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Hacia un alborozado encuentro // Diario de Armando Rojas Guardia

Siete ultimas canciones (1986), de Guillermo Kuitca

Siete últimas canciones (1986), de Guillermo Kuitca

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Hace ya mucho tiempo que gravito hacia un alborozado encuentro con el dibujo fundamental de mi destino.

Medular “anormalidad” (las comillas buscan ceñir la impropiedad, el carácter solo alusivo, del término), marginalidad radical, tangencialidad asumida, pathos religioso, abrumador talante estético, insondable capacidad de dudar, hipercriticismo ardiente, culteranismo extremo (y, en compensación, nostalgia de lo natural), solidaridad rebelde con los humillados y proscritos, perplejidad y asombro metódicos donde otros solo vislumbran evidencias y rutina responsable, familiaridad cotidiana con el horror, tenso equilibrio sobre la cuerda floja de la lucidez, una inenarrable alegría irrigándome el hondón del alma (alegría que privilegia, como su sinónimo, el placer, y solo obedece a la regla de oro que Chamfort formuló hace tres siglos: “Goza y haz gozar al otro sin hacer daño a nadie ni a ti mismo”).

De esta forma, me re-conozco. He penetrado, con gozo y pánico, en la atmósfera vital que emana de la figura de mi propio, intransferible destino. Elijo consciente y voluntariamente esa fisonomía particular que han venido diseñando mi herencia familiar, mi historia existencial, mi psique en diálogo con el entorno y las características de mi propia corporalidad. De toda esa alquimia biológica, psicológica e histórica emerge un rostro: el mío.

Soy libre para escoger ese destino, llevándolo hasta su más alto grado de realización posible —elaborando activamente sus virtualidades—, o para rechazarlo y, en ese caso, des-figurarme, comparecer en el escenario del calderoniano “gran teatro del mundo” con una máscara —“persona”— distinta a la que en verdad me corresponde.

Si la primera opción es trágica (no hay más libertad que la de elegir creativamente el propio destino), la segunda es tragicómica. Porque esta consiste en salir a escena a recitar un parlamento ajeno, con una gestualidad impostada, artificial. Los otros no dejarán de darse cuenta de la farsa.

2

Siempre me atrajeron los personajes, reales o ficticios, voluntariamente reacios a aceptar las exigencias de la realidad, sobre todo la histórica.

Tal vez ello ocurra porque yo participo de esa angustia secreta, de esa sensación de pánico ante lo real. Recuerdo el monólogo de la protagonista de El desierto rojo de Antonioni: “Hay algo terrible en el centro de la realidad, y yo no sé qué es y nadie me lo dice”.

He procurado, en una larga batalla que ocupa buena parte del trayecto de mi vida, asumir la desnuda, la cortante verdad de la historia y del mundo. He tratado de domesticar, hasta donde me ha sido posible, mis ganas inconfesadas de huir de ella, de arropar la carne escueta de las exigencias históricas con una costra multicolor que las vuelva menos apremiantes. He querido ser lúcido, analítico, incluso en su momento, que por supuesto ya quedó atrás, materialista (en el mejor sentido, el marxista, de esta palabra). Me he sometido por prolongadas temporadas a una ascética cruel: nada de sueños enajenantes, cero fantasía caprichosa, penitencia realista contra el vicio de la imaginación absolutizada.

Sin embargo, nunca he podido dejar de sentir, soterradamente, una virginal simpatía —¿o diría mejor: empatía?— hacia aquellos seres humanos incapaces, por un dictado pertinaz de su propia naturaleza psíquica y espiritual, de integrarse a los movimientos triunfantes de la historia real, batidos en lucha abierta contra una crudeza mundana que los lacera y derrota. Y es que algo de ese impenitente mecanismo interior que a ellos los singulariza debe quedar dentro de mí, instalado para siempre. Algo de esa necesidad estéril de desarmar la crueldad inmediata de lo real para soplar sobre ella “lo infinto del deseo”, toda la pompa (a veces de jabón) de la fantasmática deseante. Acaso por ese camino equivocado, torturado y torturante, se llega a intuir el núcleo de la realidad y la ley tácita, recóndita, de la historia.

