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Mi visión personal del cuerpo // Diario de Armando Rojas Guardia

Rapto de Proserpina (1621-22), de Gian Lorenzo Bernini

Fragmento de el Rapto de Proserpina (1621-1622), de Gian Lorenzo Bernini

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Ahora es el momento de responder la segunda pregunta que hace meses me formuló Jorge Pedroza: cuál es mi visión personal del cuerpo, tal como impregna mi trabajo intelectual y literario.

Ante todo, mi cuerpo es el objeto cuyo sujeto soy yo. Para Spinoza, el alma y el cuerpo son la misma e idéntica cosa. Yo digo, de acuerdo al espíritu de su filosofía, que el alma es la densidad abismal del cuerpo, su insondable carnalidad subjetiva. El “homo sapiens” no ostentaría esa abisal interioridad si no estuviera dotado de la altísima formalización biológica (empezando por el tamaño y la sofisticación neuroquímica de su cerebro) que la hace posible. Mi cuerpo es el órgano sensible de mi conciencia: su sensibilidad, su sensitividad y su sensorialidad están hasta tal punto entrelazadas con ella, con mi conciencia, que “todo lo que aumenta el poder de acción de mi cuerpo aumenta automáticamente el poder de acción de mi conciencia”(Spinoza).

Siguiendo a Nietzsche, concibo, además, al cuerpo sobre todo como el sujeto del deseo. El deseo es la potencia de gozar y de obrar. No hay que confundir esa potencia con el hueco, a llenar, de la carencia; en ese sentido, el deseo no es Eros, si, en línea platónica, éste constituye el apetito de lo que nos falta, el hambre del objeto que no tenemos y deseamos poseer. El deseo es mi potencia de existir, de mi sentir y, como he dicho, de mi obrar. La facultad deseante, como afirma Aristóteles en De anima es nuestro único principio motor. Spinoza también postula que el deseo es la forma humana del “conatus”, es decir, la fuerza que somos, de la que resultamos, la que nos atraviesa, nos constituye y nos anima: “Es la esencia misma del hombre en cuanto concebida como determinada a hacer algo en virtud de una afección cualquiera que se da en ella”. Es lo que soy: cuerpo internamente abismal que desea.

Mi deseo, en tanto humano, es por definición ilimitado. No solo porque nunca termino de desear, sino sobre todo porque lo que deseo, lo que quiero, es precisamente no ser cosa. La cosa no es más que lo que es, y yo soy lo no-idéntico, lo no-cosa, mi querer no aspira en el fondo último de sí mismo a nada finito ni puede contentarse con ello: lo que quiero es reconocerme como no-cosa: el deseo solo puede identificarse sin cosificación con otra infinitud, con otra no-identidad no cosificada. Aquí ya palpo el discurso de Emmanuel Levinas: lo infinito en lo finito, el más en el menos, que se realizan y se producen como deseo. No como un deseo que se apacigua con la posesión de lo deseable sino como el deseo de lo infinito que lo deseable suscita en lugar de satisfacet. El deseo como desinterés: lo deseable, para Levinas, detiene la negatividad del yo, que se ejerce como poder, como dominio cosificador. El modo por el cual se presenta el Otro ante mí, superando la mera idea de lo-otro, de lo neutro cosificado, lo llamamos rostro. Ese rostro no consiste en figurar como tema ante mi mirada, en exponerse como un conjunto de cualidades formando una imagen: el rostro del Otro desborda en todo momento la imagen plástica que él me deja, la idea de él a mi medida y a la medida de su “ideatum”: el rostro no es el develamiento de un neutro impersonal sino una expresión: el contenido de esta expresión que es esta expresión misma. Se trata de una transitividad sin violencia que me enseña, no mayéuticamente porque no proviene de mí sino de la pura exterioridad, trayéndome más de lo que yo contengo. Adviene, así, la impronta ética de la interpelación: el Ortro como la extranjeridad que nos llama.

El cuerpo es, igualmente, el protagonista de una antropológica liturgia pascual: dirigido, por su posición erecta, hacia lo alto, esa verticalidad constituye una conquista, a la vez biológica, psíquica y espiritual, sobre la pesadez de la mera animalidad, conquista que fustiga toda tentación de arrastrarse, sea por pereza o por desesperación, y determina también la posibilidad de hablar, porque las manos, levantadas del suelo, toman a su cargo la alimentación liberando la boca para la palabra. La cara se hace posible para ella, para la palabra y para la mirada: aparece el rostro. Surgir, insurgir, resurgir, levantándose de manera constante de la lasitud, del dejarse-ir y del dejar-hacer, de la vergüenza y de la desesperanza, de todo lo que obliga a bajar la cabeza y nos regresa, entrópicamente, a la horizontalidad.

