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El nuevo interregno: la estabilidad negativa en Venezuela; por Michael Penfold

Fotografía de Verónica Aponte

Fotografía de Verónica Aponte

La actual crisis venezolana es en todas sus dimensiones una crisis estructural. Es difícil visualizar la posibilidad de un cambio en las perspectivas sociales, económicas o políticas, que cada vez están más íntimamente interrelacionadas, sin pensar en alguna transformación repentina que permita promover un nuevo comienzo. El país desea soñar un futuro diferente pero su realidad lo mantiene tortuosamente atrapado en el presente.

Es indudable que en el 2016, luego del sorprendente triunfo de la oposición en las elecciones legislativas, se llegó a pensar que la dimensión política de la crisis venezolana podría suministrar una renovada fuente de transformación histórica, sobre todo por lo que implicaba constitucionalmente que unas fuerzas de oposición obtuvieran una mayoría calificada en la Asamblea Nacional. Sin embargo, la forma como el chavismo nombró preventivamente los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, el apresurado anuncio inaugural del liderazgo parlamentario de una salida en seis meses del Presidente de la República, la abrupta suspensión del referéndum revocatorio, el quiebre de la mesa de negociación, la falta de coordinación del mundo opositor, el férreo control institucional del gobierno sobre el resto de los poderes públicos y la forzada desmovilización ciudadana, lograron poner en suspenso la capacidad de los agentes políticos de modificar irreversiblemente la situación nacional. Ahora el país padece una crisis de expectativas.

Una vez consumado el fracaso de la salida constitucional que prometía inexorablemente suceder a los sorpresivos cambios del mapa electoral venezolano, comenzó a hacerse evidente que la dimensión política del conflicto que padecemos carecía del poder suficiente para modificar un equilibrio, que si bien puede ser inestable, luce mucho más duradero de lo que hace unos meses atrás estábamos todos dispuestos a aceptar. El gobierno claramente no está plenamente consolidado pero sí ha logrado obtener su objetivo más preciado: sobrevivir. Lo ha hecho suspendiendo hasta nuevo aviso el derecho al voto y haciendo ver que cualquier convocatoria electoral futura será resultado más de una negociación política, todavía incierta, que producto del cumplimiento de unas normas constitucionales. Curiosamente, el costo político de semejante arbitrariedad lo ha pagado la oposición (envuelta en unas enconadas y absurdas diatribas internas que le han restado asertividad y credibilidad frente a sus grupos de apoyo); mientras que el gobierno ha logrado astutamente evadir la responsabilidad política de lo que supone unas acciones que son no sólo abusivas sino claramente inconstitucionales.

En el plano económico, la recesión continuó profundizándose ante la insistencia del chavismo de mantener a toda costa un modelo de controles de cambio y de precios que ha dejado al país dilapidado y exhausto. El gobierno siempre podrá realizar algunos ajustes a su actual esquema de controles pero serán simples modificaciones parciales (ni siquiera reformas) con poco impacto sobre la actividad productiva y mucho menos podrán detener la espiral inflacionaria sin un programa de estabilización creíble. Según las cifras no oficiales que se lograron filtrar del Banco Central de Venezuela, y publicadas a través de una agencia de noticias en el exterior, la contracción económica en el 2016 alcanzó más de 18 puntos del PIB y la inflación superó el 800 por ciento. Lo que para muchos analistas era una constatación anecdótica se ha convertido en una certeza estadística: estamos sumergidos en el peor colapso económico de la historia contemporánea de Venezuela.

Algunos aducirán que un precio petrolero que para el 2017 parece estar en franca recuperación, como resultado de los acuerdos de recortes de la OPEP, y un costoso ajuste externo en materia de importaciones que cerró el año en 18 mil millones de dólares, debería en teoría permitirle al gobierno un poco más de margen de maniobra financiera. Ciertamente, el gobierno tendrá mayor holgura pero tampoco lo suficiente como para reimpulsar el país. Es evidente que Venezuela, sin un programa económico que le otorgue acceso inmediato a los mercados internacionales y que le ayude a atraer inversión privada, continuará siendo un país con mayores presiones inflacionarias y una caída continua del crecimiento. El Fondo Monetario Internacional anticipa que mientras América Latina va a crecer a una tasa de apenas 1.2 por ciento en el 2017, Venezuela se contraerá en 6 puntos del PIB y experimentará una aceleración hiperinflacionaria debido al creciente financiamiento monetario de su déficit fiscal.

