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Apuntes en una vieja libreta // Diario de Armando Rojas Guardia

El triunfo de Baco (1626–1628), de Diego Velázquez

El triunfo de Baco (1626–1628), de Diego Velázquez

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Una vieja libreta con apuntes míos personales, que escribí a lo largo de 1989, fue a dar a las manos de una amiga. La guardó durante dieciséis años. Me la devolvió hace algunas semanas. Voy a transcribir aquí varios de esos apuntes, con la advertencia de que deben ser leídos y ponderados en toda su inconsútil secuencia:

1. Ser amigo del licor: hermanarse con ese aliado ambiguo, Hermes andrógino cuyo líquido caduceo combina las fuerzas centrípetas y desintegradoras del inconsciente en una vivacidad psíquica y corporal dentro de la cual atisbamos soluciones posibles, mandalas inéditos.

2. Solo puedo entrar en un bar ritualmente.

3. El brandy es mi bebida favorita porque evoca, para mí, no sé qué sabor viril de la madera.

4. El brandy produce en mi interioridad una atmósfera varonil. Beberlo es reencontrarme, sensorialmente, con mi homoerotismo. Lo tomo para saborear el clima, denso y sutil al mismo tiempo, que emana de la presencia erotizada del varón: olor de piel impregnada por el tabaco, barba perfumada, pólvora de ingle.

5. El topacio del brandy es joya caliente y terapéutica. A su contacto, vuelvo a sentir el olor de las camisas de mi padre. Aristocrático, el brandy ennoblece, cicatriza las heridas simbólicas, fulgura al pasar por el diafragma como un cuchillo limpio.

6. De pronto, Roberto arde en herida, quemadura viviente en mitad del cuerpo. Rezo físicamente esta ternura, su hemorragia de expectante silencio. No sé qué hacer con ella: dejarla estar, llena de gloria y desamparo: ofrecerla en un altar sacrificial, en mi ara portátil, soterrada.

7. Compruebo que he vivido durante cuatro años en un universo mental que me aporta una especial consistencia interior. El corazón de ese universo mental es el catolicismo vivido, con-sentido. Cada vez que me desplazo hacia la periferia de tal clima interno, donde me he movido a mis anchas; cada vez que siento la tentación de superar o extraviar al católico que en mí respira, automáticamente pierdo consistencia, me descentro, existo sin eje.

8. Durante estos días soy dolor de yermo, paladeo a cada instante la arena de mi propio desierto. Flor de cactus, mi alma se abre entre espinas, calcinada por e solazo.

9. Vivo en un umbral. Filo del vilo. No sé bien qué clase de pasos he de dar, parado como estoy ante la inminencia que me solicita pero que no emite señales orientadoras. Solo conozco que está ahí, adviniéndome.

10. Este calor de mayo como lugar simbólico: la metáfora de mi bochorno interior, cargado de sequía mental, aguardando la lluvia que no acaba de estallar en el sucio cielo del alma. Las chicharras engordan mi hastío y su desesperada disonancia es mi propia música parada, el insomnio pétreo, mineral de mi conciencia.

11. Salgo a la calle con temor. Me da miedo el día tropical, tupido como selva pringosa. Me muevo incómodo en medio de esta enorme transpiración de las cosas.

12. Durante estos días suelo aproximarme a los demás desde la agresividad mal disimulada, harto de ellos y de mí. Los ruidos que los otros producen (sus voces en cualquier conversación, sus risas, sus pasos sobre el asfalto de las calles, sus toses y estornudos) me resultan agresiones, intolerables disonancias. Una cola de gente frente a la taquilla del cine, una pequeña muchedumbre de clientes ante el mostrador de la panadería, el pulular gregario de los usuarios del Metro azuzan en mí una repugnancia al roce y al contacto cuya violencia no alcanzo a dominar, enfermo de asco hacia esas hordas sin rostro preciso, hacia esa marea de larvas humanas hormigueando en mis nervios como un escozor para el que no hallo alivio.

13. Para sortear el naufragio al que conduce esta entropía del psiquismo (basta dejarse ir, como el ahogado que cesa de luchar y se entrega al agua espesa de la asfixia) debo pulsar el nervio roto de la voluntad. Pero todavía no lo encuentro: yace extraviado en algún músculo de mi carne interior, obesa por la falta de ejercicio espiritual, de gimnasia psíquica.

14. No se trata, empero, de voluntarismo. Endurecer la voluntad sería crisparse. Se trata, más bien, de que un golpe de batuta, diestro y sabio, despierte a la orquesta de su monótono letargo y empiece a resonar la música de nuevo, como al amanecer se escucha el bautismo sonoro de los pájaros.

