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Peroratas de un taxista egipcio; por Arturo Almandoz Marte

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Siempre me ha parecido que una muestra cotidiana del tercermundismo caraqueño es la falta de taxímetro en los “carros libres”, como todavía llamamos con indulgencia a muchas cacharras que no podrían circular en cualquier ciudad preciada como tal. El repetido fracaso de gobiernos nacionales y municipales al implantar el artefacto decimonónico, so pretexto de argumentos inflacionarios o tecnológicos, es sintomático de la dificultad de los venezolanos para adaptarse a normas urbanas. Signos de un pacto social resquebrajado, estas normas elementales son hoy por hoy casi irrecuperables, considerando no solo la falta de repuestos básicos para el parque automotor, sino también el irrespeto a los sentidos de circulación y la invasión de las aceras por parte de motorizados.

Confirmando lo injustificable de su ausencia en Caracas, la importancia de los taxímetros se me tornó más patente en mi única visita a El Cairo, en la Semana Santa de 1996, durante el último año de mis estudios doctorales en Londres. Quizá por tener frescas las crónicas consultadas para la tesis de urbanismo, en las que más de un costumbrista la refería como babel del desorden, pensaba yo que la capital egipcia tendría un servicio de taxis peor al caraqueño. Pero para mi sorpresa, a pesar de la circulación caótica entre vehículos de tracción motora y animal, los taxis cairotas estaban todos pintados del mismo color —negro y amarillo, si mal no recuerdo— y tenían taxímetro además. Y no obstante lucir obsoletos en comparación con los de los cabs londinenses, como notó mi amigo Norman desde el arribo al aeropuerto, los aparaticos probaron ser clave para trayectos iniciales con choferes que no hablaban sino árabe.

Flemático y calculador como buen inglés, Norman no gustó empero, desde el primer día, de los regateos por propinas por parte de los choferes, quienes por demás tendían a apelar a mi francés insuficiente, antes de dirigirse en broken English al pasajero rubio y altivo. Por ello decidimos contratar uno de los taxis del Sheraton donde nos hospedamos, los cuales si bien cobraban por distancia en traslado y tiempo de visita, tenían un porcentaje establecido para las propinas, todo lo cual podíamos cargar a nuestra cuenta. Dado que sólo pasaríamos cinco días en El Cairo, disponer de un taxi nos ahorraría tiempo para movernos de la Ceca a la meca. Por ello brindamos la primera noche, mientras cenábamos unos kebabs demasiado cargados de ajo, tanto para mí, acostumbrado a los “quipes” criollos de mamá, como para Norman, criado en la desabrida cocina inglesa.

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Obsequioso sin zalamerías, de ojos oliváceos y barba hirsuta, Gamal apareció a la mañana siguiente en el vestíbulo del Sheraton. En gesto inicial de honestidad, nos hizo saber que quizás no era necesario llevarnos a la primera visita programada al museo Egipcio, el cual quedaba muy cerca del hotel, cruzando el puente de El-Tahrir sobre el Nilo. Cansado de los regateos y malentendidos del día anterior, Norman insistió en que deseaba el servicio, advirtiéndole que no estaríamos más allá del mediodía, cuando el calor imposibilitaba toda actividad, como ya habíamos comprobado en la víspera.

Así fue de hecho. No obstante la miríada de piezas en la centena de salas, sobre la una de la tarde salimos satisfechos del recorrido del museo fundado en 1902, entre cuyos highlights destacan, por supuesto, los sarcófagos y la máscara de Tutankamón. Ya me esperaba yo que Norman presumiera del descubrimiento hecho en 1922 por su coterráneo Harold Carter en el Valle de los Reyes, donde todavía reposa otro de los sarcófagos en oro y lapislázuli. También contrastó, sin faltarle razón, que la acumulación de piezas en muchas de las salas desmerece de aquellas, como también ocurre en algunas del museo Británico. Ambos coincidimos en que la colección mejor exhibida, presidida por el busto de Nefertiti, es la del museo Egipcio en Berlín, la cual habíamos visitado juntos en la primavera de 1995.

