Artes

Josefina Conde: La profesora de ballet; por Susana Soto Garrido

Susana Soto Garrido, comunicadora social egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, recogió 20 testimonios de inmigrantes cubanos que decidieron mudarse a Venezuela tras huir de los problemas sociales y políticos de su país a partir de 1959. Este proyecto se llevó a cabo en conjunto con la Fundación para la Cultura Urbana que publicó en 2006 el libro Cuba y Venezuela: 20 testimonios. En esta séptima entrega, Prodavinci comparte a sus lectores el testimonio de la profesora de ballet Josefina Conde.

Por Prodavinci | 18 de abril, 2017
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Josefina Conde retratada por Ricardo Jiménez

Delgada y elegante, con una estructura física apropiadamente mediana para haber podido impulsarse por encima de las tablas hacia cualquier complejo movimiento en el aire, el talento de Josefina Conde fue apreciado desde que era una niña por grandes maestros del ballet que pasaron por La Habana. De la escuela de Fernando Alonso, creador y director del Ballet Nacional de Cuba –y maestro de la prima ballerina cubana Alicia Alonso–, esa destreza tuvo siempre buena estrella.

Sin colgar las zapatillas que quizá pudieron haber pisado muchos más escenarios, por distintas circunstancias, Josefina Conde se dedicó a enseñar ese arte con mucha pasión, al punto de armar y dirigir el extinto ballet del Teatro Teresa Carreño, su mayor logro en Venezuela, tras haber partido de Cuba en medio de la ilusión de un pronto regreso que nunca sucedió. Es la que sigue su historia, la que hubiera podido contar en otra parte, si el destino no la hubiera desviado a tenerla entre nosotros. No por no ser muy alto, uno siempre cabe en todas partes.

Quisiera que me hablara de usted, de su vida en Cuba, de sus recuerdos.

Mi nombre de soltera es Josefina Conde, de casada soy de Fernández Concheso. Nací en La Habana, el 27 de octubre de 1939. Soy hija de padre cubano y de madre colombiana, curiosamente también exilada de Colombia, porque mi abuelo, Alberto García Benítez, era del Partido Conservador de Colombia y cuando se produjo la pugna entre Liberales y Conservadores, empezando los años 20, mi abuelo era Embajador en Cuba, de modo que se tuvo que quedarse en la isla y no pudo volver a Colombia. Es por eso mis padres se conocieron en Cuba.

¿Cómo fueron sus primeros años de infancia?

Tuve una infancia con un hogar bellísimo, con unos padres extraordinarios. Salí a estudiar a Estados Unidos muy jovencita. En Cuba había mucho vínculo con los Estados Unidos y la mayoría de las personas de clase media y cierto nivel cultural, iban a estudiar a ese país.

Comencé a estudiar ballet y desde un principio me encantó. Tenía siete años y los profesores vieron que yo tenía cierto talento. El maestro Michel Fokine, uno de los grandes bailarines salidos de Rusia a principios del siglo XX y que en una gira por toda América decide quedarse en Cuba, fue a la academia donde estudié, me vio y le dijo a mi mamá que quería llevarme para Nueva York. Desde luego mis padres no quisieron, pero seguí tomando clases de ballet en La Habana de una manera muy informal antes de irme a Estados Unidos a hacer el bachillerato. Me gradué y regresé a Cuba, y retomé el ballet y mi profesora, Anna Leontieva, consideró que debía ir al Ballet Nacional de Cuba para que me hicieran una audición. En aquella época a estudiar ballet era un anatema completamente, era prácticamente como dedicarse a la vida alegre, todo un sacrilegio. Mis padres eran muy conservadores, pero al final accedieron y me llevaron a tomar clases. Estuve tomando clases con Fernando Alonso, el esposo de Alicia Alonso, quien de verdad formó a Alicia Alonso, y quien fue el fundador de lo que fue el Ballet de Cuba, una de las compañías más importantes del mundo.

Entré a la compañía después de cinco años y llegué a bailar con el Ballet Nacional de Cuba, pero poco, una o dos veces solamente. En aquella época, para dedicarte en cuerpo y alma al ballet, tenías que venir de un cierto ambiente, y era un poco trabajoso.

¿De qué cierto ambiente?

