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Algo sublime sucedió en medio del infierno; por Marianne Kohn Beker

Niños actores de la ópera Brundibár. 2012, República Checa. Dirección de Zdena Fleglová

Niños actores de la ópera Brundibár (2012), bajo la dirección de Zdena Fleglová

La Shoá (el Holocausto) es como un hueco en el que, por más que nos cansamos de hurgar, nunca alcanzamos el fondo. Nunca lograremos descifrar lo ocurrido en la Guerra Total que Hitler declaró a los judíos, cuyas órdenes fueron fiel y efectivamente cumplidas por sus cómplices nazis. Cada uno de los seis millones de judíos asesinados merecería, al menos, su propia historia y no la tenemos. Cada uno de los tres millones de sobrevivientes tiene la suya que, en muchos casos, no se han atrevido a contar. Nunca sobrarán los relatos de los lugares y avatares de  esos judíos deportados y concentrados después de habérseles arrebatado hasta el nombre –que para eso estaban los números–, en un afán bien determinado de despojarlos de todo rasgo humano, porque no sólo sus victimarios debían ser despiadados con sus víctimas, sino que también debían serlo ellas consigo mismas. Kafka fue el gran vidente de esta crueldad extrema, con La Metamorfosis.

Así y todo, a pesar de la eficiencia alemana, a pesar de contar con entusiastas voluntarios en muchos de los países europeos ocupados, los planes trazados resultaron más difíciles de cumplir que lo previsto en sus pronósticos.

“Que no seamos puestos a prueba”, reza un viejo dicho judío, dejando a la imaginación lo que podría sucedernos, en ese caso, por la capacidad insospechada que tiene el ser humano de soportar reveses. De hecho, detrás del fuego y el humo, bajo las montañas de cadáveres, en medio del infierno, los judíos encontraron asidero dentro de sí mismos para agrietar el infranqueable muro de esclavitud que padecían y abrir rendijas de libertad en las narices de sus verdugos. Uno de los resultados más excelsos de esa aparentemente imposible tarea fue Brundibár.

Hans Krása era un joven buenmozo y consentido de una casa judía asimilada y muy acomodada de Praga. Como su talento musical fue reconocido a edad temprana, sus padres se apresuraron a ofrecerle los mejores maestros; pero la vida bohemia lo mantuvo bastante ocioso hasta que en el fatídico año de 1938, los nazis ocuparon Checoslovaquia. Junto con miles de judíos checos como él y otros tantos recogidos de diversos países europeos, fue expulsado de su tibio y mullido hogar para ser deportado al gueto de Theresienstadt (Terezin en lengua checa) donde, sin haberlo presentido, iba a ejecutar una empresa hercúlea, gracias a la cual los prisioneros maltratados hasta el paroxismo fueron  capaces de recobrar el ánimo y sobreponerse a los abyectos atropellos, vencer el hambre, la enfermedad, el hacinamiento, la suciedad, incluso la muerte.

Fue el empeño descabellado –si se quiere–, fantástico y exaltado de montar una ópera infantil en la que debían actuar, en calidad de músicos, cantantes, escenógrafos y labores relacionadas, casi un centenar de niños y adolescentes, lo que ha otorgado a Hans Krása la inmortalidad que legítimamente merece, gracias a una obra que, independientemente de su mérito como creación artística, logró romper el férreo cerco del poder desnudo ejercido por los nazis.

El público de la ópera estaba constituido indiscriminadamente por sus compañeros de infortunio –niños, jóvenes y viejos– y sus verdugos. El lapso de tiempo real (aunque irreal en su contexto) creado por los ensayos y las representaciones los liberaba del dolor agudo en la boca de sus estómagos vacíos, de las agujas punzantes del frío en sus huesos, sólo protegidos por la piel, de los temblores producidos por el pavoroso horror a la proximidad de las siguientes deportaciones a los campos de exterminio.

La excitación de la escena, el trastorno de los sentidos producido por la música y las candilejas, mantuvo sus cabezas ajenas, mientras fue posible, a la inevitable muerte que les esperaba en las cámaras de gas de Auschwitz. Finalmente, en el otoño de 1944, pocos meses antes de terminar la guerra y la liberación de los sobrevivientes, el compositor de Brundibár, también fue a parar allí, a ese sórdido y maldito lugar hoy poblado por millones de fantasmas, sentenciado a ser el símbolo del mal radical. Allí se transformó, junto a los niños de la ópera Brundibár y millares más, en ese humo virado hacia las alturas en un obstinado afán suplicante, que no encontró respuesta.

En nuestra época, preñada de amenazas cunde nuevamente la inquietud –por no decir zozobra–, especialmente entre las víctimas, ante la multiplicidad de desmanes que se cometen incluso en lugares inimaginables. La violencia palpita por doquier. Estalla y castiga, a ciegas y en tropel. Hasta ahora, para quienes tienen la suerte de no ser afectados por esa violencia, sólo se trata de noticias que rellenan las hojas periodísticas y los espacios televisivos. Sirve para guiones de películas comerciales de acción y como tema de mesas redondas en círculos académicos, pero no ha logrado conmover realmente a los políticos, que prefieren hacerse la vista gorda o, en todo caso, utilizarla para su beneficio electoral, como si lo sucedido entonces fuera irrepetible.

Por ello, la iniciativa de Jeunesses Musicales Deutchland de crear el Proyecto Brundibár, para recordar a los niños de Theresienstadt, tiene un significado que nos alcanza mucho más allá de la impresionante moraleja de la obra misma, la cual hace triunfar el bien sobre el mal en un lugar donde, precisamente, sucedió lo contrario, porque allí el mal se entronizó mostrándonos su aberrante magnitud. Este proyecto, que tiende puentes entre pueblos de diversas y hasta adversas culturas, ha sido traducido a distintas lenguas; trata de convertirse en mensajero de ese mensaje que, según Elie Wiesel, el hombre terminó por olvidar.

Comenzó yendo de Alemania a Israel en 1997: el encuentro de los sobrevivientes con los niños cantores alemanes hizo el milagro de suavizar ese inevitable abismo entre judíos y alemanes, especialmente por tratarse las víctimas de judíos alemanes, quienes habían sido sus conciudadanos y, además de luchar y morir por la patria alemana durante la Primera Guerra Mundial, aportaron sus conocimientos, dotes artísticas y culturales a ese país que adoptaron como suyo porque lo amaban intensamente.

Hoy, en Caracas, Espacio Anna Frank enarbola esa bandera con la oferta al público de Brundibár, traducida al castellano, que fundirá nuestros corazones al unísono con los cantores, conmovidos por la letra del himno a la libertad que cierra la ópera. De este modo inusual nos convertiremos en mensajeros del mensaje universal de solidaridad y responsabilidad de los unos con y por los otros, cualesquiera sean sus costumbres, credos o colores.

Diríase que Brundibár no podía haber encontrado un suelo más propicio. Las angelicales voces de los niños y adolescentes venezolanos brotan de sus cuerpecitos con el candor y la inocencia propios de su edad. Pero, además, están inflamados por sus ductores quienes, sensibles y ostensiblemente emocionados, han comprendido que aquí y ahora el objetivo puede ser tan sublime, como lo fue en medio de aquella pesadilla vivida entre los inconmovibles muros del gueto de Terezin.