Durante la ida por la tarde al teatro lírico del Jedive, Gamal se mantuvo callado la mayor parte del tiempo, como en la mañana. Sin embargo, al recordar Norman que el teatro había sido inaugurado con Aída, dos años después de entrar en funcionamiento el canal de Suez en 1869, pareció que esas palabras gatillaran la locuacidad del taxista. Entonces señaló, mirando al pasajero inglés a través del espejo retrovisor, que el canal había iniciado el colonialismo moderno en Egipto, hasta ser derrotado con la nacionalización del 26 de julio de 1956, durante el gobierno de Gamal Abdel Nasser. Norman recordaba bien la fecha desde su infancia, porque fue el mayor fiasco internacional para la Gran Bretaña convaleciente de la Segunda Guerra Mundial, apurada por Estados Unidos a desmontar su imperio. Entonces la confiscación del canal y la fallida intervención franco-británica evidenciaron el “síndrome Suez” de la otrora potencia en declive, como décadas más tarde recordaría Margaret Thatcher al abrir sus memorias.

Con el rostro sanguíneo que ya le conocía yo de cuando estaba airado, Norman ripostó que el régimen militarista de Nasser, con su afán tan nacionalizador e industrialista como coercitivo, había devenido un “socialismo policial”, generando por demás una burocracia insostenible. Basado en mis escasas lecturas sobre el Egipto moderno, pero apoyado en otras sobre la urbanización e industrialización, yo me permití terciar que el desbalance entre éstas había deformado la economía mixta de Nasser, llevando a un crecimiento excesivo de la construcción y los servicios, como había ocurrido en Latinoamérica durante el desarrollismo de posguerra. Pero me di cuenta de que eran referencias algo lejanas tanto para Norman como para Gamal, enfrascados ambos en la tensión colonialista desde las décadas otomanas hasta las monárquicas de los Faruq.

Si bien reconociendo las debilidades apuntadas por “míster Norman”, el taxista recordó que el canal había sido expropiado a instancias del Banco Mundial para otorgar el préstamo de cara a construir la presa de Asuán, inaugurada en 1972, dos años después de la muerte de Nasser. Por lo demás, la reforma agraria había sido otro logro de este, añadió Gamal; de ella se benefició su familia de fellahs, por lo que sus padres le pusieron el nombre en honor al líder de la revolución de julio del 52, cuyos Oficiales Libres habían defenestrado al “excéntrico” Faruq. Gustando siempre de tener la última palabra, Norman replicó, mientras cruzábamos el Nilo de regreso al hotel, que el nacionalismo antimperialista de Nasser sacó a Egipto del orbe británico para someterlo a los intereses de la Guerra Fría.

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El tercer día lo dedicamos a algunas mezquitas para las que no debíamos prescindir del chofer, según nos recomendaron en el hotel. Especialmente atractivas nos resultaron las de Mohamed Ali, quizás porque reproduce la forma de la iglesia de Santa Sofía en Estambul, con toques decimonónicos; así como la mezquita de El-Azhar del siglo X, con sus madrasas que abrigan una universidad de treinta mil estudiantes para el tiempo de nuestra visita. Cerca de allí, previniéndonos de entrar en trastiendas o comprar mercancía de imitación, Gamal nos esperó mientras visitábamos el bazar cercano de Khan El-Kalili, donde no pudimos ojear la mercancía a nuestras anchas, importunados sin cesar por mercaderes y niños pidiendo propinas.

Ya de regreso en el taxi, mientras contemplábamos los arrabales donde sentimos miedo al principio, influidos por las advertencias en el hotel, Gamal nos aseguró que no corríamos riesgo de ser asaltados, porque era contra la ley del Corán. No respondimos por temor a escuchar otra de las lectures de las que Norman se había quejado mientras cenábamos la segunda noche, aunque ambos coincidimos entonces en que el chofer tenía una formación muy sólida. Evitando por tanto otra perorata, esta vez coránica, comenté a mi amigo en español —quien entendía pero no hablaba— que el paisaje de zócalo, mezquitas y arrabales me recordaba las lecciones de Fernando Chueca Gotia sobre la ciudad islámica. En su Breve historia del urbanismo, el historiador madrileño la tipifica como una medina concentradora de funciones públicas, rodeada de una masa indiferenciada donde no resaltan las grandes avenidas o monumentos, como en la ciudad occidental, cuyo sentido de perspectiva es ajeno a la estética musulmana.

