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Oswaldo Barreto: Al margen del desencanto; por Carlos Egaña

Fotografía de Vasco Szinetar

Fotografía de Vasco Szinetar

“El cáncer es algo maravilloso”. Así comienza Swallowing Stones, un retrato socarrón del paso de un exguerrillero venezolano por América Latina, Europa y el Oriente Medio, escrito por Lisa St Aubin de Terán.

La novela no es muy conocida. Jamás fue traducida al español. Y tiene la peculiaridad de que quien la narra, no es ni fue un personaje ficticio. El personaje, que se presentaba físicamente como un Einstein enano que no dejaba de mascar agua, que viajó de Trujillo a Alemania para estudiar con Martin Heidegger, que fue ideólogo de tantos movimientos guerrilleros alrededor del globo, vivió de anciano en alguna esquina de Caracas.

Su nombre fue Oswaldo Barreto. Y hoy, pocos días después de su muerte, sigo sin entender por qué sus hazañas son tan poco conocidas. “Yo una vez traje a Todorov a Venezuela”, refirió cuando nos conocimos, luego de decirle que estudiaba Letras. Ni siquiera había podido preguntarle, asombrado, por su amistad con Roque Dalton y Régis Debray o por supuestamente haber asaltado un avión, o como bien pudo haber narrado Adriano González León en País Portátil.

Tal vez no se interesó mucho por ser otra cosa que profesor –en la UCV, la ULA, la Universidad de la Habana–. Es cierto que como miembro del Partido Comunista francés y de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, participó junto a Teodoro Petkoff en el movimiento guerrillero de Venezuela, medió entre Cuba y Argelia mientras el país africano buscaba la independencia y resistió el golpe de Estado de Pinochet en Chile.

Pero en el país recién fundado de Fidel, era conocido como el profe, lo cual asumía con orgullo. “Soy menos extraordinario de lo que ha indicado el mito”, insiste el alterego de Swallowing Stones, quien además trata sus peripecias por el mundo como “una comedia de errores”, y consigue la paz como académico. No todo el mundo, por más talentoso y conocido, quiere ser la cara del cambio; algunos prefieren idearlo.

Tal vez su carácter lo redujo a los márgenes de nuestra historia. En uno de los pocos libros que lo mencionan, el Diario de Ángel Rama, es caracterizado como “la garrulería revolucionaria de los bares, prototipizada”. Esto, en reacción a una crítica devastadora que hizo Oswaldo de un homenaje a Léopold Sédar Senghor, del uruguayo.

Por mi parte, alguna vez quise proponerle una traducción de la novela de St Aubin de Terán. Y no aceptó, pues insistía en que la gente suele confundir ficción con realidad en este país, y no quería verse envuelto en dilemas sobre su pasado. Luego quise entrevistarlo para un compilado de entrevistas a exguerrilleros que alguna vez pensé en escribir; pero fue impasible con cada pregunta –las juzgó imprecisas, basadas en citas fuera de contexto y conceptos mal comprendidos–. Al final, todos los proyectos que ideé para darle mayor visibilidad a Barreto fallaron, cosa que no pareció importarle mucho.

No obstante, no pudo haber sido de otra manera. Lo incisivo de su personalidad iba de mano con su vocación crítica. Hubo mucho desencanto a su alrededor a lo largo de su vida, y la mano no le temblaba a la hora de señalarlo.

Rama pudo haberlo considerado como un genérico más de la República del Este, pero Oswaldo acusó a Juan Calzadilla, Edmundo Aray y Daniel González de haber traicionado los ideales del Techo de la Ballena y de haber pactado con el chavismo.

Las veces que lo acompañé al Gran Café en Sabana Grande, no dejaba de lamentar la condición miserable de las señoras que venden jalea de mango ni dejaba de quejarse por las malas interpretaciones de un amigo suyo: el Che.

Su casa, por cierto, era un caos. Aunque la suma de viajes que lo definieron y las tantas desilusiones que cargó explican el desorden de sus libros y de su cocina. “¿Por qué este brusco hogar, medio afuera, medio adentro?,” se preguntó alguna vez Paul Celan, un poeta de su preferencia. Y la pregunta va acorde a su cueva en San Bernardino. ¿Cómo no vivir entre escombros con hijos en Alemania, Francia, Irán, y cantidad de revoluciones fallidas a sus espaldas?

“¿Qué es un intelectual revolucionario? Es el que quiere cambiar las cosas gracias a las palabras”, dijo Debray en entrevista con el mismo Oswaldo en 1997. Creo que reflexiones como esa incidieron en que se alejara de las armas y fungiera como articulista en Tal Cual.

Esto, además de su labor como docente e investigador del CELARG. Más que nunca, en una década en que el cambio radical parece cosa común, hemos de hurgar en su archivo y separar la realidad del mito. Tanto desengaño y tanto aprendizaje no pueden quedar en una mera referencia.