O tenías que estar en el ambiente musical o si no, sencillamente no te favorecía estar en eso. Yo estudiaba idiomas y las dos cosas no compaginaban. Pero lo hacía como hobby. Empecé a salir con mi esposo, Aurelio Fernández Concheso, porque nuestras familias se conocían de toda la vida y a los seis meses nos casamos. Al año de eso, entra Fidel Castro a La Habana. Yo estaba embarazada de mi primer hijo.

¿Cómo influye ese hecho en su vida?

El padre de mi esposo había sido un gran intelectual, un hombre muy respetado en Cuba, pero también había sido Ministro de Educación, Ministro de Estado, Embajador en Washington, en Inglaterra y varios otros países del mundo. Era un hombre vinculado a la política, muy conocido y respetado porque él, más que político, yo diría, era un intelectual. La madre de mi esposo fue Ministra de Educación, además. La familia Concheso fue entonces perseguida por la revolución. Muere mi suegro y mi suegra tiene que salir exilada por la embajada de Nicaragua, pero mi esposo y yo nos quedamos en Cuba, tratando de salvar por lo menos la casa de mi suegro. Primero salió mi esposo, solo, con un maletín en la mano nada más, y como a los cuatro meses salí yo, pero no pude llevarme a mi hijo, que tenía en ese momento un año. Si hubiera tratado de salir con mi hijo, no me hubieran dejado hacerlo. Tuve que dejarlo con mis padres y eso fue una algo muy fuerte. Hay que haberlo vivido para saber lo terrible que fue.

¿Por no iban a dejarla salir con su hijo?

En realidad habría sido por retaliación política, por el vínculo con mi esposo y su familia. Yo tenía en aquel entonces diez y ocho años nada más, y menos mal que era tan jovencita. Estaba consciente de que era un exilio, pero pensaba que era solamente por tres, cuatro años. Si hubiera sabido que iba a ser para toda la vida, me hubiera vuelvo loca en ese momento. Entonces decidí que iba a salir, pero que iba a sacar al menos algunas de las cosas que tenía, entre ellas un carrito que yo adoraba, un carrito sueco, pequeño, marca Saab. De allá no podías salir sino con una maleta. Si te veían salir con muchas cosas, sospechaban que no volverías. Saqué como siete u ocho maletas en mi carro, pero tenía que irme en un ferry que había entre La Habana y Cayo Hueso. Cuando entrego mi pasaporte, un miliciano, un barbudo de éstos, se queda viendo el pasaporte y se me queda viendo a mí y me pide que lo acompañe. Mis padres estaban viéndome a través del vidrio. Me llevaron para atrás. Yo entre dos milicianos barbudos. Fue la última vez que mis papás supieron de mí. Hubo ahí un vacío de tiempo en el que nadie sabía qué habían hecho conmigo, porque en Cuba cuando te llevaban dos milicianos, no sabías para dónde ibas, igual podía haber ido presa. Una miliciana me registró en un cuartito pequeño, me mandó a quitarme la ropa, y me interrogó. Con ese ímpetu que yo tenía a esa edad, ella me vio muy firme en todo momento y sin ningún temor, y le contesté de una forma muy segura. Cuando salgo de la interrogación, veo a otros milicianos abriéndome las maletas con cuchillos y sacándome todo para afuera, de modo que cuando terminaron les reclamé y les dije que me imaginaba que me iban a ayudar a volver a meter de nuevo todo adentro. Se quedaron mirándome y después de hacerme firmar unos papeles donde decía que yo volvería a Cuba y que no tenía nada en contra de la revolución, me dejaron ir. Creo que fue una cosa bastante sui generis mi salida.

¿No le preguntaron por qué se estaba llevando el carro?

Sí, desde luego, y les dije que era porque a mí me gustaba mi carro y lo quería mucho, y que pensaba pasear con mi carro y después regresar. El ferry demoró tres horas en partir, y se demoró por mí.

Interviene Aurelio Fernández Concheso: Llegué a Cayo Hueso en autobús y me senté en el muelle a esperar. Uno veía el humo del ferry que aparecía en el horizonte, cosa que sucedía a las 12 del mediodía. Dieron la una, las dos, las tres de la tarde y no había ferry a la vista. Yo estaba seguro de que a Josefina la habían parado. Bien entrada la tarde, fue que se vio a lo lejos la chimenea del barco. Tardé la hora que se tomaba el ferry en llegar a puerto desde que uno veía la chimenea a lo lejos en saber que Josefina venía en él.

