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Curas de barrios venezolanos: entre el hambre y el diálogo; por Valentina Oropeza

Fotografìa de Iñaki Zugasti

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Pelar papas, picar zanahorias, hervir la carne junto con las mazorcas de maíz. Dos sacerdotes y diez voluntarios laicos se reparten las tareas que faltan. Servirán una sopa para 80 comensales en la Iglesia San Judas Tadeo, al noroeste de Caracas. El párroco José Antonio Díaz supervisa los preparativos sin esperanzas en que el Gobierno venezolano y la oposición pacten acuerdos para aliviar la crisis social que presencia cada día por el desabastecimiento de alimentos y la inflación, tres meses después de que arrancara un diálogo facilitado por el Vaticano. Una convicción lo guía: el hambre no espera a la política.

Enviado a Caracas para ser los ojos y la voz del Papa Francisco en los encuentros de octubre y noviembre, monseñor Claudio María Celli “ha renunciado” a visitar Venezuela en enero, informó el nuncio apostólico, Aldo Giordano, en una carta que envió a Jesús Torrealba, secretario ejecutivo de la opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD).

Entre los facilitadores del Vaticano y la Unión Suramericana de Naciones, Celli fue el vocero encargado de leer ante periodistas los compromisos a los que llegaron las partes en la última reunión, el sábado 12 de noviembre: “combatir toda forma de sabotaje, boicot o agresión a la economía venezolana”, superar “la situación de desacato de la Asamblea Nacional”, defender los derechos de Venezuela sobre la Guayana Esequiba y “reforzar institucionalmente” el diálogo.

Ese sábado el diputado Julio Borges, jefe de la bancada opositora, indicó en su cuenta de Twitter que el Gobierno aceptó abrir un canal humanitario, liberar a “presos políticos” y restituir las competencias de la Asamblea Nacional. Pero el 30 de noviembre la MUD condicionó su presencia en la tercera reunión, prevista para el 6 de diciembre, a que el Ejecutivo cumpliera esas exigencias. La oposición ya había suspendido las manifestaciones, desincorporado a los parlamentarios de Amazonas y postergado la evaluación en el Poder Legislativo a la responsabilidad política del presidente Nicolás Maduro en la crisis. El cronograma de reuniones se deshizo: el 6 de diciembre y el 13 de enero no hubo encuentros entre los representantes del Ejecutivo y la disidencia.

A poco menos de dos kilómetros del palacio presidencial de Miraflores, en el comedor de San Judas Tadeo los voluntarios laicos son indiferentes al estancamiento de las conversaciones. Nunca le dieron crédito. Los sacerdotes, en cambio, confiaron en que llegarían provisiones de alimentos y medicinas a Venezuela para fin de año. Pero ya no queda rastro de aquel entusiasmo en esta cocina donde preparan una “olla solidaria”, iniciativa del clero de Caracas para mitigar el hambre en las comunidades donde laboran. Con el juego político trancado, la resignación gobierna este esfuerzo colectivo por repartir almuerzos en envases hondos de plástico que fueron fabricados para almacenar margarina. Este domingo 15 de enero de 2017, todos comulgan en una misma preocupación: hay hambre en la calle.

Ancianos huesudos y solitarios, mujeres jóvenes con bebés de pecho o niños en edad escolar, que se dan las manos para cruzar las calles sin custodia de adultos, piden comida cada día en las iglesias de La Pastora, Altagracia, San Martín, San Juan, Lídice, San José, San Francisco, Catia, Propatria, Prados de María y El Paraíso. “Padre, tengo dos días sin comer”, es la frase que escuchan una y otra vez los párrocos de barrios pobres y zonas residenciales de clase media venidas a menos en el centro y el oeste de la capital venezolana. “Algunos lloran, otros evitan mirar de frente. Todos se ven avergonzados cuando llegan y desesperados cuando se van con las manos vacías”, comenta un cura con la solemnidad de una confesión.

