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Un idioma fantasma y una lengua sencilla; por Héctor Abad Faciolince

 

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Nuestra lengua, vieja y extraña, está llena de palabras que casi nadie se sabe, de palabras que en la mente son tan solo una niebla o una resonancia, una red de asociaciones no muy claras. Todas esas palabras raras, sin embargo, habrán sido dichas alguna vez por alguien como quien dice algo corriente, concreto. La regla del juego es que, en lo posible, ningún jugador sepa qué significan las palabras que se escogen. Deben sonar raras y familiares a la vez, como si fueran rumano o papiamento. Se buscan en el diccionario, se leen en voz alta, cada jugador inventa una definición, y entre todas las que se leen se esconde también la verdadera.

Aladierna, drupa, semicupio, mamporrero, conticinio… Nefandario, macar, esteva, naboría, piquera, muciana, mesana, lugano, varja, varo, igorrote. ¿No son bonitas estas palabras fantasma?

Uno piensa, ingenuamente, que puede aprenderse de memoria todos esos sonidos con solo leer una vez su significado, pero en realidad, como no las usa nunca, en pocos días vuelven a caer en ese vacío de los graznidos sonoros y mágicos, misteriosos por el solo hecho de que no tienen traducción racional en tu mente. ¿Qué es “pubirna” en tu mente? Uno piensa y no encuentra.

El juego consiste en imaginar un sentido para esas voces fantasmales, escribirlo de un modo seductor, y convencer a los demás de que “drupa” es, por ejemplo, un arnés que va de la cincha a la barbada para evitar el cabeceo de las caballerías, o que “igorrote” es un cayado para dirigir a los bueyes al trazar los surcos con el arado. Engañar con ingenio. Luego, cuando averiguas que “conticinio” es el “momento de la noche en que todo está en silencio”, piensas que tu lengua es bella y precisa, y más hermosa y precisa aún si la “esteva” es algo tan concreto como la “pieza corva del arado, sobre la cual lleva la mano quien ara”.

Cuando leía a Cela llegué a creer que escribir bien consistía en usar palabras raras, tan fantasmales como las del juego del Diccionario. Con esfuerzo y mucha ayuda del mismo diccionario, conseguía escribir un párrafo rebuscado, perfectamente apto para ahuyentar lectores: “El rapaz, glabro e intonso, enjalbegaba la tapia. Esperaba la llegada del jumento a la hora del conticinio. Al alba dirigía la esteva de modo que brotaran aladiernas y drupas. Al meridiano servía de mamporrero con la yeguada.

En el plenilunio extinguía con las falanges los pabilos de la palmatoria. Al fervoroso flanco de una zagala zarca amanecía retozando. El sueño húmedo de él, en ella eran íncubos y súcubos”. Al terminar me frotaba las manos, creyéndome poeta. Leía en voz alta el párrafo (que entonces prefería llamar parágrafo) y brincaba de dicha al imaginarme a los lectores abriendo el diccionario para poder leerme. No pensaba lo obvio: que pasaban la página.

Así es la juventud: uno llega con ganas, como decía Gil de Biedma, de “llevarse el mundo por delante”, así sea a fuerza de disfraces verbales: sustantivos, verbos o adjetivos raros. Después el tiempo pasa y cada día se aspira más y más a lo contrario: a hablar y escribir en una lengua familiar y muy limpia, muy clara. Si mucho uno quiere renovar las palabras gastadas, darles un uso nuevo, pero no acudir nunca a palabras extrañas. Tal vez los jóvenes quieran ser vanguardistas y los viejos aspiren a ser clásicos.

La belleza del castellano es que nos permite ser llanos o rebuscados. Tiene nuestra lengua estos dos registros, y ambos son hermosos, tanto los juveniles como los seniles; los barrocos y los maduros. Los jóvenes que más aspiran a “escribir raro”, aprenden con los años que no hay nada más dulce que la escritura corriente. Soy incapaz, ahora, de entender mi tesis de grado, o de descifrar la intención y la sintaxis de mis primeros libros. Lo que más quisiera, antes de morirme, es escribir todavía un libro cristalino y claro.