¿Cómo se reencontró con su hijo?

Una tía que tenía pasaporte colombiano sacó a mi hijo. Así les pareció más seguro a mis padres, que tenían pasaporte cubano. En Miami vivimos dos años y nos fuimos a vivir a Nassau, en las Bahamas, donde nació mi segundo hijo. En Nassau, Aurelio conoció a un señor americano que le ofreció que se viniera a trabajar con él aquí en Venezuela, y esa es la razón por la cual nos vinimos.

Una vez en Venezuela, ¿cómo continua su vida ?

Con mis hijos un poquito más grandes, fui a la Academia Interamericana de Ballet y empecé a tomar clases con un grupo de señoras ya casadas. Iba todos los días y uno de ellos, entró directora la escuela, Margot Contreras, y nos vio hacer la clase. Me llamó luego a su oficina y me propuso que bailara con la Compañía del Ballet Nacional de Venezuela. La Academia Interamericana de Ballet era el apéndice de la Compañía del Ballet Nacional de Venezuela, que dirigían Margot e Irma Contreras, precursoras del ballet clásico en Venezuela.

Lo hablé con mi esposo que siempre ha sido un hombre muy abierto y me dijo que claro que sí, que quería que bailara. Comencé a tomar clases con las profesionales de la compañía y bailé por varios años, pero de nuevo no con la dedicación y la intensidad de las otras bailarinas y no todas las veces.

¿Cuántos años bailó en la Academia Interamericana de Ballet?

Fueron como ocho años. Después dejé de bailar y estuve de profesora por tres años más. En 1991, era Elías Pérez Borjas director general del Teatro Teresa Carreño, y me conocía del Ballet Nacional de Venezuela. La Compañía del Ballet de Caracas la dirigía Vicente Nebrada, coreógrafo de fama internacional. La Compañía Internacional de Caracas también lo era y Pérez Borjas me pidió que lo ayudara a formar una escuela en el Teatro Teresa Carreño. Me dijo que lo pensara porque era un proyecto de bastante envergadura y yo acepté el reto enseguida.

El 11 de abril de 1991 abrió por primera vez las puertas la Escuela de Ballet Teresa Carreño. En dos meses y medio organicé e inauguré la Escuela de Ballet Teresa Carreño con una clase abierta para el público. Fue una escuela no tradicional, distinta a la que estábamos acostumbrados aquí, a la escuela comercial. Ésta era una escuela que ya tenía la responsabilidad de formar a los futuros bailarines de la compañía del Teatro del Teresa Carreño. Se aceptaban a las niñas a los ocho años, después de unas pruebas y unas audiciones bastante rigurosas, que buscaban una serie de condiciones en ellas, que nos aseguraran a nosotros y a sus padres que esa niña iba a llegar a bailar profesionalmente. Había una formación muy completa, que incluía música y folclore, que fue lo que traté de lograr en Venezuela, porque era lo que yo había aprendido en Cuba. En el Ballet Nacional de Cuba no sólo ibas y tomabas unas clases. Tenías una formación muy integral que incluía desde música hasta maquillaje, historia de la danza, distintos tipos de danzas.

Me impulsaba mucho el hecho de que, tanto en Venezuela como en Cuba y como en Latinoamérica, no se le daba importancia ni al bailarín y ni a la bailarina. En estos países, los bailarines no se consideraban profesionales, como se le puede considerar a un periodista, a un ingeniero, a un médico. Se les tenía en otro plano, eran como una raza aparte. Quería profesionalizar el ballet, y siempre fue mi meta lograr el reconocimiento, no solamente artístico, sino profesional e intelectual de los bailarines. Creo que el bailarín es un intelectual de la cultura. La gente ve el ballet, ve la danza y piensa que envuelve solamente el entrenamiento y la disciplina física. La danza envuelve mucho de la parte física, pero mucho también de la parte mental. Tú necesitas igual la disciplina física como la disciplina mental, tienes que tener un intelecto y una fuerza mental muy grande, y mientras más amplia es tu cultura, mientras más te has preparado, mientras más has leído, mientras más música conoces, más vas a reflejar en el escenario eso que eres por dentro. La escuela llegó a tener 120 bailarines.

