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Epidodios galdosianos; por Arturo Almandoz Marte

Retrato de Benito Pérez Galdós por Joaquín Sorolla, 1894. Óleo sobre lienzo

Retrato de Benito Pérez Galdós por Joaquín Sorolla, 1894. Óleo sobre lienzo

“Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea…”

Benito Pérez Galdós, “La sociedad presente como materia novelable” (1897)

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Cuando mi bachillerato se iniciaba en paralelo con la década de 1970, uno de los sacerdotes mercedarios del colegio Tirso de Molina me incitó a participar en un concurso literario. Quizás influyó en su propuesta que, al hacer suplencias al achacoso profesor de lengua y literatura, el padre Ángel, titular de matemáticas, gustara de alguno de mis exámenes o ensayos, no obstante las críticas peninsulares hechas por los curas españoles a nuestro incipiente castellano criollo. Por mi parte la sorpresa inicial, aumentada por la ignorancia sobre certámenes literarios —aparte de los de belleza que se tornaban ya populares— fue sucedida por un desconcierto al no saber de qué iba esta propuesta.

Con su castizo acento de Valladolid, si mal no recuerdo, el padre Ángel me indicó que se trataba de “una convocatoria hecha por el gobierno español” para conmemorar el centenario de la aparición de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. Asocié de inmediato lo del “gobierno” con el viejo general Franco, retratado asaz en las revistas ¡Hola! que comenzaban a llegar a nuestra casa de San Bernardino; hube empero de reconocer mi ignorancia sobre el escritor, con vergüenza causada por la conciencia adolescente y la imagen de buen estudiante que de mí tenía el padre. Sin reprenderme por la incultura, este me mostró una versión juvenil y resumida de la obra, editada en ocasión del centenario y del concurso, alentándome a “garrapatear algo sobre el Cervantes canario”.

En la modesta biblioteca del colegio, recuerdo haber ojeado los cuadernos de colores llamativos, con textos acortados e ilustraciones profusas, probablemente correspondientes a las cinco series de episodios, imposibles de valorar entonces para mí como exponentes de la novela histórica decimonónica. Tan sólo entendí pasajes del primer cuaderno, dedicado a la guerra de independencia española ante las invasiones napoleónicas, reconociendo los nombres de Carlos IV, Fernando VII y José Bonaparte, por haberlos ya escuchado en las clases de historia sobre la génesis de las rebeliones hispanoamericanas. Pero los otros cuadernos estaban dedicados a episodios posteriores que se me tornaban confusos, sobre todo por arrastrar yo un desinterés, más pueril que chovinista, respecto de cómo continuaba la historia española después de nuestra independencia. Por ello no puse mayor esfuerzo en entender los conflictos entre absolutistas y liberales o las guerras carlistas, así como tampoco las revoluciones de 1848 y 1868, seguidas de la Restauración borbónica. Con todo y ello, además de ver por vez primera los nombres de Emilio Castelar y Cánovas del Castillo, me percaté de que había una Isabel II en la España decimonónica, diferente de la Windsor que idolatrábamos en casa.

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Si bien nunca escribí algo para aquel concurso, a pesar de que el padre Ángel continuó preguntándome por los “garrapatos”, la referencia de Pérez Galdós quedó en mi memoria, no exenta de culpa por la oportunidad desaprovechada. Debido a ello puse empeño en ver, creo que a mediados de los años ochenta, una versión de Fortunata y Jacinta transmitida por uno de los canales estatales, cuando eran todavía emisoras culturales. La prolija producción de Televisión Española, si no me equivoco, me sedujo de inmediato por el hervir de casas de corral y barrios madrileños, intercalados con conventos y fábricas, donde se urden las historias de la amante proletaria y la esposa acomodada de Juanito Santa Cruz, el “delfín” de una familia comerciante, en el convulsionado interregno que va de la deposición de Isabel II a la Restauración de Alfonso XII.

