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Lea aquí el discurso de Edgardo Mondolfi sobre el libro ‘Los retos de la Venezuela del siglo XXI. Temas para la agenda del futuro’

El 9 de noviembre de 2016 se presentó el libro Los retos de la Venezuela del siglo XXI. Temas para la agenda del futuro, libro que pertenece al Informe del Capítulo Venezolano del Club de Roma. Este libro agrupa una recopilación hecha por Karl Krispin en la que 18 personas dan su visión, a partir de su especialidad, sobre el "acontecer continuo y propensión de lo venidero" en Venezuela. El Informe del Capítulo Venezolano del Club de Roma reúne a un grupo de personas de diversas disciplinas y posiciones ideológicas y tiene como propósito "contribuir al conocimiento y comprensión de los problemas de la sociedad moderna con visión a largo plazo". A continuación, compartimos con los lectores de Prodavinci el discurso de presentación a cargo del historiador Edgardo Mondolfi.

Por Material cedido a Prodavinci | 10 de noviembre, 2016

karl

Leer el futuro

El libro que lleve por título Los retos de la Venezuela del siglo XXI,  publicado en fecha reciente por el Capítulo Venezolano del Club de Roma bajo la coordinación del profesor y escritor Karl Krispin, navega con una brújula muy particular. Dos cosas me dan la confianza para decirlo así. Por un lado, el riesgoso intento de ver hacia el futuro; lo segundo, lo singular que resulta hacerlo en estos tiempos extra-constitucionales que estamos viviendo. Dicho en otras palabras: no se trata de una navegación a la vista, como la ansiaría cualquier capitán, es decir, una navegación a cielo limpio o frente a aguas quietas. Al contrario, para continuar en esta vena de metáforas náuticas, podría decirse que se trata de un recorrido en el cual sólo resulta posible desplazarse mediante la ayuda de instrumentos que permitan sortear una noche sin estrellas y, en ese trance, no colisionar con obstáculos cuya visibilidad queda prácticamente reducida a lo que el experimentado piloto pueda hacer, por sí solo y gracias a sus propias destrezas, por evitarlos.

Para mayor singularidad figura en este caso el hecho de que no muchos libros colectivos venezolanos han pretendido enfocar la mirada en el futuro o afincarse en visiones prospectivas. Por el contrario, la tendencia ha sido más bien la de ofrecer un balance o buscar explicaciones en un vecindario relativamente más confiable como podría serlo el pasado inmediato. Por esta vía pueden mencionarse algunos ejemplos. Acude enseguida el caso del libro que lleva por nombre Venezuela, una ilusión de armonía, ambicioso estudio tras-disciplinario dirigido en 1984 por la dupla Moisés Naím-Ramón Piñango, o aquel otro titulado Lecciones de la Experiencia Venezolana, editado por el Woodrow Wilson Center en 1995. La novedad del que nos ocupa se explica en parte, pues, por lo incierto que resulta el futuro, o por el hecho de que el futuro no suele concitar la atención de muchas disciplinas o, simplemente, porque el futuro deviene siempre en ejercicio especulativo y jamás comprobatorio. Además, como se ha hecho cargo de aclararlo para este volumen la historiadora María Elena González, ese  futuro puede ser cuestión de días, o de meses, o de pocos o muchos años. En este sentido, existen futuros que llegan de inmediato, casi sin darnos cuenta; otros, en cambio, tardan por la lentitud con que cuesta decantar el presente. De modo que el futuro jamás tiene una dimensión temporal determinada. Pero también se da lo que, en este mismo volumen, señala otro autor, el politólogo Humberto Njaim: al futuro lo podemos ver desde distintos puntos de vista.

Lo dicho por Njaim viene muy a propósito del hecho de que cada uno de los veintidós autores convocados traiga consigo el bagaje y la óptica que les confiere su respectivo campo de conocimiento a fin de incursionar en este temerario ejercicio de futurología. Y, si bien es cierto que cada cual intenta frotar la bola de cristal a su manera, es clave reparar en algo que, a mi juicio, emparenta entre sí a la mayoría de los ensayos aquí reunidos. Me refiero a que cada uno trata de deducir el futuro alertando acerca de los peligros que persisten desde largo tiempo atrás dentro de lo que ha sido nuestra construcción como República; pero, al tiempo de no hacerle concesiones al tonto e inútil refrán según el cual “todo tiempo pasado fue mejor”, me parece que estos ensayos también pretenden llamar la atención acerca de lo que han sido nuestras fortalezas, pese a que en muchos casos nos cueste admitirlas.

