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El final de mi aventura autobiográfica // Diario de Armando Rojas Guardia

Study of a Figure in a Landscape (1952),

Study of a Figure in a Landscape (1952), de Francis Bacon

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Media tarde. He sentido la necesidad de encender las luces que alumbran cada noche mi apartamento porque el temblor de las sombras que me rodean, a pesar de que el crepúsculo todavía no es inminente, me hace daño en los ojos del alma, me duele.

Le he prometido enviarle todo lo redactado hasta ahora en este diario, ya revisado y corregido, a la editorial interesada en publicarlo. Muchos lectores conocen sus páginas gracias a las entregas semanales que los amigos de Prodavinci (una prestigiosa página web venezolana) han venido colocando en Internet. Me asombra la receptividad con la que han sido acogidas y valoradas.

Es hora, pues, de finalizar esta aventura de reflexión autobiográfica, esta bitácora literaria de mi viaje interior, estos apuntes personalísimos, estos escorzos ensayísticos: memorial de vivencias, episodios existenciales y múltiples lecturas. Ha constituido una gratificante experiencia de escritura: una vez abierta la puerta del diarismo ya no creo que pueda cerrarla y dejarla atrás. Como les sucedió a André Gide y a Julien Green, y les ocurre en Venezuela a Alejandro Oliveros, Rafael Castillo Zapata y Alejandro Sebastiani Verlezza, de ahora en adelante el diario será para mí una demanda estética y meditativa permanente.

En el claroscuro de esta tarde que penetra masivamente en el interior de mi casa, impregnando mi cuerpo con una levedad doliente, deseo estampar aquí, para terminar, una cavilación también vespertina desde el punto de vista espiritual.

En muchas de estas páginas he descrito mi amor reverente por la belleza del mundo. Se trata de un amor que brota, pulcro y expansivo, de la profunda reconciliación conmigo mismo que me ha sido otorgada —sí, estoy convencido de que se trata de una gracia concedida por la misericordia de la realidad— experimentar aquí y ahora, a todo lo largo y ancho de mi existencia espiritual, psíquica, anímica y corporal. Y, sin embargo, no se me escapa ni por un momento que estoy en la edad exacta —los sesenta y siete años— en que la dinámica de la vida humana lo conduce a uno a conocer experiencialmente el “desengaño” barroco. Los grandes autores literarios del XVII español, en especial Quevedo y Gracián, denominaron “desengaño” a la actitud mental que viene de regreso de toda ficción ilusoria, de toda vana fantasmática deseante, de toda la pompa hueca del optimismo fácil, cuya amnesia culposa busca obliterar la evidencia incontestable: la caducidad de cualquier empresa humana, el carácter esencialmente efímero de todos nuestros empeños, la transitoriedad ontológica de la finitud que somos. Es lo que a su intransferible manera llamó Freud el “trabajo del duelo”, que no es sino la reconciliación voluntaria con la muerte. Yo vivo ya —yo, que conocí la primavera histórica de los años sesenta, cuando todo lo bueno nos pareció posible— la edad de la familiaridad con la distopía: las utopías acabaron revelándonos sus vísceras envenenadas, su carga letal. Aunque supe siempre, como cristiano convencido, que toda utopía es inseparable de la topía de la cruz, también a mí me tocó el turno de elaborar mi propio duelo, mi quevediano desengaño ante el espejismo transformado a la postre en horror.

Bajo la claridad mortecina y envolvente de esta tarde, me repito las palabras inolvidables de Baltasar Gracián:

“Todo cuanto hay se burla del miserable hombre: el mundo le engaña, la vida le miente, la fortuna le burla, la salud le falta, la edad se pasa, el mal le da priesa, el bien se le ausenta, los años huyen, los contentos no llegan, el tiempo vuela, la vida se acaba, la muerte le coge, la sepultura le traga, la tierra le cubre, la pudrición le deshace, el olvido le aniquila, y el que ayer fue hombre hoy es polvo y mañana nada”

Pero igualmente me digo, en medio de la luminosidad casi cenital de este momento del día y de mi vida, aquellas otras palabras de Francisco de Quevedo, que son un testimonio trémulo y la confesión de un minuto singular de su historia mental: “El mundo me ha hechizado. Nada me desengaña”. Son las dos caras de la misma relampagueante moneda: es verdad que la muerte, como la sombra en este apartamento, entra profusamente y a saco en todo lo que somos, amamos, deseamos y hacemos. No obstante, esta constatación no desmiente, me lo dice mi propia fe religiosa convertida dentro de mí en carne psíquica, la convicción de que la bondad entitativa del mundo es real, de que el universo es bello, de que el ca(os)mos del que somos parte merece nuestra reverencia y nuestra devoción (“… y vio Dios todo cuanto había creado, y era muy bueno”, Gen 1, 31). Me digo a mí mismo, y con este resumen finalizo, porque recoge bien el espíritu de todo lo escrito en este diario, lo afirmado por Leszek Kołakowski, tanto más significativo cuanto proviene de un pensador no creyente: “(…) un cristianismo que desee conservar su vitalidad en la civilización que hoy toma incremento debe persuadirse de que el mundo empírico y la historia humana no solo revelan lo divino, sino que representan el modo de existencia de la divinidad, y de que —con otras palabras— el hombre ha de considerar lo divino como una dimensión especial del propio contacto con el mundo, como el “aspecto sagrado” de la realidad empírica, y no como otro mundo al que sólo puede ingresar a través de la negación de su propia existencia física (…)”. El mundo no es el teatro del antagonismo cósmico entre las fuerzas de la naturaleza, abyecta y sucia, y el espíritu que pugna por liberarse de aquellas. El mundo es todo espíritu y todo naturaleza, no existe frontera alguna entre profano y santo, puesto que en todas las ramas de la historia cósmica opera la misma energía divina. Todo es sagrado y todo es divino o, dicho de otro modo, todo tiene la dimensión de la santidad, en todas las cosas pueden descubrirse vestigios de la actividad secreta del Iniciador divino del mundo”.