Este es el drama que escenifica la obra teatral titulada El acompañante de Isaac Chocrón, que yo presencié cuatro veces seguidas en los años setenta, bajo la dirección impecable de José Ignacio Cabrujas (la pieza estaba dedicada a él).

Una “prima donna” busca un acompañante. Se trata de una mujer —maravillosamente interpretada por América Alonso— encastillada en un mundo artificial, y artificioso, de sueños imposibles. Quiere transfigurar la mediocridad de su vida y de su entorno a través del oropel operático, de la máscara ridícula y tierna que le brinda su oficio de cantante, de “diva” menor arrinconada por los años en un país tropical cuya cultura es ajena al tiempo detenido, a la ficción inmemorial de la ópera.

Estela busca un acompañante: un ejecutante para su piano, que haga dúo musical con ella, con las arias que ensaya en su casa; y, simultáneamente, un compañero que con su complicidad la ayude a mantener el vistoso disfraz que oculta la verdad insípida de su vida.

Y se presenta José —encarnado por el actor Lucio Bueno—, el profesorcito de piano, infestado, él también, de los delirios de la imaginación viciosa, pero mucho más orgánicamente vinculado que Estela al mundo que esta rechaza: Maracaibo —la ciudad donde viven ambos—, Cabimas, el calor avasallante, el subdesarrollo cultural, el provincianismo estallante de la vulgaridad sin desfraces… Además, José, en el fondo de su alma un tanto simple y sin desbastar, vive para anhelar que “pase algo”, que un acontecimiento redentor llegue a sublimar la monotonía rastrera de su existencia.

Hay algo terriblemente bello en la fisonomía acicalada y cursi que Estela se empeña en mostrarle al mundo, precisamente para despistarlo, para ahuyentar su terquedad destructora. Hay algo de plegaria en ese intento trágico de rechazar, mediante una estrategia existencial alambicada y fatua, una ciudad, un ambiente, y un país de los cuales, sin embargo, forma parte: parte marginal, colateral, como un “aria” hermosa y triste flotando sobre la plaza Baralt.

Al final, el drama que ha ido confeccionando su vida de exclusión estalla: en el curso de una pelea con José, fruto de las inextricablemente encontradas fantasías de ambos, un disparo accidental pero real, esta vez histórico y verídico, hiere de muerte al acompañante. ¿No era acaso la muerte, en todas sus modalidades, incluso las más viles y groseras, la que se anhelaba ahuyentar con el disfraz operático? ¿No representaba la máscara un esfuerzo denonado por dar apariencia de vida a la obviedad inexorable de la muerte, a su abrazo puntual en forma de calor marabino y mediocridad cultural?

La última escena: el timbre llama. Tocan a la puerta (¿es la policía, son los vecinos —en el odiado Maracaibo— que han escuchado el disparo?). Pero Estela permanece allí, bajo la la luz vertical que destaca hasta un límite insoportable su huérfana soledad, tecleando débilmente el piano con los ojos semicerrados, junto al cadáver todavía caliente de José. Ante la insistencia del sonido del timbre, ante la presencia avasallante de la realidad que la cerca, ella solo alcanza a repetir, a la sordina, con un un hilo de voz: “Ya voy… Ya voy”.

Así, pues, aquel secreto deseo de José de que “pase algo”, de que sobrevenga un suceso misericordioso y fulminante que lo transforme todo, arrastra a Estela al vértigo definitivo de lo real. Ella, quien en un momento de la pieza dice sin ambages: “Yo soy la prueba de que lo natural es alarmantemente impúdico”, hubiera preferido sin duda que una inmovilidad ampulosa del tiempo cerrado, anacrónico, ahistórico, detuviera el contacto mortífero de la realidad.

Pero, en el trasfondo de su delirio, en mitad de ese imaginario amurallado dentro de una lujosa ficción cuidadosamente edificada, nadie más lúcido que Estela: ha conocido siempre, presintiéndola, la luz brutal que ahora la asedia y la derriba. No es sino la sorda conciencia de las exigencias de la realidad —más quemantes para ella que para los demás— la que la hace permanecer quieta, aterrada pero casi resignada, aferrada al consuelo inconsistente del piano, frente a la llamada impúdica de la vida, es decir, de la muerte.

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