En vista del aprieto en que me ha puesto este compromiso de lidiar con un elenco de 22 autores y sus respectivos ángulos a la hora de abordar el futuro, intentaré hacer de seguidas una síntesis de las contribuciones que, a mi juicio, resultan más relevantes en cada uno de ellos.

El libro abre fuegos con una entrega centrada en el reto de lo que significa buscarle perspectivas de futuro a un aparato productivo que se halla en estado de terapia intensiva. Su autora es la economista Anabella Abadi quien, luego de su recorrido por lo que han sido casi 17 años de medidas punitivas, prácticas confiscatorias, sometimiento a restricciones arbitrarias, inspecciones alevosas o imposición de multas y sanciones al sector empresarial, lleva a concluir que el llamado proceso bolivariano supo ir subiéndole poco a poco la temperatura al horno. A diferencia pues de otros radicalismos que han impulsado cambios sobre la base del frenesí, éste lo ha hecho más bien calculando a cada momento sus pasos, sabiendo hasta qué punto avanzar y, a partir del cual —momentánea o tácticamente— retroceder para, luego, continuar avanzando. La mejor prueba es la parábola descrita entre lo que la Constitución de 1999 llama el desarrollo armónico de una economía social de mercado y la nomenclatura crecientemente belicista adoptada a partir de entonces para manejar y controlar todo cuanto tenga que ver con la producción y distribución de bienes y servicios. No obstante, a juicio de Abadi —como también de quien les habla— por suerte queda aún (en materia de recursos humanos, mano de obra especializada y capacidad de innovación) algo de músculo para frenar este demencial proceso de desindustrialización.

Pero así como parte del fenómeno de la desindustrialización obedece también a tendencias de la actual economía global, Colette Capriles se detiene a analizar por su lado un fenómeno que tampoco exhibe una marca de absoluta originalidad venezolana, por más que nuestro caso pudiese lucir, a primera vista, excepcional. Me refiero, en otras palabras, a lo que la autora llama los riesgos y tentaciones de la “hiper-democracia”. De alguna manera, lo que el turbión de estos tiempos globales ha hecho por dejar a la deriva muchas de nuestras certidumbres del pasado en materia económica —como, por ejemplo, la capacidad de ahorro o la generación de empleos estables y de calidad— lo ha significado también la dificultad, en esta pos-Guerra Fría, de separar con relativa precisión los regímenes democráticos de los que no lo son. Las “nuevas tiranías” disfrutan en este sentido de las sofisticaciones propias del siglo XXI, para lo cual en mucho han ayudado las potencialidades que ofrece el ciber-populismo, la política como espectáculo permanente, la tecnología plebiscitaria y cierto tipo de liderazgo mediático que, mediante su prédica, pretende abolir toda clase de intermediaciones. ¿Cómo identificar claramente a estas tiranías contemporáneas a fin de que se desaten los anti-cuerpos democráticos necesarios? Esa es la pregunta que Capriles pretende responder del único modo posible: haciendo pedagogía, insistiendo en que el peligro de una remisión está en que no sepamos defendernos sin tener clara conciencia de que la libertad es siempre frágil. Y eso sólo es posible mediante el ejercicio de una gimnasia cotidiana, a todos los niveles, para ganarle la carrera a la forma como el cesarismo (en su versión neo-populista) ha pretendido hacerse pasar como vino nuevo en odre viejo.

La contribución que por su parte hace José Vicente Carrasquero alerta sobre algo que, en ningún caso, debe pasar inadvertido. Me refiero en este sentido a lo que para el autor significa la confiabilidad y seriedad de los estudios de opinión manejados a lo largo de su ensayo y que dan buena cuenta de que, más allá de la merma que ha sufrido el oficialismo, aún pueden detectarse las honduras con que el discurso propiciado por el proceso bolivariano caló en muchos sectores del país. A la hora de pensar el futuro esto es algo —y así lo subraya el autor— que no puede dejarse de lado. En otras palabras: ¿Qué debemos hacer para no defraudar las expectativas que han despertado ciertos avances legítimos que se han dado en estos tiempos en materia de democracia social pero dejando atrás al mismo tiempo los aspectos tumultuosos de esa herencia y restituyendo la disciplina y ética del trabajo? ¿Cómo hacer para que nuestro discurso se perciba también como legítimamente social ante quienes creen equivocadamente que ese territorio es coto exclusivo de esquemas clientelares, voluntaristas y personalistas de poder? El reto, para Carrasquero, consiste en que sólo produciendo un discurso de base —centrado en el reconocimiento y respeto del otro— cada sector podrá emitir su propio mensaje con miras a restañar heridas y recomponer el tejido social, sin que nada de ello signifique, desde luego, que se hable de impunidad o de borrón y cuenta nueva, pues tal cosa podría acarrear más bien efectos negativos en el corto y mediano plazo. En este sentido, los entendimientos que se alcancen no pueden ser meramente instrumentales sino que deben abrir espacio a las reparaciones.

