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Los sesenta de Amparo; por Alberto Salcedo Ramos

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Hace poco alguien publicó en Twitter esta frase pretendidamente chistosa: “Antes de votar en el plebiscito piensa en la clase de país que le queremos dejar a Amparo Grisales”. (Vea: Amparo Grisales, la ‘diva de divas’ a la que los años le resbalan)

La edad de Amparo Grisales es un tema recurrente para personas que, básicamente, se dividen en tres grupos hostiles: los que no creen que tenga los años que dice, los que sí creen pero le reprochan su extraordinaria lozanía, y los que parecen asustados ante la posibilidad de que ella sea eterna. Amparo suele contestarles a todos, a veces con humor y a veces con fastidio. Al fulano de Twitter le respondió: “Me lo van dejando limpio de tanto pesimismo, envidia y odio, y me lo dejan lleno de amor, solidaridad y paz”.

A quienes la matonean porque no luce vieja como ellos quisieran, sino joven, les tiene esta réplica: “Me dicen que envejezca con dignidad. ¿Acaso envejecer con dignidad es dejarse caer los dientes y verse acabada? Si es así yo prefiero seguir siendo indigna”.

¿Por qué tanta gente se entromete en lo que haga o deje de hacer Amparo Grisales? Quizá porque es una diva. La Real Academia de la Lengua define “diva” como una mujer “del mundo del espectáculo” que cuenta con una “fama superlativa”. La notoriedad genera urticaria en un país como Colombia, lleno de gente envidiosa y pugnaz. El escritor antioqueño Manuel Mejía Vallejo solía repetir que “la fama consiste en que le digan a uno hijueputa sin conocerlo”. Es lo que sucede con Amparo.

Ella despertó animosidad desde el principio. En los años 70, cuando el país les imponía a las mujeres la obligación de esconder la cabeza como el avestruz, ella se atrevió a erguirla como el águila, y además mostró un gusto especial por la provocación.

Siempre encuentra la forma de generar encono con sus declaraciones, que a menudo son despectivas. Por ejemplo, cuando la revista Bocas le preguntó por los actores colombianos que habían sido sus galanes en la televisión, respondió: “Yo no sé por qué me han tocado tantos retardados mentales. Siempre me pusieron unos ‘güevones’ cerca para que yo les lanzara la carrera”.

Y también se da mañas para producir escándalos con sus confesiones picantes: “El último beso que me han dado fue ayer, y comenzó en la boca”.

Amparo Grisales nunca aceptó los códigos que le imponía nuestra sociedad mojigata y machista. Ella no nació para ser una beldad sumisa que se marchita en silencio al lado de un macho alfa victorioso, pues tan solo acepta ser trofeo para sí misma. Caprichosa, emocional, volátil, engreída, autónoma, siempre ha vivido como le da la gana, y jamás ha doblado la cerviz.

De Amparo podría decirse lo mismo que dijo Octavio Paz sobre María Félix: nació dos veces, el día que su madre la parió y el día que decidió reinventarse. Acaso construyó ese personaje público autosuficiente cuando descubrió sus fragilidades. Acaso en la soledad piensa, como Liza Minnelli, que no podría permitirse una vida tan normal porque ella y nosotros nos aburriríamos. Entonces sale a provocar otra vez.

Pero no nos engañemos: más allá de su personaje hay una mujer sagaz que no se dejó triturar por una industria que pretendía explotar su cuerpo y desechar su alma. Por eso merece seguir festejando sus primeros sesenta años, y todos los que vengan.