Sin conocer yo a la sazón Madrid, pero con la edición en dos volúmenes de Cátedra adquirida de inmediato, como era entonces posible en las librerías caraqueñas, traté de seguir la pista a la versión televisiva de la novela publicada originalmente en 1877. Por sobre el aburguesado mundo de Juanito y Jacinta, nucleado en torno a la casa de los Santa Cruz en la calle de Pontejos, en el “riñón de Madrid” – porque para la familia el entonces novedoso barrio de Salamanca era el “campo” – predomina en tres de las cuatro partes de la novela el “cuarto estado” o proletariado personificado por Fortunata. Junto al bajo pueblo madrileño de maleantes, mendigos y golfos, pululantes también en Nazarín y Misericordia, en la principal “novela contemporánea” de Galdós – así como en La Tribuna de la condesa Pardo Bazán, quien fuera más que su discípula literaria – destacan intrigas y cuitas de menestralas, obreros y jornaleras. Todos eran vistos y escuchados por el desaliñado don Benito en diarios paseos matritenses, así como en sus viajes en tren en vagones de tercera clase.

Junto a lecturas principalmente clásicas e inglesas, de Eurípides a Dickens, pasando por Shakespeare y Lope de Vega, además del costumbrismo de Larra y Mesonero, de esas andanzas extraía Galdós el material primario para su realismo naturalista, del que fuera maestro en España junto a su amigo Clarín. La introducción de Francisco Caudet a la edición crítica de Cátedra incluye un pasaje del discurso de ingreso a la Real Academia Española, en 1897, de quien fuera escritor popular sin pretensiones de teórico literario, lo que le estigmatizó en cenáculos contemporáneos y posteriores. Desde aquella lectura mía en los ochenta, me pareció que ese pasaje condensaba el ars poetica del orbe galdosiano, donde ya no cabe el romanticismo que se cuela en los tempranos Episodios.

“Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de la raza, y las viviendas, que son el signo de la familia, la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de la balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción”.

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Pocos años después de aquel episodio con Fortunata y Jacinta, al volver a consultar la edición de Cátedra y la Historia de la literatura española de Ángel del Río, adquirida al vivir en España, noté que Doña Perfecta era referida como la más lograda de las “novelas de tesis” de Galdós. El título tenía cierta resonancia familiar, puesto que mamá usaba el cognomento, generalmente con gotas de ironía, bien fuera cuando criticábamos algo en casa con demasiadas exigencias, replicando ella que no era doña Perfecta, o bien cuando alguna conocida se afanaba demasiado en parecerlo… Si bien mamá no tenía luces literarias, lo que me hacía pensar que no usaba la expresión tomada de la novela, me respondió, al preguntarle yo, que había visto en los cincuenta una película con ese título, protagonizada por Dolores del Río.

Busqué la novela en librerías de aquella ciudad que, después del Caracazo y en el turbulento inicio de los noventa, prefiguraba el desabastecimiento cultural por venir. Ya por partir yo a Londres a iniciar el doctorado en 1993, terminé hallando una edición de Alianza Editorial, paradójicamente, en la sección española de Dillons, en el distrito universitario de Gower Street. Al iniciar la lectura noté que, más esquemáticamente que en Fortunata y Jacinta, los personajes centrales representan el enfrentamiento de posiciones y la intolerancia religiosa en la atrasada España decimonónica, del conservadurismo pacato encarnado por la señorona pueblerina, al liberalismo progresista preconizado por su sobrino, el ingeniero Pepe Rey. Como señala Ángel del Río, el Galdós que venía de historiar la España fernandina en las primeras series de Episodios, sabía que “la pugna siempre activa entre lo antiguo y lo nuevo estaba radicada en lo religioso, en las creencias tanto más que en los intereses y en la división de clases”. Por ello, en una como alegoría de la metrópoli en decadencia, el primo Pepe no sólo ve truncada la empresa modernizadora de Orbajosa sino también sus pretensiones para con Rosarito, hija de doña Perfecta. Con fariseísmo, afanes posesivos y la complicidad clientelar de lugareños, la cacica no para de urdir intrigas desencadenantes de la muerte de Pepe y el ostracismo de Rosario.

Nombre ficticio que uno de los personajes etimologiza en tanto “corrupción de Urbs augusta”, aunque semeja “un gran muladar”, Orbajosa inauguraba en la narrativa española una tradición de urbes ficticias, seguidas por la Vetusta de La Regenta y Marineda en La Tribuna, a través de las cuales se critica al atraso de las ciudades provincianas, que de hecho eran casi todas en la España decimonónica, con la probable excepción de Barcelona. Pues incluso a pesar de su culto matritense y los aires modernizadores de la capital, el autor de Fortunata y Jacinta desliza, por boca de sus personajes, “la condición de aldeota indecente” de la villa y corte: “Porque Madrid no tenía de metrópoli más que el nombre y la vanidad ridícula. Era un payo con casaca de gentil-hombre y la camisa desgarrada y sucia”.