Mi cuerpo es mi manera polimorfa de estar en el mundo; la emergencia parlante y obrante del destino que soy. La Palabra, dice el Evangelio (Jn 1, 14), se hizo carne. No dice “se hizo hombre” sino “se hizo carne” (“sarx”, en griego). En el cuerpo de Jesucristo Dios se hizo materia animada. Desde él, la relación de Dios con el mundo, incluidos la materia y los cuerpos, está totalmente involucrada en su relación consigo mismo: ambas son una sola. Quien dice cuerpo dice tiempo; y quien dice tiempo dice historia. A través del cuerpo de Cristo, Dios se ha sumergido en la historia. Podemos y debemos, pues, afirmar que Dios acontece: no es “acto puro”, a la manera en que lo concibe la filosofía aristotélica, sino, como lo postula la tradición bíblica, él, Dios mismo, nos adviene en el ámbito específico del suceder (y no en el mero orden del ser): ¿qué ocurre en una vida humana cuando la divinidad entra en ella? Tal es la pregunta que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento quieren responder. Y el proyecto de la metafísica occidental, operativizado desde hace milenios, implica la supremacía del alma sobre el cuerpo, de las facultades intelectivas sobre las afectivas: la vida emocional se concibe como un estado de pasividad y de subordinación a la vida intelectual, que es activa e impasible. Para esta metafísica, lo pasivo posee un rango de minoría ontológica frente a lo activo; de tal modo que involucra una disminución de la experiencia sensitiva y afectiva, que se percibe como algo patológico, femenino y servil. El daño cultural ocasionado por todo este menosprecio de la corporalidad (la concepción según la cual esta es la “cárcel del alma”) resulta incalculable, hasta convertir a la civilización occidental en una de las más puritanas de la historia: no solo se expulsa al sentir del proyecto metafísico por su imbricación con el cuerpo, sino también, y por la misma razón, se visualiza peyorativamente al placer: el orfismo, el pitagorismo, el platonismo, el gnosticismo, el neoplatonismo, el judaísmo helenista y el estoicismo consideran, cada uno a su manera pero al unísono, que el placer es una seducción pasional que pone en peligro la vida moral: constituye para esta una amenaza. Esta visión negativa del goce se consuma, dentro del cristianismo, ya en las cartas de Pablo de Tarso, dentro de las cuales se opera una deshistorización, una subjetivización y una moralización del contenido eminentemente escatológico e histórico de los evangelios: ellas abren la puerta a la identificación del cristiano con el buen ciudadano: el Reino de Dios, que para Jesús es ante todo un mundo nuevo de relaciones humanas, mundo que ha de empezar a construirse en el presente histórico, se convierte en un mero catálogo de virtudes morales, a la manera estoica; virtudes cuyo despliegue surge, dentro del hombre, desde la victoria sobre el placer y las demandas específicas del cuerpo.

En nuestro tiempo, André Comte-Sponville y Michel Onfray actualizan la línea subversiva, a contracorriente, de las éticas eudomonológicas de Demócrito, los cirenaicos, Epicuro, Lucrecio, Montaigne, Spinoza, Nietzsche, Albert Camus, para las cuales —son palabras de Paul Ricoeur— “tomada, en efecto, en su intención más radical, la crítica del placer es finalmente la larga vuelta de una justificación de la felicidad como placer superior”. Spinoza se atrevió a enunciarlo lapidariamente:

“Placer es la pasión por virtud de la cual la mente pasa a un estado de perfección más alto. Dolor, en cambio, es la pasión por virtud de la cual la mente pasa a un estado de perfección más bajo”

Acabo de penetrar, describiéndolo, en un noble asunto que ha merecido mi alabanza. El esquizofrénico ofrece un óbolo verbal a este cuerpo que lo ha acompañado, a veces desde una lejanía conflictiva y otras desde una hospitalidad entrañable, en cada uno de los episodios de su vida. Bendita, intacta y misericordiosa compañía. Desde lo más hondo de mí mismo, prorrumpo en acción de gracias por ella.

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