José Luis Cordeiro, en lo que a su ensayo se refiere, pareciera darle oxígeno a la idea —también compartida por quienes les habla— de que nuestra república ha tenido muchos finales y, no obstante ello, ha sido capaz de ponerse nuevamente de pie. Y tal vez lo que haga más valioso este trabajo sea precisamente la idea de que en ningún caso, cuando veamos de nuevo hacia el futuro, debamos hacerlo a merced del tramposo discurso determinista. Antes bien, todo cuanto podamos hacer para control el futuro debe descansar en el triple desafío que supone abandonar los complejos que nos han atizado a la hora de dialogar con el mundo, maximizar las oportunidades en la escena global, minimizar las amenazas que aún se derivan de nuestro limitado desempeño en materia científica y, en virtud de todo lo anterior, apuntalar una visión de país competitivo. Nada de ello resulta fácil alcanzar —agregaría yo— si antes de gastar en armarnos hasta los dientes para librar hipotéticos conflictos asimétricos, no lo hacemos para proveer a nuestros centros superiores de estudio de los recursos necesarios para la generación de valor agregado.

Esto lleva a detenernos en lo que observa por su parte Carlos Genatios, justamente porque su ensayo tiene que ver con cuanto significa la innovación, la tecnología y la educación en procura de discernir el futuro. A su juicio, Venezuela se ha extraviado en una infértil batalla que ha destruido buena parte de sus capacidades educativas. Eso, por más obvio que resulte decirlo, no impide fijar la vista en experiencias como el de China, la cual, luego de verse sometida a los estragos de la Revolución Cultural, logró salir de su profundo proceso destructivo prestándole máxima atención al conocimiento y la innovación tecnológica. Para este autor, la incorporación masiva y a nivel global de cursos y contenidos On Line le ofrecen a Venezuela un camino confiable para recuperar lo que ha venido perdiendo vertiginosamente en materia de formación y capacitación académica. Pero para ello se haría preciso adoptar, sin esguinces de ningún tipo, un plan nacional de desarrollo de tecnologías de información que comprendiese, entre otras tareas, repotenciar la capacidad de conectividad, estimular la formación de capitales de riesgo con la intención de propiciar el surgimiento de empresas de base tecnológica en el país, el desarrollo de software en convenio con empresas privadas, la adopción de nuevos planes de estudios que afiancen la utilización de las herramientas On Line y, no por último menos importante, fortalecer los vínculos académicos que ya existen entre la ingeniería y la educación. A su juicio, el proceso de destrucción que ha sufrido el sector educativo es reversible si se toma en cuenta el potencial democratizador que entraña la educación digital y de lo cual ya pueden dar fe en tal sentido algunos incipientes experimentos venezolanos.

En vista de que la demolición institucional se extiende por doquier, tampoco escapa a las inquietudes recogidas en este volumen una mirada en torno a lo que ha sido el proceso de degradación del ámbito ambiental. Las angustias expresadas en este renglón corren a cargo de Arnoldo José Gabaldón, cuya mirada obliga a reparar en lo que significa que, habiendo llegado a ser Venezuela una referencia regional de vanguardia en lo que a leyes y políticas en este ámbito se refiere, se vea sometida ahora al penoso espectáculo de una institucionalidad ambiental prácticamente desmantelada. No obstante, pese a los abatimientos, en esta esfera también subsisten anti-cuerpos, como claramente lo da a entender Gabaldón, al referirse a la persistente y tenaz actuación llevada a cabo por diversas organizaciones de la sociedad civil que se han propuesto priorizar al máximo el uso ético y responsable del medio ambiente. Ello, junto a la promoción de un tipo muy específico de formación científica y tecnológica del cual se precisa para dejar atrás prácticas nocivas y degradables del medio ambiente (algo en torno a lo cual también vienen abogando estas mismas organizaciones de la sociedad civil) es lo único que, junto a la lucha contra la pobreza y la transición energética, puede augurar —a su juicio— que el país llegue con cierto buen pie al 2030, fecha fijada por las Naciones Unidas en procura de alcanzar los objetivos del milenio en materia de desarrollo sustentable.

