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Estar poseído por Dios y por la gravitación de las palabras // Diario de Armando Rojas Guardia

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En las décadas de los ochenta y los noventa la mayor parte de mis textos literarios fue escrita en estado de trance. Los escribí literalmente “entusiasmado” —se sabe que esta palabra castellana significa, desde el punto de vista etimológico, “estar poseído por el dios”—. El advenimiento de la vejez me ha hecho temer aquel trance, con todo lo que este supone de desgaste psíquico. El paroxismo sensorial del trance hoy me produce miedo. Ello explica que desde 2009 no haya vuelto a escribir poesía y que a lo largo de los últimos quince años solo he logrado redactar textos ocasionales y esporádicos, bastante distanciados temporalmente los unos de los otros: son numerosos, es cierto, pero esa distancia temporal no hace sino confirmar la activación de un soterrado mecanismo de defensa frente al ímpetu y la vorágine anímicos del entusiasmo creador, tal como lo experimentaba antes. Y, sin embargo, este diario también corrobora una evidencia novedosa en mi vida literaria: he aprendido a dosificar el trance, a modularlo, a graduarlo con cierta sabia destreza, a aprovechar la numinosidad que desprende para mí el acto creativo sin que ella me agote psicológicamente, sin quedar desnudo y afiebrado a sus expensas.

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Marcel Conche habla de un cogito eudemónico en Montaigne: “Pienso que soy feliz, luego lo soy”. Y Libro del Singüenza, el heterónimo creado por Gabriel Miró, su alter ego literario, afirma en Años y leguas de sí mismo: “… se ha oído pronunciar ‘seamos dichosos’ y al decirlo comenzaba a serlo”. Como me considero un discípulo de ambos —Montaigne, Miró—, puedo decir que afirmando la dicha al formularla en las palabras le otorgamos un espesor de materia concreta, una física tangibilidad. La palabra le concede a la conciencia de la felicidad una insoslayable gravitación corporal: le da, efectivamente, cuerpo, la conduce a resonar al unísono en los nervios de la sensibilidad y en las vísceras del alma, allí donde la interioridad de la carne se hace epifanía (Dyonisos es el dios del interior del cuerpo. La ebriedad dionisíaca actualiza una dimensión de esa interioridad, la revela. Y como el interior del cuerpo, de todo cuerpo, es femenino, por eso mismo Dyonisos es también el dios de las mujeres. La aseveración “soy feliz” convierte en conciencia una específica relación con el cuerpo, relación siempre dionisíaca y, en consecuencia, trágica, porque la asume íntegra de cara a la muerte, ella sabe (saber y sabor) que la carne corporal es contingente y finita, pero se atreve a afirmar hasta el clímax la vida que la recorre y la irriga, pronunciando a través de ese “soy feliz” su incontestable presencia, esa misma vida en su actualidad presente).

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