Ante esta realidad, PDVSA probablemente no pueda financiar las inversiones que necesita para estabilizar su producción petrolera y detener la caída de más de 200.000 barriles diarios que experimentó el año pasado. La razón es que los compromisos de pago de deuda externa en el 2017, que aún siendo menores que en el 2016, seguirán siendo cuantiosos y por lo tanto el flujo de caja de la petrolera estatal se mantendrá muy ajustado. Bajo este escenario, el sector privado continuará sin tener los incentivos para invertir en el país pues deberá seguir lidiando con la falta de acceso a divisas y tendrá que mantenerse haciendo piruetas para superar todo tipo de barreras regulatorias. Tan sólo una transformación en la política petrolera que le permita a los socios privados de PDVSA —bajo el actual esquema que establece la legislación en materia de hidrocarburos— tener un mayor control directo sobre las operaciones, un sistema cambiario competitivo y un renovado foco estratégico en los campos marginales, podría llegar a modificar en el corto plazo esta triste tendencia. Para el sector privado no petrolero, las perspectivas lucen aún más complicadas pues su futuro depende de un giro en el modelo productivo y en la remoción definitiva del resto de los controles sobre la economía. Algo que difícilmente llegará a suceder frente a un gobierno que insiste en esconder sus deficiencias utilizando la excusa de ser víctima de una absurda guerra económica.

Tan sólo queda la dimensión social como potencial factor de cambio y su verdadera incógnita: los niveles de conflictividad.

Las protestas sociales como consecuencias de la crisis económica y el rápido empobrecimiento de los venezolanos, sobre todo en el interior del país, han venido aumentando significativamente. Los eventos del año pasado en Cumaná, Tucupita, San Félix y Ciudad Bolívar mostraron una población desesperada ante las consecuencias de una política económica que profundizó el desabastecimiento, pulverizó el salario y aumentó la inequidad. Hasta ahora esta conflictividad ha estado focalizada en centros urbanos de menor tamaño con poco impacto en zonas de mayor densidad como Caracas, Maracaibo, Valencia o Barquisimeto. Tan sólo protestas de cierta magnitud, que logren filtrarse hacia zonas urbanas de mayor escala —pero sobre todo hacia la zona metropolitana—, podrían hacer que el gobierno enfrente una situación de emergencia que desborde sus capacidades. Algo que claramente todavía no ha ocurrido y que hasta ahora ha sido contenido de forma efectiva por las fuerzas de seguridad. Esto no quiere decir que los ciudadanos no estén dispuestos a protestar. Lo hacen cada vez más intensamente pero todavía de una forma relativamente aislada.

El gobierno anticipa este riesgo y es por ello que profundiza la implementación tanto de los CLAPs como la entrega del Carnet de la Patria. El primero como un mecanismo asistencialista en materia de alimentos para garantizar un control territorial sobre los sectores de bajos ingresos y el segundo como un subsidio directo que probablemente sea condicionado clientelarmente para tratar de recuperar la base electoral del chavismo que se ha visto seriamente disminuida. Es evidente que este esfuerzo tendrá algunos réditos pero también es verdad que sin modificaciones profundas en la política económica estos esfuerzos van a ser poco duraderos. La razón es que esta política social —que supone en términos reales una expansión importante del gasto público—, no puede ser financiada responsablemente al menos que haya una nueva política cambiaria así como un aumento del precio de la gasolina. Sin estos cambios en la política económica, las acciones para mejorar la compensación social de una forma directa, lo cual es necesario, van a profundizar las presiones inflacionarias y en poco tiempo estos distintos subsidios serán cada vez menos efectivos. Es por ello que para el Presidente Maduro repetir los efectos políticos que alcanzaron las distintas Misiones de Chávez en el 2004 será una apuesta difícil de emular, sobre todo bajo el actual contexto petrolero, y como consecuencia de las grandes distorsiones acumuladas de una política cambiaria, monetaria y fiscal claramente disfuncional.

