Artes

Carlos German Rojas: El discurso artístico y la cerricultura; por Ángel Gustavo Infante

Por Prodavinci | 1 de abril, 2017
“Escaleras Nube Azul” [10/09/1981]. Fotografía de Imágenes de La Ceibita, fotolibro editado (2002) con fotografías de Carlos Germán Rojas, diseño de Waleska Belisario y la acción perceptiva de Claudio Perna.

“Escaleras Nube Azul” [10/09/1981]. Fotografía de Imágenes de La Ceibita, fotolibro editado (2002) con fotografías de Carlos Germán Rojas, diseño de Waleska Belisario y la acción perceptiva de Claudio Perna.

El punto de referencia es solo un diminutivo. Quizá haya pasado a la historia por la gratitud de la migración interna que se fue acomodando a su alrededor, después de morir de pie ante el avance de la masificación. Imagínese que estamos en 1980 y necesitamos dar con ese muchacho de 27 años que anda por el barrio con una cámara fotográfica en el pecho y alguien nos indica: búsquelo más allá de la ceibita. Y uno sin ver la bendita ceiba, que por lo general es un árbol gigantesco, llega hasta la cancha donde alguien más responde: suba por la escalera de los Albornoz y siga por la de los García y los Benítez. O pregunte en el rancho de Orellana. Quizá en medio del laberinto identifique la escalera de los Mota y llegue a Nube Azul entre arbustos de tártago y agujas de maguey y gamelote. O baje extraviado por la otra punta y vaya a trancar al Cerro Grande, un superbloque perezjimenista en cuyo cuarto piso enseñan “Metafísica” desde siempre.

En blanco y negro o a color esto es en la parroquia El Valle, entre Longaray y la mole prefabricada de Los Bucares, por donde vivió Alí Primera en una época en la cual los estudiantes universitarios impusieron la moda de visitar los cerros caraqueños y subían con baquiano, más por curiosidad que por solidaridad, con la guitarra terciada y cierto interés antropológico que les atenuaba el temor por el malandraje, para después retratarse con los vecinos y comprobar si en la foto se veía la nueva sensibilidad de los explotados latinoamericanos que pedía Fredric Jameson y su combo culturalista.

Después una fría o un yoe –léase porro, tío– o ambos inclusive en las escalinatas con “Una mujer con sombrero” o “Me gustan los estudiantes” de fondo, para cerrar la expedición con un asalto al cuartel de las empanadas.

Si esto no lo vio aquel muchacho Carlos Germán, yo sí. Es más: hasta hice de guía turístico. Y aún recuerdo el hallazgo, un tanto tardío, expresado a modo de conclusión con palmada en el hombro antes de despedirnos: ¡El pana vive en el cerro y no es choro! Qué tal.

Ahora bien, lo que sí presenció el artista en cierne fue su entorno y lo captó en detalle a partir de 1976 usando los ángulos como preposiciones visuales, graduando los lentes ante los espacios públicos y privados en una progresión que va del borde urbano representado por la avenida intercomunal, pasa por la cancha deportiva y las escaleras con nomenclatura propia –es decir, las áreas sociales– y llega al recibo adornado con reproducciones de Mona Lisa y Bolívar ecuestre, o a la sala en construcción donde Jesús María, camino a la ducha, entreabre la toalla y se muestra en casual contraste con la columna que Puchi a su pie encofra.

Estas imágenes ofrecen un reporte gráfico de la cerricultura y, a la vez, ensayan un discurso artístico. Por un lado responden a la onda testimonial que por esta época centra su atención en lo social y, por otro, introducen un concepto inédito de la belleza periférica respaldado por la historia reciente: en la mitad de los años setenta aún están frescos los cambios que introdujo la izquierda cultural venezolana, como llamó Alfredo Chacón a esa troupe que tras la utopía política combinó lo grotesco con lo sublime y le quitó a la estética, de una vez por todas, la pátina conservadora de antaño.

Fotografía de Imágenes de La Ceibita, fotolibro editado (2002) con fotografías de Carlos Germán Rojas, diseño de Waleska Belisario y la acción perceptiva de Claudio Perna

Fotografía de Imágenes de La Ceibita, fotolibro editado (2002) con fotografías de Carlos Germán Rojas, diseño de Waleska Belisario y la acción perceptiva de Claudio Perna

Tras el cuestionamiento de lo bello, lo feo adquiere entonces otra categoría, como se advierte en las artes visuales y en la narrativa cinematográfica, especialmente en las películas de Román Chalbaud y Clemente de la Cerda, donde si bien la bondad y la maldad conviven en las orillas, son los malvivientes los que coronan. A diferencia de lo que ocurre en estas imágenes de La Ceibita donde podemos encontrar coincidencias físicas como la de Crisanto, quien parece un doble del popular “Ganzúa” de El pez que fuma, interpretado por Arturo Calderón, o la del chulo de La Garza con guaya de oro y medalla que oscila entre el Héctor que fuma absorto en la esquina o el Freddie sentado sobre la capilla de un difunto y el Dimas que entonces encarnó Miguel Ángel Landa.

Ocurre que nuestro fotógrafo no es un “extranjero” –es decir, un extraño al ámbito, según Duque en Salsa y control– y de seguro conoció también ese lado oscuro que aquí voluntariamente no se reproduce debido, tal vez, a los efectos que produjo en la sociedad los excesos de una de las cintas más duras y taquilleras del momento: Soy un delincuente le asignó un adjetivo al habitante del cerro. Quizá sin quererlo lo rayó. Y ese muchacho que vacila a punta de tres-en-uno en un matiné del 79, ese expositor del poscostumbrismo, vino a demostrar, entre otras cosas, que los malandros y las prostitutas eran una minoría en marginalia. (Y lo siguen siendo, pese a la autoridad otorgada por el gobierno actual). De allí la exclusión y, a la vez, la necesidad de presentar los trabajos y los días (Freddy o el latonero en acción), los usos y costumbres (el juego del trompito, el papagayo, el reto de los cocos en Semana Santa), la trascendencia o la esperanza (las preñadas), la integración del pasado rural y la voluntad de abrirse camino al andar y hacer ciudad, en dos fotos memorables, perfectas: la una, “Eugenio y sus gallos”, que en el cielo poético une a Rulfo y Armas Alfonzo con Igor Barreto, y la otra, “Haciendo las escaleras”, que en el plano terrenal hace que los hombres solidarios suban a sus casas, se subdesarrollen, se reproduzcan y mueran.

La nueva edición de esta suerte de crónicas cerrícolas realizada entre 2005 y 2011 fusiona a color figura y fondo para relatar el destino en aquel hábitat. El reflejo del tiempo habla de parejas eternas (Carlucho y Marlene, Magaly y Wilfredo, Héctor y Elizabeth), nuevos rostros y cambios fisonómicos que uniforman penas y alegrías con una sonrisa, la misma, la de siempre. Y todos ellos, los antiguos vecinos de Carlos Germán, hoy vuelven para celebrarlo, para brindar por los cuarenta años de su oficio artístico. Y yo, que sin saberlo entonces también fui un poco su vecino, quisiera colarme en una de esas fotos para salir como un holograma y decirle al autor: ¡Salud, parroquia!

Prodavinci 

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