15. Esperando a Roberto mientras anochece en las cortinas de las ventanas, el mundo se me devela como una súbita extrañeza. Todo patentiza no sé qué rareza ontológica, verdaderamente metafísica. La noche comienza a invadir los objetos como si socavara su consistencia familiar y los dejara flotando en un vacío inclasificable donde se revelan a la manera de ingravideces siniestras, casi monstruosas a fuerza de ser tangiblemente incomprensibles. Me autopercibo, con terror, como un nuevo Roquentin, el personaje de La náusea, de Sartre, observando atónito las raíces de un árbol en el parque al constatar en ellas, de forma sensorial, el envés absurdo de lo real, el cáncer tácito que esconde lo que existe. Solo el esfuerzo consciente de la fe logra derrotar esta tumultuosa opacidad que se me impone. Yo también he conocido, aunque me cueste recordarlo hoy, la experiencia que formula Juan de la Cruz: “En todo lo cual parece al alma que todo el universo es un mar de amor, en el que ella está engolfada, no echando de ver término ni fin donde se acabe ese amor”.

Percibo algunas diferencias, de contenido y estilísticas, entre estos apuntes y mi actual momento existencial y la manera literaria en que me expreso hoy. Ahora soy un abstemio casi absoluto, no por rechazo del licor, sino porque el medicamento psiquiátrico que tomo todos los días me impide disfutarlo. En segundo lugar, el tono vital que se despliega en esas anotaciones es el de una especie de lúcida desesperación: todo lo contrario del bienestar psíquico y espiritual que actualmente permea toda mi existencia. He redescubierto la alegría como eje axial y centro explícito de mi vida mental. Finalmente, noto que la prosa lírica de tales apuntes difiere, en alguna medida, de la textura verbal de las páginas, incluso poéticas, que en este momento escribo. Pero hay un dato estilístico que se mantiene: el rol asignado al adjetivo. Algunos han señalado un supuesto exceso de adjetivación, antes y ahora, en mis escritos. Yo siempre me he limitado a sonreír, con dulce ironía, ante esa crítica negativa. Recuerdo las afirmaciones taxativas de James Hillman en El pensamiento del corazón:

“La percepción del ‘anima mundi’ requiere adverbios y adjetivos que imaginen con precisión los sucesos concretos del mundo mediante imágenes también concretas (…) Para percibir el valor de las cosas y de sus virtudes hace falta un lenguaje de valores y virtudes, hace falta que las cualidades secundarias —colores, texturas, sabores— retornen a las cosas. Esta ‘revolución adjetival’ trastocaría el canon de la buena escritura, el puritanismo ascético de la ‘claridad, sencillez,orden, sinceridad’, esa forma de iconoclasia protestante que veda el ornamento de los adjetivos y los adverbios a favor de los nombres y los verbos desnudos, que hacen afirmaciones en voz activa: un mundo gramatical de sujetos heroicos que actúan sobre los objetos sin ambigüedad, pasividad o reflexividad”

Recuerdo, igualmente, al Gaston Bachelard de la Poética del espacio:

“Cuando el filósofo busca junto a los poetas, junto a un gran poeta como Milosz, lecciones de individualización del mundo, se convence pronto de que el mundo no está en el orden del sustantivo sino en el orden del adjetivo (…) Se podría dar este consejo: para encontrar la esencia de una filosofía del mundo buscad el adjetivo”

Una vez, un poco para curarme en salud, me di a la tarea de fijarme en los adjetivos calificativos empleados por Juan Carlos Onetti en la magnífica prosa de “El Astillero”. En un solo párrafo de quince líneas conté hasta once adjetivos. Es lo que ocurre también en Dejemos hablar al viento, su otra novela profusamente adjetivada. En mi prosa siempre ha gravitado la impronta de la obra de un escritor que hoy en Venezuela, lastimosamente, nadie lee: Gabriel Miró. Dentro de sus textos, admirables, el adjetivo recoge y encarna (vuelve carne verbal) la aprehensión sensorial de los objetos; de ese modo, su lenguaje escenifica una iluminación sensitiva del mundo. También creo que puedo señalar en mis escritos otra influencia ciertamente más remota pero presente: la de la prosa de Manuel Díaz Rodríguez, el narrador y ensayista modernista de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Aunque no lo he leído ni metódica ni sistemáticamente, cuando yo tenía catorce años de edad mi tía Enriqueta me leía en voz alta textos suyos: la danza sensual de aquella elocuencia me impactó para siempre. Me acuerdo ahora de haber leído en una página del gran crítico venezolano Orlando Araujo el apunte de que en la prosa de Arturo Uslar Pietri se percibe el rastro de la de Díaz Rodríguez, agazapado “a la manera de un cervatillo asustado”.