La visión de ese magma urbano cairota nos trajo de nuevo a la migración campesina hacia la ciudad, la cual había desbordado, comenté yo a Norman en inglés, la industrialización insuficiente del Egipto de Nasser, al igual que en otros procesos sobreurbanizadores del Tercer Mundo. Como ocurriera con las palabras Suez y Aída en la víspera, al escuchar Gamal la expresión Third World, prorrumpió en la conversación, haciéndonos notar, que desde su participación en la conferencia de Bandung en 1955, el rais socialista devino líder del grupo de los No Alineados, base del Tercer Mundo. Añadió que esos movimientos, junto a las asociaciones con Jordania, Siria, Libia y otros vecinos, habían sido iniciativas del líder panarabista para escapar a las tensiones de la Guerra Fría. Con ello buscaba Gamal, obviamente, responder a los argumentos esgrimidos el día anterior por Norman. Este ya se mostraba menos pugnaz con el taxista, quien nos confesó, ante nuestra admiración por sus conocimientos, que había sido economista en el sector público, desempleado desde las privatizaciones venidas con la administración de Hosni Mubarak. Cuando nos dejó en el Sheraton en el atardecer del tercer día, Norman y yo coincidimos en que, si bien más bajo y tosco de facciones, el chofer nos recordaba al joven Omar Sharif debutante en Lawrence de Arabia.

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Las iglesias al sur de El Cairo ocuparon buena parte de nuestro cuarto día. Le dije a Norman que deseaba ir en metro, el cual no usábamos desde el día de nuestra llegada, por lo que nos dirigimos desde la cercana estación de la plaza Tahrir hasta el museo Cóptico. Si bien mi amigo protestante se decantó por la sobriedad paleocristiana de Santa Bárbara, yo me sentí más atraído por San Sergio, erigida en el lugar donde se atribuye a la sagrada familia haber acampado en su huida a Egipto. Gamal nos recogió a la salida de esta iglesia, tal como habíamos acordado, para llevarnos a recorrer las ruinas de Al-Fustât. Comenté entonces a Norman que en esa zona, partiendo de la fortaleza romana de Babilonia, fueron emergiendo las fundaciones que darían lugar a la ciudad medieval. Mientras la dinastía omeya desplazaba a la abasida, los sucesivos asentamientos de Al-Astar y Al-Qatai fueron reemplazados por Al-Kahira, “la victoriosa”. Ese viejo Cairo fundado en el siglo X relevaría, sobre todo en la era mameluca, la primacía urbana musulmana proveniente del oriente abasida y bizantino, cuyas metrópolis más tempranas habían sido Bagdad y Damasco. Desde entonces la nueva capital egipcia se convertiría en meca académica del mundo islámico, cuyo essor económico y cultural continuaría hacia el norte de África y Europa meridional, según explicara Maurice Lombard en L’Islam dans sa première grandeur (1971).

Sabiéndose ya parte del grupo, Gamal nos informó que en ese distrito cóptico habían tenido lugar los disturbios de junio de 1981, instigados por fundamentalistas islámicos opuestos a medidas modernizadoras de Anwar el-Sadat, sobre todo las atinentes a la secularización de las mujeres. Viendo nuestro interés por el conflicto atávico que gatilló el asesinato de Sadat en octubre de aquel mismo año, el taxista se explayó en otra perorata, esta vez muy bienvenida. Nos explicó que, si bien musulmán practicante, Nasser había reprimido a religiosos radicales, parte de los cuales fueron liberados inicialmente por Sadat. Con esas medidas quizás había abierto una caja de pandora, sobre todo al calor de la Revolución iraní de 1979, cuando también los países árabes boicotearon a Egipto después del acuerdo de paz con Israel, sin importar que por este ganara Sadat el nobel de la Paz, junto a Menájem Beguin.