Es así como hemos entrado en un escenario de estabilidad negativa. El gobierno ha actuado de una forma efectiva al profundizar su lógica de supervivencia política a cambio de terminar de desinstitucionalizar lo que quedaba del sistema electoral y de sacrificar el bienestar material de todos los venezolanos. Curiosamente esta lógica le permitió suspender el cronograma comicial sin incurrir en mayores costos tanto en el plano doméstico como internacional. El Presidente Maduro con 18 por ciento de popularidad supera los números de aprobación de Santos en Colombia, Peña Nieto en México y Bachelet en Chile. La oposición, en un contexto social y económico cada vez más complejo ante la profundidad de la crisis, que le debió haber sido políticamente más favorable, y que le hubiese dado la oportunidad de conectar con nuevos segmentos de la sociedad, incluso con el chavismo, perdió credibilidad debido a sus divisiones internas para enfrentar oportunamente la suspensión del referéndum revocatorio. La decisión posterior de la Asamblea Nacional de declarar el abandono del cargo del Presidente de la República, sin poder ejecutarlo en la realidad, fue un ejercicio de pura ficción que le resto aún más credibilidad política.

Pero este interregno tiene un tiempo finito: las elecciones presidenciales. Durante este nuevo periodo de hibernación la espera será larga y probablemente los actores también serán otros. Es improbable aunque tampoco imposible que el gobierno logre justificar la suspensión de esta contienda aunque seguramente continuará dividiendo a la oposición a través de distintos estratagemas: persecusión a los sectores más radicales, anulación de la tarjeta de la Unidad, incremento en los requisitos de legalización de los partidos políticos y más inhabilitaciones políticas. En ese contexto, el reto de la oposición será fortalecer la unidad y establecer una verdadera coordinación tanto en el plano nacional como internacional para impulsar las elecciones, ampliar la coalición hacia nuevos sectores sociales, incluyendo al chavismo, para promover un acuerdo nacional transitorio. Algunas fuerzas dentro de la oposición harán esfuerzos loables por convocar unas elecciones regionales y locales en el 2017, que muy probablemente continuarán siendo postergadas, pues su realización dependerá exclusivamente tanto de la voluntad gubernamental como de la presión social e internacional. Durante los próximos meses, la comunidad internacional insistirá en la conveniencia de una salida negociada pero el gobierno continuará sin voluntad real de cumplir con sus compromisos y la oposición vacilará ante la pertinencia de un acuerdo. En el fondo ambos actores desean lo imposible: una negociación que implique una victoria aplastante frente al otro; lo cual es intrínsicamente contradictorio. Hipócritamente ambos actores niegan lo evidente: el país requiere un pacto de gobernabilidad con garantías mutuas que ante la falta de árbitros nacionales tan sólo puede ser facilitado por esa misma comunidad internacional de la que tanto desconfían.

La sociedad venezolana en este escenario quedará desorientada. La población, quizás en un acto de desesperación espontánea, altere repentinamente el futuro del país. Pero semejante apuesta es un acto de fe más que una certeza política. El 23 de Enero hizo ver que la calle no existe sin coordinación política. Es por ello que en estos momentos tan complejos lo que el país requiere es un liderazgo social responsable, es decir, con transparencia y sinceridad en el discurso y que transmita amplitud y solidaridad. El gobierno para poder seguir sobreviviendo continuará levantando un muro de contención para atrincherarse. Y para superar este obstáculo, la sociedad venezolana deberá crear nuevas formas de articulación social que le permitan canalizar sus expectativas de cambio. Solo una sociedad dispuesta a presionar organizadamente tanto al gobierno como a la oposición —pero también que esté dispuesta a abrir nuevos canales de comunicación con todas las fuerzas vivas del país, independientemente de su carga valorativa— logrará materializar una salida electoral. Este es el reto para Venezuela. Y ese reto supone la restauración de una verdadera convivencia democrática.