Como puede verse, Gabaldón habla de un futuro mucho más largo que otros futuros planteados en este libro a la hora de pensar en la recuperación que nos aguarda. Pero no es el único. Dentro del terreno de la mirada larga se centra también la de Marino González y, de hecho, muchos rasgos emparentan al suyo con el ensayo de Gabaldón aunque, en este caso, González pretenda circunscribirse al ámbito de la salud pública. Para comenzar por lo más evidente: el hecho de que, al igual que en materia de políticas medio-ambientales, llegásemos a ser lo que fuimos en materia de asistencia sanitaria y que, sin imaginarlo siquiera, pasáramos de ser país puntero en muchos rubros de la medicina social a ver que nuestros dispensarios no tengan, hoy por hoy, ni yodo ni gasa. Las inquietudes de este autor obligan a pensar desde ya —y he aquí otra coincidencia con Gabaldón— en lo que puedan ser las estrategias más acertadas para alcanzar otro de los retos planteados por las metas del milenio auspiciadas por Naciones Unidas para el año 2030: la cobertura universal de salud. La experiencia alcanzada hasta este momento en otros países de la región revela que tal cosa resulta posible, pese a nuestro actual estado de postración, para todos evidente. Pero aquí, como para Gabaldón en su terreno y para Genatios en el suyo, se requiere de una fuerte y decidida inversión en nuevas tecnologías en el sistema de salud que permitan la implementación de prácticas de monitoreo, así como la adquisición de equipos y procesos de relativa complejidad. Pero también se requiere de algo relativamente más sencillo, como lo supone revertir la centralización que ha vuelto a experimentar el país desde 1999 a fin de poder ampliar la capacidad de gestión a nivel sanitaria. Lo peor que nos puede ocurrir es que, en comparación con el resto de América Latina, sigamos siendo el país con uno de los mayores porcentajes de gasto de bolsillo destinado a nuestra curación y, por tanto, uno de los más privatizados del continente en materia de salud.

Ya en el orden de cuanto podamos hacer para librarnos de la desorientación en el ámbito de la política exterior, Fernando Gerbasi, quien contribuye con un capítulo a este respecto, pone el énfasis en lo que, para comenzar, significaría el reto de renunciar a nuestro excepcionalismo venezolano y asumir, de una vez por todas, que somos un país mediano y con una capacidad de influencia relativa y, en función de ello, actuar de manera más sana con nuestro entorno regional e internacional. Cabe observar que el proceso actual ha potenciado ese excepcionalismo; pero también cabe observar que ésta ha sido una práctica que ha corrido hondo dentro del diseño e implementación de nuestra política exterior desde mucho antes del advenimiento del chavismo. Pero en algún punto debiéramos comenzar a dejar de presentarnos en sociedad como país potencia o dejar de auto-catalogarnos de tal. Tal vez sea éste el mejor momento de hacerlo, arrancando como debemos hacerlo, desde atrás y sin el músculo financiero que nos permitía hacer que el país fuera lo que quisiera ser a la hora de soportar la carga de onerosos y —en muchos casos— falsos proyectos de solidaridad. Lo segundo —y, en buena medida, concomitante con lo anterior— sería desde luego renunciar a la equivocada práctica de una política exterior ideologizada a favor de otra, flexible, pragmática, inteligente —y, sobre todo, consensuada— que, al tiempo de ser selectivos, nos permita insertarnos y sacar provecho de esquemas más abiertos al comercio internacional.

La demolición que experimentamos ha sido prácticamente indiscriminada en todos los ámbitos. Curiosamente sin embargo —como lo demuestra por su parte Luis Guerrero al abordar el deterioro que ha sufrido el Derecho Mercantil—, nuestro ya cuasi-centenario Código de Comercio ha logrado pervivir, a pesar de todas las asechanzas. Esto no quiere decir desde luego que la actividad económica privada no se haya visto a merced, como nunca antes, de un abrasivo proceso de regulación, legal y sub-legal, como lo supone, por ejemplo, la llamada Ley de Precios Justos, pervertida versión de lo que significa una auténtica cultura de protección al consumidor como parte de las actuales preocupaciones mundiales. No obstante cabe hacer la aclaratoria de que aquí tampoco hablamos de un fenómeno novedoso sino, en todo caso, de la acentuación de una tendencia histórica que antedata al aluvión iniciado en 1999. Me refiero a la orientación anti-liberal del sistema venezolano frente a productores, comerciantes e inversionistas. Pero el hecho de que a ese Gigante llamado el Estado, empeñado como nunca en pretender convertir todo lo privado en público, se le escapara pulverizar hasta los cimientos el Código de Comercio, tal como lo hemos venido conociendo desde su más añeja versión de 1919 , deja abierta la posibilidad para que, superada la pesadilla de este tránsito oscuro y, usando como marco ese Código que aún sigue vigente, se estimulen iniciativas legislativas que permitan que el mercado de valores, la economía digital, el comercio al detal o la inversión extranjera se conviertan en expresión de una verdadera democratización del capital, lejos de la equivocada idea de que sólo el Estado es capaz de democratizar oportunidades.

