Las guacamayas.

Son dos y están aferradas con sus pequeñas y poderosas garras al techo metálico de un balcón caraqueño. Miran hacia la calle, una erguida y la otra inclinando su cabeza. A pocos metros está el combate entre la Guardia Nacional y los manifestantes. La foto las muestra quietas y aplomadas. Miran. Lo miran todo. Los gases lacrimógenos dejan sus trazos erráticos y sus borrones en el aire. Sin mirarse entre sí, están una junto a la otra observando el enfrentamiento de bombas, piedras, disparos y máquinas que convierten el agua en golpe. Ellas contemplan sin insinuar un gesto volador ni hacer el menor ademán de huida. Ésa es mi ciudad, me dije. Y al enviar la imagen a un grupo de mis alumnos, muchachos que solo han visto guacamayas en dibujos animados, compartí con ellos la única verbalización de la cual dispuse ante esa foto: Muchachos, miren: ésta es mi ciudad. Sí, ésta.

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En cosa de pocos años Caracas se ha llenado de guacamayas. Su presencia generosa es celebrada por los caraqueños sin que la gran mayoría se pregunte a qué se debe un incremento poblacional tan notable. Y bien, la respuesta no es auspiciosa: se debe, en parte, al tráfico de especies. Entre otras circunstancias, sucede que quienes cuidaban las fronteras y las vías interestatales de nuestro país, hace tiempo abandonaron una de sus funciones más nobles: la de impedir el comercio ilegal de especies animales y vegetales. Es así que estas aves, cuando son pichones, circulan en cajas y jaulas a través de las carreteras venezolanas hasta que, degradadas de su condición silvestre a condición de ornamento doméstico, llegan a su cautiverio y comienzan a crecer en las ciudades.

Un día sus secuestradores se dan cuenta de que hacen demasiado ruido en casa y que es imposible vivir con ellas enjauladas. Entonces, las liberan a su suerte. Y en Caracas esa suerte es tan grande como el Ávila y tan alta como los chaguaramos donde ellas anidan, y son desbordantes los parques urbanos que les dan agua y semillas.

Una vez que estos psitácidos logran su libertad a fuerza de vocalizaciones insoportables para sus plagiarios, se salvan gracias a que la tierra que somos tiene todo para acoger su libertad.

Y aunque hayan vivido en cautiverio cuando les tocaba aprender a volar, tan pronto son liberadas saben cómo buscar su alimento. Y cómo y dónde hacer un nido. Y cómo realizar todas las tareas de la vida aérea.

Y quiero pensar que en esta hora de su aturdimiento, ellas saben, también, que ese aire hoy ultrajado por los gases volverá a ser todo suyo. Y que a esas líneas erráticas que van trazando las bombas se las va a llevar el viento. Para siempre. Hasta nunca más.

Así me llegan sus promesas azules y amarillas, estridentes, libertarias, al otro lado del Atlántico. Un par de guacamayas observan la ciudad que arde. Esa es mi ciudad. Sí, esa.

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