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Letras-UCV: recuento personal a sus 70 años; por Gisela Kozak Rovero

Mural de Víctor Valera (1956). Universidad Central de Venezuela. Fotografía de Wikimedia Commons

Mural de Víctor Valera (1956). Universidad Central de Venezuela. Fotografía de Wikimedia Commons

Desde que ingresé como alumna en 1982, la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela ha sido para mí un espacio clave formativo, laboral e intelectual. Ya en mis tiempos de estudiante tuve que tomar posición frente a la literatura, la vida académica y la política, tríada alrededor de la cual ha girado mi quehacer como docente, investigadora, ensayista y escritora de ficción. Agradezco haber entrado en la adultez con esta urgencia: leí muchísimo, viví a fondo y aprendí no solo una disciplina académica y un arte verbal sino también una actitud de vida y una preocupación constante por lo que convencionalmente llamamos disciplinas humanísticas. En su “Discurso inaugural de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Venezuela”, del 12 de octubre de 1946, Mariano Picón Salas, humanista liberal por excelencia de su tiempo, no se equivocaba al insistir en la necesidad de las humanidades en pleno auge de la formación técnica y científica orientada a la producción y al crecimiento económico; ya en el siglo XXI, Martha Nussbaum, filósofa liberal, insiste igualmente en el mismo tema en su indispensable libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades.

En los años ochenta, Letras se debatía entre dos respuestas predominantes —con sus matices por supuesto— frentes a los retos del humanismo: por una parte, se proponía una visión de la escuela como un camino interior alejado de la razón ilustrada y del quehacer público e intelectual, camino que pasaba por la lectura de traducciones de autores europeos; por otra, se apostaba por el rigor académico y el rol público de la universidad y el humanismo desde una perspectiva básicamente marxista y latinoamericanista. No obstante, las evidentes diferencias filosóficas y estéticas no deben velar que tanto quienes decidieron optar por el rigor académico como los que se inclinaban por el diletantismo provenían en Letras de la izquierda. Los diletantes eran hijos de la Renovación de 1969, movimiento juvenil reflejo del Mayo Francés de 1968; los académicos, entre los que me encontraba, cuestionan desde el marxismo las consecuencias en la escuela y en la universidad de ese movimiento. Los jóvenes de la Renovación de 1969 se construyeron una escuela de Letras a su medida en la que la literatura venezolana salió del juego, nos podíamos graduar sin leer al Quijote y nos convertimos en comentadores de literatura francesa, alemana o rusa sin saber francés, alemán o ruso. Todo lo riguroso era sospechoso: la investigación, estudiar un doctorado, la teoría literaria, leer a Rómulo Gallegos o admirar a Arturo Uslar Pietri. Desde mi perspectiva de aquel entonces, el marxismo se parecía más a lo propiamente universitario que los clubes de devotos pendientes del efecto en el alma de las traducciones de Cesare Pavese. Por supuesto, nosotros no éramos éticamente superiores con nuestro discurso marxista —pocas ideas han causado tanto daño en el mundo— pero nos sentíamos verdaderamente universitarios, con las pedanterias juveniles del caso. El chavismo, desde luego, reivindica la Renovación, con su empeño en la democracia directa asambleísta, el voto estudiantil y su encono contra la academia, pero sin duda el marxismo en la UCV explica la alta cantidad de egresados de mi universidad que forman parte del gobierno revolucionario y explica también la verborrea “nuestroamericana”, parte fundamental del discurso oficial. El chavismo reúne el diletantismo académico con la teoría de la dependencia al uso en los setenta

Entre la época de Picón Salas y la nuestra ha mediado no solo la Renovación de 1969 sino la influencia del marxismo, el postestructuralismo y la crítica de la cultura latinoamericana, bastante alejados del humanismo liberal. Ciertamente la aspiración de universalidad, la exaltación del individuo y el anhelo de la razón como horizonte posible de la acción humana, se corresponden históricamente con el Renacimiento y la Ilustración en Europa; no obstante, no pueden reducirse a manifestaciones de la voluntad de subordinación colonial y racial. Pienso en valores nada despreciables a mi juicio como el arte, la literatura, la filosofía, el liberalismo político, la democracia y, también, el feminismo. Me alegro de haber tenido contacto con estos valores en Letras y no haber abjurado del humanismo ni siquiera por la admiración que el gigantesco brillo intelectual de Michel Foucault me ha causado ni, muchísimo menos, por la invasión bárbara de Estudios Culturales. Estos, para bien y para mal supongo, no han tenido prácticamente influencia en Letras, suerte de casa solariega donde cada quien se encierra en su mundo.

Ha sido extraordinariamente estimulante compartir con el estudiantado de Letras lecturas, discusiones y pasiones. Participar con los colegas en la comisión de revisión y reforma del pénsum de Letras fue enriquecedor a pesar de ese tiempo peculiar de la escuela, lento y demorado. Me siento satisfecha de haber formado parte de una transformación que permitió darle un lugar de mayor importancia a la literatura venezolana y que de algún modo recuperaba una dimensión de rigor académico menospreciada por la Renovación de 1969.

Lo mejor de mi escuela, en todo caso, ha sido la convivencia de visiones estéticas, literarias, políticas y filosóficas muy distintas. Entre mis colegas abundan los buenos lectores de excelente pluma ensayística unos, poetas o narradores los más, y hasta grandes oradores desprovistos de obra relevante pero dedicados al acto de enseñar sin interés en ascender en la carrera académica. Lamentablemente no tienen sucesores: los jóvenes no quieren hacer carrera en la universidad o se han ido del país. Agradezco haber trabajado hasta ahora en Letras con libertad para crear, investigar y hacer aunque sin proyectos comunes que le dieran sentido a la escuela. Ya con apenas diecisiete meses por delante para jubilarme (veintitrés años pasaron rápido y no pienso morirme dando clases) lamento no haber tenido la oportunidad de los jóvenes de 1969 de cumplir un sueño: el mío era ayudar a construir la universidad del siglo XXI y que Letras saliera de su parroquial y entrañable pasillo para integrarse con un mundo que vibra y gira más velozmente que nunca. Quería letrados con dos idiomas que hicieran carrera académica o educadores verdaderamente capaces en la enseñanza de la lengua; deseaba una estructura universitaria flexible que permitiera que alumnos de diversas carreras tuvieran la influencia del humanismo. La revolución bolivariana y la propia UCV con su lastre burocrático impidieron tan importante tarea colectiva en la que hubiera participado con gusto. La más antigua casa de estudios está hibernando y Letras se mantiene con profesores mayores de cincuenta años, muchachos que se acaban de graduar y algunos colegas talentosos que no pueden dedicarse a la carrera académica por motivos económicos.

Entre mi período de estudiante y el de profesora he compartido con Letras veintiocho de sus setenta años. Tuve amores, he conocido en ella amistades extraordinarias, mis alumnos han sido causa de mis mejores logros, y, por supuesto, conté con profesores inolvidables como mi maestra Judit Gerendas.

Pertenezco a Letras tanto como pertenece Jon Snow a los Stark en la serie Games of Thrones: pertenezco a mi manera.