Más allá de los sinsabores que recoge este libro hay al menos un sabor gratificante: el que atañe a nuestra gastronomía. Pero el abordaje que en este terreno intentan hacer aquí Sasha Correa e Ivanova Decán no apunta a las despensas del hedonismo o del placer, comenzando porque esa óptica desentonaría rudamente con este catálogo de retos y urgencias. Más bien, el ensayo de ambas autoras se enfoca en las potencialidades que, de un tiempo a esta parte, ha venido ofreciendo el inventario de saberes culinarios propios en el empeño por identificar propiedades nuevas y, al mismo tiempo, buscarle sustitutos al panorama de escasez y encarecimiento de materias primas importadas que ha hecho estragos en el exigente paladar del venezolano. Este empeño ha dado lugar a la vez a algunos resultados notables: por un lado, al impulso de una seria formación académica, multiplicando las escuelas de cocina en el país y profesionalizando un sector abocado a investigar y difundir las particularidades de nuestra cocina; por el otro, al hecho de contribuir a construir, sin estigmas ni complejos, una narrativa de la alta cocina venezolana como parte de nuestro patrimonio cultural. Pero también ha hecho lo suyo al permitir que descubramos productos que antes desconocíamos, o explorar el mundo de nuestras distintas cocinas regionales. Quizá tan importante como todo lo anterior sea el hecho de que la dinámica actual haya convertido nuestro repertorio culinario en una sólida oferta exportable. En la complejidad de este panorama –como lo precisan las autoras-nuestra cocina ha migrado más que nunca. Por ello, a la hora de pensar el futuro, nuestros profesionales del fogón exigen ser escuchados por todas las oportunidades que, en términos de creación de marca-país, o de generación de empleo, o capacitación de jóvenes e, incluso, a la hora de batallar contra la delincuencia en zonas socialmente deprimidas, podría significar este quehacer culinario que, ya incluso en medio de la oscuridad actual, ha cobrado una fuerza y un dinamismo inusitados.

Hablar del país emigrante —junto con el cual ha navegado nuestra cocina— tampoco supone verlo todo desde el punto de vista de la catástrofe. Así lo estima Tomás Páez quien estima necesario darle curso a una comprensión distinta al hecho migratorio para derivar de ello insospechadas posibilidades de futuro. Para comenzar, el autor urge a que abandonemos el discurso mediante el cual ha pretendido satanizarse este fenómeno (satanización que, por cierto, no corre exclusivamente por cuenta del oficialismo) para comprender que, más allá de las particulares y muy comprensibles razones que pudiesen explicar el caso venezolano, la migración obedece en estos tiempos a un contexto más amplio caracterizado por una mayor movilidad a escala global. Aparte de dimensionar el fenómeno de otra manera de lo que se trata, con base en todos los muestreos efectuados por él para este estudio, es de entender que existe, por parte de la diáspora, un deseo unánime de incorporarse a una agenda de futuro como la que pueda derivarse de las recomendaciones formuladas en este libro. Pero que, para hacerlo, ello no exige necesariamente el retorno físico de los emigrados sino que, a partir de sus conocimientos y destrezas adquiridas en otras latitudes y, de manera especial, en áreas insuficientemente desarrolladas o inexistentes en el país, tal cosa pueda lograrse a través del empleo de medios virtuales. De hecho, ya muchos de nuestros emigrados lo están haciendo —a juicio de Páez— manteniendo, desde la distancia, una intensa y enriquecedora relación con el país. Para él, el quid del asunto radica no tanto en ver cómo evitar la pérdida que supone la emigración sino en aprovechar las ganancias que puedan derivarse de sus nuevas capacidades. Ejemplos de este aprovechamiento los hay —y de sobra— en otras experiencias actuales del mismo fenómeno.

Por su parte, tanto Víctor Guédez como Gisela Kozak ven, en sus respectivos ensayos, lo mucho que podrían contribuir las políticas en materia cultural para hacer sostenible y viable cualquier posibilidad sana de porvenir. En el caso concreto de Guédez, no existe mejor ámbito en donde hallar los acercamientos, la solidaridad y las comprensiones que tanto reclama el futuro como en las manifestaciones culturales, siendo justamente la cultura la expresión más paradigmática de lo que el actual proceso niega: la pluralidad y la amplitud. A diferencia de otros autores, Guédez deja planteadas más preguntas que respuestas a lo largo de su ensayo, pero nada de ello invalida las valiosas reflexiones que se propone hacer frente al derrumbe que observa a su alrededor y, sobre todo, cuando lanza el reto de asumir la cultura, más que como hecho de pensar y sentir, de hacer.