Mi otra inquietud era erradicar ese concepto que hay en todos estos países, sobre el hecho de que al bailarín hombre no se le respeta, se le tiene como a una persona distinta, como si no fuera un hombre normal, como resultado conceptos machistas. Quizás veían al hombre con la malla y decían que era afeminado y eso traía una serie de consecuencias. Eran excluidos, los miraban como bichos raros. Todavía hoy eso sucede.

Empecé un proyecto adicional, que fuera como fue el origen de la escuela del Ballet Bolshoi de Moscú, que comenzó -y esto lo sabe muy poca gente-, con hombres, con alumnos que venían de orfelinatos de Moscú. Les daban bachillerato, su carrera y todo unido al ballet como parte de su formación artística integral.

Llevé el proyecto al Instituto Nacional del Menor, cuya directora me puso en contacto con la Fundación Atenea y comenzamos un convenio mediante el cual el INAM iba a mandar varones a la Escuela de Ballet Teresa Carreño.

Otras personas me dijeron que estaba loca por querer poner a bailar a niños abandonados, muchos de ellos delincuentes, o ya marcados y dañados por las drogas; que iba a necesitar un equipo de psicólogos, que no lo iba a lograr ni en mil años. Siempre pensé que el mejor tratamiento de psicología que podía tener un ser humano era el contacto con el arte, porque el arte refina el espíritu, el intelecto, te llena, el arte te invade y estaba segura de lograr esto. Recibí niños de ocho años por una razón física desde el punto de vista del ballet: para a ser un profesional se tiene que ir moldeando el cuerpo, la estructura ósea y la estructura muscular desde muy pequeño con ejercicios específicos.

Por otro lado, sí me di cuenta de que, sin duda, ya después de cierta edad, esos niños del INAM ya tenían conductas establecidas -no me gusta usar la palabra vicios, porque esos no son vicios, son sencillamente resultados de antecedentes de vidas, archivos que traen en sus vidas- mientras que a los siete, ocho años, son todavía como una plastilina que tú moldeas, tanto física como mentalmente.

¿Cómo se desarrolló esa primera selección de niños del INAM?

Empezamos a hacer audiciones y encontré niños con el talento físico e intelectual más extraordinario que te puedas imaginar. Todavía pienso esto y me emociona. Eran niños extremadamente introvertidos que no querían hablar, con una desconfianza muy grande. Algunos salían corriendo y se escondían detrás de los paravanes de la sala de ensayo y se ponían en posición fetal.

Como creo que la música es un catalizador intelectual, teniéndolos así, en posición de fetal, les ponía música clásica y me queda sin hablar, con ellos en frente. Al poquito rato, empezaban a desenvolverse, a mirar a su alrededor y me miraban a mí, miraban el reproductor y sencillamente empezaban a ser niños normales. Teníamos que ir poco a poco y aceptamos primero como a 25 niños varones. El talento era general, mucho más que con las niñas, por cierto. En Venezuela hay mucho talento para la danza y las niñas lo tenían, pero nada como esos varones. A los seis meses esos niños eran otros.

¿Alguna vez se presentaron en público?

Llegaron a tomar parte en los ballet del Teatro Teresa Carreño, en Copelia, en el Lago de los Cisnes, llegaron a formar parte de esos montajes. El maestro José Antonio Abreu formó inclusive un proyecto con ellos, que se llamó Ballet Steffy Staal, en memoria de quien fuera aquí una de las bailarinas pioneras del ballet clásico.

¿Alguno de esos niños continuó bailando?

Este cuento no lo sabe mucha gente, pero ellos se escapaban y se venían a refugiar al teatro, a la escuela de ballet. Llegaron a tomarle amor al ballet, a la escuela, a sus profesores.

Luego quise ir más allá y crearles una escuela de arte, porque ellos no solamente iban a la escuela, sino también a aquellos programas musicales para niños que daban en el Teatro Teresa Carreño. En el teatro no teníamos espacio para eso y pensé entonces hacerlo en el Ateneo, con el aval de Nancy Montero, que estaba ciento por ciento de acuerdo, enamorada también del proyecto y con María Corina Machado y su mamá. Lamentablemente eso nunca llegó a darse, porque por alguna razón u otra, a la Escuela de Ballet Teresa Carreño la sacaron del teatro con el argumento de que no había espacio suficiente y por otros argumentos, cosa que fue muy triste.

¿En qué año sucede esto?