Fotografìa de Iñaki Zugasti

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De la tregua a la reconciliación

En la avenida Sucre de Catia, al oeste de Caracas, un enjambre de motocicletas ruge cuando la luz del semáforo cambia a verde. Cinco mujeres con bolsas de plástico que traslucen paquetes de arroz y harina de maíz precocida cruzan la calle contra cualquier dictamen del sentido común, mientras los motorizados las esquivan con maniobras casi imperceptibles que les regalan unos segundos para dar otro vistazo a las bolsas sin rozar a los peatones. Las aceras están atestadas de compradores en cola para adquirir alimentos a precios regulados.

Los sacerdotes en Catia prefieren no identificarse. Aseguran que la mitad de la feligresía es opositora y la otra mitad chavista, así que no les conviene meterse en política para evitar complicaciones con el trabajo pastoral. Los extranjeros zanjan cualquier intento de conversar sobre el diálogo con una advertencia: “Si me ven hablando contigo, me expulsan del país”.

Aunque confiesa no haber seguido los pormenores del diálogo, un cura de 40 años radicado en esta zona considera imprescindible una tregua entre el Gobierno y la oposición. “Mi única esperanza es que escuchen a la Iglesia para que lleguen a acuerdos concretos, por amor a tanta gente que sufre”. Está convencido de que los fieles no buscan una guía política en la iglesia católica. “Lo que la gente quiere es apoyo en su vida diaria: ‘me mataron a mi hijo; mi mamá está malita’, eso es lo que uno escucha”.

En el barrio El Guarataro, también al oeste de Caracas, otro párroco opina que el Papa fue “ingenuo” al incursionar como facilitador de las conversaciones. “No había condiciones para dialogar. El Gobierno quería comprar tiempo y la oposición no estuvo a la altura del reto. Ellos solo defienden sus propios intereses y no los del pueblo”. En la parroquia solían almacenar una reserva de comida para los más pobres. Ahora los curas y seminaristas se alimentan con dificultades: hasta noviembre recibieron dos bolsas de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap), un programa de repartición de alimentos casa por casa que implementó Maduro en abril pasado para mitigar la escasez. En diciembre llegó solo una, que a duras penas alcanzó para tres días.

El mensaje de Año Nuevo que pronunciaron los curas de Caracas en las misas del primero de enero, redactado por el cardenal Jorge Urosa, pedía al Gobierno “resolver la gravísima crisis alimentaria y de medicamentos”, propiciada por “un sistema económico errado, el totalitarismo socialista que adscribe al Estado el control total de la economía”. También llamaba al Ejecutivo a reconocer “las facultades constitucionales de la Asamblea Nacional”, liberar a los presos “por hechos conexos con actividades políticas”, hacer el referendo revocatorio y evitar la “violencia social”.

Cuando este sacerdote de 37 años leyó aquel discurso desde el púlpito, recordó la carta pastoral del primero de mayo de 1957 de monseñor Rafael Arias Blanco, un análisis de la precaria situación de los obreros venezolanos en medio de un incremento histórico en la producción per cápita del país. Gabriel García Márquez definió aquel documento como “la primera chispa de la subversión” del 23 de enero de 1958 contra el régimen del general Marcos Pérez Jiménez, en el reportaje El clero en la lucha.

Fotografìa de Iñaki Zugasti

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El cardenal Urosa descartó que se haya inspirado en la misiva de monseñor Arias, durante una conversación telefónica el miércoles 18 de enero, aunque lo reconoce como un “paradigma en la defensa de los derechos del pueblo”. Ya no recuerda cuándo fue la última vez que los obispos solicitaron reunirse con las autoridades y lamenta que no haya “una verdadera comunicación” entre el Gobierno y la Conferencia Episcopal Venezolana.

Minutos más tarde, en una rueda de prensa en Miraflores con corresponsales extranjeros, Maduro afirmó que no hay otra alternativa que dialogar, pero sin condiciones preestablecidas. “Nuestro Gobierno tiene toda la capacidad y flexibilidad para buscar acuerdos”.

Aunque varios párrocos recibieron esta declaración con ironía y sorna, un sacerdote de La Pastora reivindica poner la otra mejilla con miras a la reconciliación: “No debe importarnos si salimos bien o mal parados de esto. Hay que dejar la arrogancia y quedarnos en la mesa hasta que el gobierno y la oposición discutan lo que nos interesa a la mayoría: cómo hacemos para acabar con el hambre y la falta de acceso a medicinas”.