Entretanto, frente a lo que ella misma denomina la tentación militar y malandra de acabar con todo un repertorio de logros civiles, Gisela Kozak estima posible abandonar este actual y tortuoso camino de lamentos si rescatáramos lo que alguna vez nos caracterizó como país capaz de exhibir importantes logros en materia cultural antes de declararnos ex modernos. Para ello, es decir, como hoja de ruta, la autora nos invita a recorrer de vuelta todo cuanto significó la institucionalidad cultural moderna venezolana traducida en edificaciones y centros de enseñanza, así como en términos de impulso creativo y profesionalización de la gestión cultural, especialmente durante el último tercio del siglo XX. Pero su examen no se limita a cuanto podamos rescatar de esa herencia sino cree necesario dar un salto y apostar por algo que, por desgracia, y pese a los logros que pudieron exhibirse, tampoco fue signo del pasado pre-chavista: permitir que el individuo practique su libre capacidad de hacer cultura sin tener que depender para ello, de manera exclusiva, del apoyo estatal. Por alguna razón afirma que, en el futuro, el Estado deberá acompañar, facilitar y apoyar, pero que la decisión y la creatividad son de la gente y que, gracias a ello, como también pareciera ser el reclamo formulado desde otros ámbitos, podamos librarnos de la moralina condenatoria del poder individual.

Karl Krispin, por su parte, se propone escrutar en torno a algo que debe llamar la atención de quienes navegamos hacia el futuro: la coincidencia que llegó a registrarse entre esa modernidad que fuimos capaces de alcanzar y una serie de rasgos auténticamente pre-modernos que latían muy de cerca aunque no los percibiéramos con claridad o hiciéramos todo cuanto fuera necesario para desentendernos de ellos. Por desgracia, esos hechos netamente pre-modernos —como, por ejemplo, el culto a la personalidad o la nostalgia militarista— hicieron eclosión en tiempos en que nos creíamos tan hartos de nuestras propias rutinas (porque ese fue el error: entender la democracia como rutina) que nos permitimos darnos la oportunidad de experimentar con los inciertos caminos de la anti-política. Y algo tanto o peor que lo anterior: nos tragamos como un cebo el discurso del relativismo posmoderno, con ese dudar permanente de lo que debía ser el valor del progreso. Por ello, para Krispin, cualquier ruta de futuro exige rescatar esos indicadores de modernidad de los que tanto nos preciáramos en algún momento a fin de poder redefinir a Venezuela en función de lo que se nos escapó por obra de un estéril discurso hecho a base de descreimientos.

El ensayo del economista Antonio Paiva es quizá uno de los más particulares a la hora de tratar de darle cabida al futuro con alguna dosis de entusiasmo. Lo digo así porque el suyo, de entrada, da cuenta de un largo desaliento histórico, centrado en el peso que han tenido algunas de nuestras patologías más visibles, entre ellas, las secuelas del rentismo, el peso del centralismo pero, más aún, la perversa relación que terminó por construirse entre el Estado y la empresa privada. Su epílogo es lo que cantan estos tiempos: un empresariado que si bien persistió en aferrarse al Estado a todo lo largo del camino terminó por anotarse de nuevo en esa misma ruleta en tiempos bolivarianos aunque, esta esta vez, para llegar al amargo trance de verse expropiado, limitado y reducido a su mínima expresión. Pese al desaliento a través del cual nos va conduciendo su ensayo, Paiva cree detectar indicios de lo que podría ser una forma de superar estos lodos, tal como pareciera revelarlo la presencia de una generación de empresarios jóvenes, preparada y al día con los avances de las tecnologías de la información, que conocen (muchos de ellos) las amarguras del exilio pero, también, el funcionamiento de la economía globalizada y sus retos como para hacer que, en el futuro, la empresa privada adquiera rasgos de competitividad internacional que no alcanzó siquiera en mejores tiempos.