A pesar de haber rescatado el canal de Suez y la península del Sinaí durante la Guerra del Yom Kippur en octubre de 1973  —después de la humillante derrota sufrida por Nasser en la Guerra de los Seis Días del 67— la paz con Israel fue por supuesto asunto espinoso que socavó la popularidad de Sadat. Junto a la emigración de la clase profesional e intelectual, la inflación y la escasez prevalecientes en sus últimos años fueron factores adversos de esa administración dispendiosa, enfatizó el economista. Porque la infitha o liberalización implementada por el nuevo rais, por contraposición al socialismo de su predecesor, sólo benefició a élites urbanas, cuyas extravagancias consumistas podían ser vistas en televisión o leídas en las “Alexandrinades” publicadas por el Journal d’Égypte. Pronunció ambos títulos de manera impecable y dirigiéndose a mí, como solía hacerlo al hablar en francés. Y me sorprendió al comparar con el derroche en la Venezuela saudita, que ya sabía el taxista había sido beneficiaria del alza petrolera desatada por la Guerra del Yom Kippur.

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De izquierda a derecha: Sadat, Nasser, Kruschev

De izquierda a derecha: Sadat, Nasser, Kruschev

Llevados de nuevo por el chofer que se nos había tornado familiar en esa Semana Santa, las pirámides y la esfinge de Giza fueron por supuesto destino infaltable de nuestro último día en El Cairo. Yo me esperaba un viaje más largo, pero en menos de una hora estuvimos en la ciudad satélite sureña, cuyo altiplano es coronado por los monumentos de la Cuarta Dinastía, los más antiguos que Norman y yo hubiésemos jamás contemplado. Entonces lamentamos el pecado capital cometido al no visitar, por falta de tiempo y dinero, las necrópolis de Lúxor y Abu Simbel. Tomándose la libertad de intervenir en la conversación, Gamal atizó nuestro remordimiento al recordar que tampoco conoceríamos Alejandría, de donde era oriundo. Al saberlo, yo le pregunté por la obra de Kavafis mientras Norman lo hacía por la de Durrell; mi amigo manifestó que las “novelas hermanas” que componen The Alexandria Quartet jalonaron un breakthrough literario, desmarcándose de la tradicional predominancia de lo secuencial e histórico en la narrativa.

El silencio de Gamal ante las cuestiones literarias nos dejó ver que, además de no estar versado, como inmediatamente reconoció, no le interesaban esos temas, a diferencia de los religiosos, políticos y económicos. Mientras oíamos por doquier las llamadas de los almuédanos para la oración del viernes, el taxista pareció retomar la perorata del día anterior, añadiendo esta vez que Hosni Mubarak había seguido los pasos iniciales de Sadat al liberar a fundamentalistas religiosos, así como permitir la incorporación de los Hermanos Musulmanes en la vida política. Sin embargo, esos gestos de apertura ya eran contrapuestos, para mediados de los noventa, por la imposición del Partido Nacional Democrático, fundado por Sadat en 1978, cuyo edificio vimos justo en ese momento, pasando por la plaza Tahrir. No sospechaba yo la importancia que ésta tendría en los últimos coletazos de la Primavera Árabe de 2011, cuando el pueblo cairota manifestaría allí, como en la revolución de 1952 liderada por los Oficiales Libres; pero esta vez contra las tres décadas hegemónicas de Mubarak, cuyo nepotismo iba a ser continuado a través de su propio hijo, también llamado Gamal como nuestro taxista.

Desde el derrocamiento de Mubarak, la vida política egipcia permanece “tensamente definida por los militares y los Hermanos Musulmanes”, concluía un documental de tres capítulos sobre Egypt’s Modern Pharaos, trasmitido por la BBC en febrero de 2016. Sus tesis fundamentales sobre socialismo y militarismo, autocracia y nepotismo en Nasser, Sadat y Mubarak, me retrotrajeron a las eruditas peroratas del taxista en aquella visita nuestra a El Cairo, en abril de dos décadas atrás. No imaginé yo entonces que episodios de esas historias, exóticas para mí a la sazón, se actualizarían en la Venezuela del siglo XXI.

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