Haber leído Doña Perfecta en Londres, mientras revisaba novelas para mi tesis doctoral sobre la modernización urbana en la Caracas de finales del siglo XIX y comienzos del XX, me ayudó a rastrear tesis y estrategias de la narrativa española en la venezolana. Parientes de la Coketown con que Dickens denunciara las injusticias sociales del Manchester industrial, la Orbajosa de Galdós y la Vetusta de Clarín – nombre ficticio del Oviedo donde Leopoldo Alas ambientara La Regenta – fueron artilugios literarios para denunciar el letargo económico y el tradicionalismo clerical en la España de marras. Coincidía con la Villabrava de Todo un pueblo, que leí algunas tardes en la British Library; sólo que Miguel Eduardo Pardo, mientras satirizaba el atraso caraqueño, ridiculizaba las pretensiones cosmopolitas heredadas de la renovación guzmancista.

No difería del todo, pensé, del vanidoso Madrid de Fortunata y Jacinta, mutatis mutandis. Me percaté además de que el bullicioso sentido de lo “galdosiano” en esta, en tanto novela contemporánea, difería de la resonancia entre liberal y anticlerical cobrada por el adjetivo en la novela de tesis, mediante el recurso literario del pariente secular y europeizado, arribado a la provincia preterida con afanes modernizadores. Recurso similar al utilizado por Gallegos en Doña Bárbara, concluí al terminar de leer Doña Perfecta, cuyo ejemplar me acompañó en mis años londinenses, antes de incorporarse a mi biblioteca caraqueña.

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Fue apenas en 2015, a través del canal mexicano De Película, cuando finalmente coincidí con aquella versión cinematográfica de Doña Perfecta, la cual mamá había visto en el cine Hollywood poco después de su estreno en 1951. La adaptación al contexto mexicano de mediados del siglo XIX en la cinta dirigida por Alejando Galindo luce adecuada, pues se ubica en las disputas entre conservadores y liberales a causa de las leyes de Reforma, las cuales tuvieron mucho de secularizadoras y anticlericales. Esther Fernández, famosa por protagonizar la versión de Santa de Federico Gamboa, hace de Rosario, mientras Carlos Navarro es Pepe Rey. Y como una de las grandes divas del cine mexicano de entonces, junto a María Félix, era de esperar que Dolores del Río diera vida a la intrigante protagonista galdosiana, desplegando un dramatismo que le mereció el premio Ariel en 1952.

Con todo y el arrebato de ver actuar a la Del Río, no estaba yo seguro de la correspondencia entre el enjoyado rostro de la actriz de porte soberbio, estilizado por largos vestidos con cuellos altos, y la oscura imagen que recordaba del personaje novelesco. Al volver al texto después de tantos años, confirmé sin embargo los más de los rasgos con los que Galdós describe a su señorona, salvo que su “hechura biliosa y el comercio excesivo con personas y cosas devotas”, los cuales “habíanla envejecido prematuramente”, no aplicaban del todo, en mi parecer, a la diva mexicana.

“Negros y rasgados ojos, fina y delicada la nariz, ancha y despejada la frente, todo observador la consideraba como acabado tipo de la humana figura; pero había en aquellas facciones cierta expresión de dureza y soberbia que era causa de antipatía. Así como otras personas, aun siendo feas, llaman, doña Perfecta despedía. Su mirar, aun acompañado de bondadosas palabras, ponía entre ella y las personas extrañas la infranqueable distancia de un respeto receloso; mas para los de casa, es decir, para sus deudos, parciales y allegados, tenía una singular atracción. Era maestra en dominar, y nadie la igualó en el arte de hablar el lenguaje que mejor cuadraba a cada oreja”.

Mientras ponderaba yo las aptitudes y la versatilidad de la Del Río para este papel, sobre todo por el falso misticismo que la emparenta con La Regenta, recordé la propuesta del padre Ángel para leer y garrapatear algo en ocasión de aquel concurso sobre don Benito. Sentí de nuevo el resabio adolescente por no haber escrito nada entonces, pero me alivió entender que aquella invitación, no obstante desaprovechada, me había conducido a otros episodios galdosianos.