De polvos y lodos está hecho prácticamente todo el ensayo que ofrece María Elena González Deluca. A su juicio, si bien existen presiones por dejar atrás el presente y dirigirnos hacia un futuro que no ha llegado, conviene ver de cerca la suma de los muchos pasados que informaron el arribo del chavismo al poder y, más aún, cuando tales pasados se han repotenciado pese a las paradójicas ofertas refundacionales hechas por su máximo exponente. No se trata sólo —aunque sí en importante grado— de las secuelas del rentismo de las que hablara Paiva ni tampoco (aunque igualmente importante) de las perversas relaciones entre el Estado y la empresa. A estos eslabones se suma otro que, en el ensayo de González Deluca, adquiere una centralidad absoluta: la perversa relación entre Estado y sociedad, o entre Estado y ciudadanía. Por más que un afán re-democratizador pretenda ganar terreno, el pasado tardará mucho más en pasar si no reparamos antes en lo que han sido —y podrían seguir siendo de no actuar de manera correctiva en tal sentido— las grandes debilidades históricas que ha descrito una sociedad que, en estos tiempos, se ha colocado aún a mucha más corta distancia de su condición de súbdita. Corregir los desaguisados del pasado requiere, pues, tener muy en cuenta esta dura experiencia en la cual se ha curtido la sociedad a raíz de su asimétrica relación frente al inmenso y arbitrario poder del Estado. No duda que ese futuro sea posible, aunque no lo ve como tarea sencilla ni libre de pruebas, especialmente teniendo en cuenta la herencia tumultuosa dejada por el  chavismo en el poder y el menoscabo de la disciplina social.

Humberto Njaim, como el resto de los autores, no pretende hacerle concesiones risueñas al pasado. Antes bien, estima que uno de los principales errores fue dejar a la democracia librada a su suerte. Su ensayo tiene la particularidad de ser muy vivencial: a ello le dan derecho los años a través de los cuales, con ojo crítico, pudo atestiguar el entusiasmo inicial que apuntaló el sostenimiento del ensayo democrático y el posterior abatimiento y descreimiento que signó su suerte. Con todo, más allá del escepticismo, ve posible una refundación del ensayo, siempre y cuando éste no se limite al —ya de suyo— ingente trabajo de reconstrucción institucional sino que apunte hacia una elevación imprescindible de la cultura política. Y si fuésemos a consultar en este ensayo el sitio exacto donde, a juicio de Njaim, residen los anti-cuerpos, creo no equivocarme al decir que lo hacen al menos en dos espacios: por un lado, en nuestra musculatura electoral, la cual hizo que Chávez llegara al poder a través de uno de los medios más execrados por el socialismo marxista o, incluso, a hacer, como está demostrado en este preciso instante, que  el porvenir de su herencia —fatalmente para ella— lo decida un mecanismo que ha dejado de funcionar a su favor. El otro importante anti-cuerpo reside en el rescate de las instituciones participativas previstas por la Constitución del 99 que, de ser aplicadas como reza, significarían una importante ventana de espontaneidad democrática.

A John Magdaleno el futuro por poco lo atrapa dentro de su propio texto. Al menos el futuro de este presente que cambió en poco tiempo, mientras su ensayo pasaba por la necesaria demora de la impresión. Digo ello puesto que, desde una sana y valiosa perspectiva, Magdaleno lidia, contando para ello con el apoyo de un serio instrumental de análisis, con todas las caracterizaciones caprichosas que se vinieron haciendo a lo largo de estos años para no darle al fenómeno del chavismo alguna clase de cualidad democrática o, en el mejor de los casos, para tipificarlo de una vez por todas como una dictadura monda y lironda. En este sentido, el suyo recuerda —y mucho— al ensayo antes mencionado de Colette Capriles en el cual también se intenta advertir la forma como las nuevas tiranías del siglo XXI han pretendido construirse sobre la base de una serie de sutilezas y sofisticaciones que les permite salir indemnes del escrutinio internacional. Aun siendo cierto que el caso venezolano no se ajusta del todo a las definiciones convencionales de autoritarismo y aun siendo cierto, por tanto, que muchos de sus rasgos llevan a calificarlo dentro de los parámetros de un autoritarismo competitivo o de un régimen híbrido, la versión madurista del experimento pareciera haber hecho poco por mantener esas frágiles costuras y propender más bien —como el mismo Magdaleno lo reconoce— a que el gobierno actual haya acentuado aún más los rasgos autoritarios que los propiamente competitivos del proyecto bolivariano. Cuando dije que el futuro por poco lo atrapa antes de concluir sus líneas es que, en demostración del último aserto suyo, o sea, de que el régimen se inclina ahora más hacia su lado autoritario que hacia su lado competitivo, puede citarse como contundente ejemplo de ello la interrupción del proceso revocatorio del cual ha sido víctima el país (chavista y no chavista) en días recientes.