Pese a la gravedad de las circunstancias, el padre Díaz celebra que la necesidad haya mitigado la confrontación política. “La polarización se acabó. La gente quiere soluciones a sus problemas y está hastiada de la pelea estéril entre el Gobierno y la oposición”.

El viernes 20 de enero, el Vaticano y los facilitadores de Unasur propusieron a las partes una agenda de 21 puntos para relanzar las discusiones.

Ayuda disponible

Monseñor Pietro Parolín, secretario de Estado del Vaticano, le recordó a Maduro en una carta fechada el primero de diciembre de 2016 en el Vaticano que Cáritas, el brazo humanitario de la iglesia católica, “está dispuesta a prestar toda la ayuda posible, con los medios a su alcance, para salir de esta situación de emergencia social”. En septiembre pasado ese suministro alcanzaba para llenar unos 30 containers, indica el diácono Virgilio Cartagena, director de Cáritas Caracas.

Pero el Gobierno venezolano no admite suministros que puedan llevar la etiqueta de ayuda humanitaria. En noviembre, el Servicio Integrado de Administración Aduanera y Tributaria declaró en abandono legal un cargamento de medicinas despachado desde Chile pese a que Cáritas cumplió con los trámites administrativos y lo entregó al Instituto Venezolano de los Seguros Sociales. Aunque no es una medida formal, Cartagena señala que desde entonces el Estado califica esos envíos como “préstamos” en lugar de “donaciones”.

El año pasado el diácono sólo recibió dos envíos, uno de Colombia y otro de Francia, en maletas trasladadas por viajeros que cooperan voluntariamente con Cáritas y contenían unas cuantas inyectadoras y algunos calmantes, en medio de una escasez de medicamentos que organizaciones farmacéuticas calculan en 80%. Ya en agosto Venezuela estaba sumida en una “crisis humanitaria” según Ban Ki-moon, entonces Secretario General de Naciones Unidas, debido a las dificultades para obtener comida, agua, tratamientos médicos y ropa.

Aunque la gestión de riesgo de Cáritas Venezuela se ha enfocado en los desastres naturales frecuentes en el trópico —deslaves e inundaciones—, el desabastecimiento obligó a sus encargados a ocuparse de la desnutrición infantil, especialmente entre niños de cero a dos años, cuando el hambre ocasiona daños irreversibles en el desarrollo biológico e intelectual del ser humano.

Por esa razón los curas de San Judas Tadeo reabrirán el comedor este año para alimentar a los estudiantes del Colegio Agustiniano de San Judas, que llegan en la mañana con el estómago vacío y se despiden al mediodía sin la certeza de que podrán almorzar en casa.

Fotografìa de Iñaki Zugasti

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Durante cinco lustros este merendero ofreció desayunos para indigentes de lunes a viernes: café, jugo, avena y arepas rellenas con queso y jamón, huevos revueltos y la “premium”, que repartían los viernes con caraotas negras y queso rallado, recuerda Manuel Ferrer, beneficiario desde los tiempos de bonanza. Pero a finales de 2015 cerraron: la inflación convirtió aquel festín de caridad en una historieta de ciencia ficción, conseguir harina de maíz precocida se volvió una proeza y los donativos cayeron a un paquete de arroz o de pasta de vez en cuando.

Al igual que otras 20 parroquias de Caracas, en San Judas preparan “ollas solidarias” dos domingos al mes. Esta sopa para 80 personas costó 40 mil bolívares: Cáritas aportó 18 mil bolívares esa semana y los proveedores de verduras del mercado de Coche donaron ocumo, apio, papa, yuca y zanahoria. Los voluntarios que preparan el almuerzo recorrieron mercados populares durante una semana para abaratar costos, especialmente en la carne y el pollo, tesoros que sorprenden a los comensales cuando descubren algún trozo sumergido en el caldo.

“Si usted lo trae, lo hacemos”, es el lema que ideó el padre Díaz para incentivar a los feligreses a que colaboren con lo que puedan. Los donativos serán el capital para afrontar el reto de ofrecer una comida diaria a los niños en 2017.