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Las ‘Crónicas sádicas’ de Salvador Garmendia; por Diajanida Hernández

Salvador Garmendia retratado por Vasco Szinetar

Salvador Garmendia retratado por Vasco Szinetar

Escritas originalmente en las páginas de El Sádico Ilustrado, las 28 Crónicas sádicas, de Salvador Garmendia, reeditadas por El Estilete, son un testimonio magnífico de esa empresa que se propuso y logró la mítica publicación dirigida por Pedro León Zapata: ser una forma inédita de asumir el humor como género literario y la edición de lujo como su necesario y justo acompañante. Estas crónicas son parte de un momento lúcido de nuestra literatura, de nuestro arte gráfico, de nuestra escuela de edición y, como escribió el mismo Garmendia, son parte de una “una revolución de la gráfica, de la semántica, de la comicidad y de la lujuria”. Y agregaría que fue una manera de ver y mostrar nuestros modos y manías, de reírnos y satirizar aquella república del 4,30 que le habla, se ríe y satiriza a la del 1.100.

Toda crónica que se precie de ser literaria, en principio, debe trascender, superar la fugacidad y transitoriedad del momento en que fue escrita. En el caso de las Crónicas sádicas de Garmendia, ellas renuevan en nosotros la melancolía de un ayer (Zapata dixit) y, al mismo tiempo, siguen diciendo cosas, siguen dialogando con el venezolano y la Venezuela de hoy. Allí regresamos o nos encontramos, como ya dije, con nuestros modos y manías y, como si estuviéramos parados frente a un espejo, vemos nuestro reflejo de hoy, que no parece muy distinto al de ayer y que nos dice del meollo de nuestros avatares y de nuestro devenir: el asunto es cultural.

Para muestra, releamos estas líneas de las “Revelaciones de un antipolítico”, en la que un amigo de nuestro cronista le dice:

“Volviendo al asunto de la política, te diré que mi odio es por ella y especialmente por quienes viven de ella, o sea los políticos, auténticos zamuros, pero zamuros de lujo, con tarjeta de crédito bajo el ala, carro importado y pareja de guardaespaldas; esa especie de alergia o matadura crónica la llevo encima desde que era un muchacho y encima se me ha ido pudriendo como si fuera un paltó de limosnero; y eso que cuando te empiezas a calar las primeras cobas del bachillerato, que te dicen que la política es una ciencia y por lo tanto es político es un científico, que para llegar a donde está, es decir, a un puestote, metiéndose un sueldote y convertido en ‘el doctor’, un señor que lo siente mucho pero no lo puede atender; para llegar ahí, te repito, tuvo que meterse, dicen, un puñal impresionante de lo que en voz baja ellos mismos acostumbran llamar ‘paja teórica’; es decir, una pila de libros arrechísimos. ‘Todito eso lo tiene papaíto metido en la cabeza’, te dirá con añoñada vocecita la carajita de la casa, mostrándote una biblioteca que es un caramelo, con sus tomos tan puliditos como si nunca le hubieran puesto la mano encima, que es lo más probable. Pero a medida que pasa el tiempo, toda esa montaña de papel y tinta se va encogiendo como un sietecueros, hasta que queda reducida a un cartoncito así, que es lo único que el político debe leer en toda su existencia; es decir, el carnet del partido”.

No me propongo aquí revelar las tácticas del Garmendia cronista para construir sus piezas literarias y llegar al día de hoy, con frescura y vigencia intactas. Esa aventura se la dejo a los lectores. Pero, a manera de invitación a la lectura, voy hablar de un par de características de la escritura de Garmendia, que están en estas crónicas sádicas, en sus novelas y en sus cuentos. Una es eso que Alberto Barrera Tyszka llama como su peculiar sentido de la provocación, cito a Barrera:

“Contrario a la tradición —y a la mayoría de nuestros emblemas literarios—, Salvador cultivó la inteligencia que se mueve desde la ternura. Y sus libros y sus días están mojados de esas paradojas. Esa es su inédita libertad. Su locura. Su pasión por horadar todas nuestras miserias con una pluralidad asombrosa, con una piedad insobornable. Como si quien escribe (quien vive) sólo fuera un testigo, duro, pero conmovido; feroz, pero solidario. Nunca un juez”.

Sádico provocador, de inteligencia tierna, el Garmendia cronista es, como dice Barrera, un testigo y narrador que se vale del humor para decir todo, lo incorrecto, eso que muchas veces pensamos y no decimos; pero que no juzga, su pretensión es mostrar, servirle la mesa al lector pero no indicarle qué comer o cómo hacerlo; porque a Garmendia, como a muchos cronistas, lo mueve la voluntad de diálogo y comprensión del otro. Y de allí que todas las crónicas estén atravesadas por el agudo sentido de escucha de Garmendia, las crónicas sádicas parten, pasan o terminan en una conversación, con una cita, con una anécdota escuchada en el tránsito cotidiano por la ciudad o adoptan la forma de una carta. Siempre está presente la voz de alguien que le dijo, que le contó o con quien conversa.

Y de aquí se desprende la segunda característica, un cronista que escucha, que privilegia ese sentido, presta especial atención al lenguaje. Vuelvo a Alberto Barrera, él dice que “Garmendia era culpable de jugar con las palabras, de incorporar el lenguaje urbano, las groserías coloquiales, al cuerpo sagrado de la literatura”. Garmendia era un cronista, un escritor con una relación particular con las palabras, atento e interesado en el habla común, en el lenguaje cotidiano; esa es la llave que permite comprender el ritmo de sus crónicas, construido desde la oralidad y con unos magistrales juegos con los diminutivos y aumentativos. Además, estos textos construyen un compendio, una selección fascinante, de palabras quizás olvidadas pero vivas, sonoras y juguetonas como cipote, baigonazo, mediagüita, ñinguita, jevas, perraje, apurones, magullado, desguañangado, cotorra, merequetén, pichurrita, encurrujar, tongonearse, entiempar, langanazo, entre otras, tantas otras palabras que atraparon su tierna inteligencia y sensibilidad especial por el lenguaje. Fíjense que el libro comienza con un elogio a las malas palabras, escrito con las buenas palabras de Garmendia.

En 1989, Garmendia hablaba de sus crónicas sádicas como esos “sobrados de ayer, que se recalientan en la olla y tienen un sabor nostálgico e irrepetible”. Vayan pues, recalienten este sobrado y sírvanlo, estoy segura que irán hasta por el pegado de la olla.