El periodista Roger Santodomingo comparte con otros autores la percepción de que, a la hora de imaginar cualquier futuro, debemos lidiar antes con la mayor paradoja de nuestro tiempo: aquella según la cual el problema con el pasado es que no es pasado. Pero en este caso, cuando habla del pasado, no lo hace siquiera para referirse a nuestro propio pasado sino a lo que significara el experimento de los llamados “socialismos reales” que hallaron curioso retoño en un país que, como Venezuela, siempre había navegado en otra dirección durante el siglo XX. Basta ver la forma como esos “socialismos reales”, incluyendo su delirante versión caribeña, obraron en el ámbito que, por una cuestión de oficio, le toca más de cerca al autor: la libertad de prensa y opinión. Pongamos un ejemplo: cuando Venezuela parecía consolidar una pujante industria de medios de comunicación, el medio predilecto y de mayor alcance en Cuba era el rumor. Hoy resulta difícil suponer que no nos hallemos cerca de Cuba en el empleo de la técnica del boca a oído. Sin embargo, pese a la disrupción de nuestro ecosistema de medios o, dicho en otras palabras, pese a que estemos informativamente secuestrados, el hecho de que ya existiera de antes una cultura comunicativa de poros abiertos entre nosotros, motivada particularmente por la tendencia del venezolano de estar al día con las más innovadoras tecnologías de la comunicación, es lo que ha permitido convocar la resistencia hasta límites que el régimen no ha sido capaz de controlar. Allí, alrededor de esa plaza libre que pueden ser las redes sociales y la generación, en los últimos años, de medios digitales alternativos, descansan las mejores posibilidades para forzar, a nivel colectivo y ciudadano, el advenimiento de un futuro próximo.

Tal vez uno de los más escalofriantes recorridos que contenga este libro es el que ofrece Nelson Socorro con la intención de advertirnos, sobre la base de una serie de ejemplos concretos, que estamos muy lejos de acertar si creemos que la improvisación y el caos han sido los instrumentos de mando del actual proyecto bolivariano. Todo lo contrario: considera que, detrás de cada decisión, existe una lógica estructurada en procura de implementar una serie de “ilógicas” políticas públicas que le han rendido enormes beneficios. Sus ejemplos se contraen a la política de vivienda, la política de seguridad, la política monetaria y al manejo de nuestra principal industria, todo lo cual fue capaz de generarle, hasta el pasado reciente, notables réditos electorales. La amarga conclusión a la que llega por un lado es que, aún en este 2016, no sabemos qué hacer para restituir el Estado de Derecho o ni tan siquiera para rescatar el sentido que pueden y deben tener la políticas públicas a partir de su más sana acepción. Pero, por otro lado —y he aquí el lado no amargo de sus conclusiones— el autor sostiene que, si fuese cierto que no existiera una gimnasia ciudadana y electoral adquirida de antes, jamás se habría podido desalojar a la mayoría oficialista de la Asamblea Nacional como se hizo en el 2015. Sin embargo, pese a ser él mismo abogado, estima que Venezuela es un país enfermo de leyes, al punto de sufrir de una suerte de mitología legalista. Coincidiendo tal vez en mucho con Njaim, el autor ve que cualquier solución de futuro apunta más hacia aspectos meta-legales, como podría serlo el fortalecimiento de la cultura política y la práctica ciudadana, que hacia lo exclusivamente institucional.

El politólogo Oscar Vallés es quien tiene por su parte la responsabilidad de cerrar el volumen. Lo hace manteniendo un difícil equilibrio entre expectativas y falsas ilusiones. Su principal desvelo apunta hacia lo que significa la implementación de un discurso extremo en torno a la desigualdad que, en el mejor de los casos, sólo ha servido para atizar y alimentar rencores. Es muy difícil que, como resultado de semejante discurso, se produzcan los resortes psicológicos necesarios para que una sociedad pueda hallarle estímulo al desarrollo de la creatividad, la innovación y la productividad del cual tanto requiere. Paradójicamente de lo que se trata, en cuanto al futuro venezolano, es de derrotar un perverso sentido de justicia distributiva, dominado por estrechas y dañinas visiones sobre la desigualdad. Lo imperioso en este caso es, pues —a su juicio— la meta de diseñar una estrategia de gobernabilidad que derrote el resentimiento que el oficialismo ha sabido traducir en amplias ventajas —parasitarias y clientelares— para beneficio de sus adeptos.

Todo lo dicho hasta aquí me lleva a suponer, sin mayores riesgos a equivocarme, que la asombrosa diversidad de su contenido, así como sus valiosísimas recomendaciones, harán de Los retos de la Venezuela del siglo XXI  un libro capaz de enriquecer desde ya las agendas de investigación en torno a ese futuro que nos aguarda, independientemente de cuán corta o larga sea su llegada en uno u otro caso.

Material cedido a Prodavinci 

Comentarios (2)

roberth josue mejias piñango
11 de noviembre, 2016

hola donde se puede conseguir el libro

Agustin Contreras
12 de noviembre, 2016

Buen compendio, pero no veo que el tema militar haya sido tocado, conociendo como este poder ha copado la vida del país.

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