En 1998, si mal no recuerdo. Estaba Leonardo Asparren de director general del Teatro Teresa Carreño. Ya Elías Pérez Borjas había fallecido. Pérez Borjas era un hombre extraordinario que reunía dos cualidades que muy raras veces encuentras juntas. Era gerente, era administrador, era el hombre de negocios y, al mismo tiempo, era el artista. Conocía el mundo del arte y el mundo del ballet por dentro como nadie. Asparren era otra cosa, no conocía lo que era de verdad el ballet, tenía sus méritos, pero no estaba en los intríngulis del mundo artístico que había dentro del teatro y nos pidió que desalojáramos la escuela. Le dije que tenía una fundación y un grupo de padres y representantes allá abajo en la escuela, a quienes tenía que responder y no me iban a aceptar eso, de tal forma que yo tampoco podía aceptarlo. Cité a los padres y representantes de la Escuela de Ballet Teresa Carreño para darles la noticia de que iban a cerrar la escuela, que nos habían dado dos semanas para desalojar los espacios, que yo estaba dispuesta a defenderla hasta las últimas consecuencias, pero que sola no podía y que quería saber si ellos me apoyaban. Me dijeron que me apoyaban y les pregunté ¿Ustedes saben lo que significa hasta las últimas consecuencias?, porque para enfrentarnos por esto con personas con mucho poder, yo estaba dispuesta, si era necesario, a poner un colchón allí frente a la puerta de la escuela. Pero un solo colchón lo saltaban fácil, cosa que no sucedería igual si todos poníamos colchones, porque ya les va a costar más trabajo. Todos me apoyaron enseguida y en un ciento por ciento.

¿Cómo fue ese proceso para no perder la sede de la Escuela de Ballet Teresa Carreño?

Gracias a ese apoyo y al del abogado Rafael Naranjo, la escuela se salvó, pero tuvimos que ir a juicio. Una escuela de ballet en los tribunales, imagínate, con la labor que estábamos haciendo. Los padres y representantes eran los querellantes, no yo. Si no hubiera sido una labor extraordinaria, unos padres y representantes no se echan encima el paquete de ir a unos tribunales contra todo el poder del Estado, y esto lo digo con tristeza. Ganamos la querella, pero esas cosas marcan, marcan en más de un sentido. Fue pasando el tiempo, y decidí que me iba a retirar y estaba buscando quien ocupara su lugar. Sólo me iba a quedar supervisando. Pensé en Rafael Portillo que era el depositario de lo que es la danza clásica en Venezuela, y porque fue bailarín de la compañía de Nina Novak, y sin duda Nina Novak es un baluarte en la danza clásica del país. Yo quería a alguien que me supliera, un bailarín clásico de verdad, y para entonces no había compañía de ballet clásico en Venezuela, solamente la de Nina Novak, porque la del Teatro Teresa Carreño, con Vicente Nebrada, gran coreógrafo, era neoclásica, no absolutamente clásica. Rafael aceptó pero falleció a los dos años de estar dirigiendo la escuela, y al fallecer Rafael y estar yo retirada, falleció también la Escuela de Ballet Teresa Carreño, en 1998, con Asparren. La hermana de Rafael Portillo, Irina Portillo, se la llevó y creo que estuvo en el Teatro Municipal, pero eso se acabó también.

¿En este momento el teatro no tiene escuela de ballet?

No.

Después de todas estas experiencias que me ha relatado, ¿Cuál es sentimiento de haber venido a vivir en este país?

Venezuela es mi tierra, mi país, mis hijos y mis nietos son venezolanos, adoro a Venezuela, que nos acogió con los brazos abiertos. Todo lo que uno haga por Venezuela me parece poco, porque cuando tú pierdes tu tierra, es muy importante poder llegar a un lugar donde te reciben como si fueras del mismo país. Eso no hay con qué agradecerlo ni con qué pagarlo, por eso es que tanto Aurelio como yo, hemos siempre pensado que todo lo que uno haga por nuestro país, porque éste es nuestro país, nos parece poco.

Todavía dicen que me queda alguito de acento, y a veces me preguntan que de donde soy y digo que soy de aquí. Ya no concibo que pueda ser de otro lado que no sea de Venezuela.

Personalmente, pienso que no hay que irse, porque regalar el país, regalar a tu país es una cosa muy terrible, a no ser que las circunstancias nos obligaran. No quiero volver a salir traumáticamente de un segundo país y no lo voy a hacer.

Prodavinci 

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