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Sobre la sonoridad de la belleza y los ruidos de la fealdad // Diario de Armando Rojas Guardia

Capricho No. 55: Hasta la muerte (1799), Francisco de Goya

Capricho No. 55: Hasta la muerte (1799), Francisco de Goya

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Mi vida transcurre despaciosa y serenamente: estudio, lectura (estoy leyendo estudiosamente cinco libros a la vez), cinco talleres semanales, algunas películas en el DVD, comidas más bien frugales (salvo cuando almuerzo en la tasca que queda en el sótano de mi edificio: allí pido un churrasco de atún a la portuguesa que me gusta mucho), llamadas telefónicas diarias, para mí indispensables: a Alejandro, a Alberto y a Luisa Helena (también son muy frecuentes las que hago a Jonatan y a Gaby), media hora nocturna de oración (un hábito que me acompaña desde hace trece años), algunas caminatas vespertinas por La Florida, y todo esto flexibilizado por las novedades que trae el azar: procuro ser disciplinado —debo serlo aún más— pero sin rigideces, sin que el orden se me convierta en esclerosis, en método existencial dogmático. ¿Mi vida erótico-afectiva? Diría que en “epojé” fenomenológica: suspendida, entre paréntesis, dilatada en pura pausa. En septiembre casi me enamoro. Fue en Mérida: un joven apuesto, distinguido, inteligente. Pero en vano. No hubo, contra toda apariencia, verdadera comunión, ni siquiera física. Procuro, aunque no me agrada el concepto psicoanalítico, aplicar la estrategia sublimatoria —prefiero nombrarla transfiguradora—, es decir, busco la compensación que pueden ofrecerme la experiencia estética, la creación literaria, la amistad y los encuentros interpersonales, la misma oración como búsqueda de la unión espiritual, y también hasta cierto punto sensible, con el Absoluto.

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Coloco un CD en el aparato de sonido únicamente con el objetivo de que la música acompañe quedamente a mi lectura de los Diarios de Thomas Merton. De pronto, no puedo continuar leyendo: la sonata de Scarlatti que oía sin prestarle atención me toma por completo: su masa sonora se impone a mi psique hasta invadir todas las ramificaciones anímicas y corporales de mi sensibilidad. Durante un instante sagrado, cuya duración parece dilatarse hasta el vértigo, entro en comunión, sin más, con la belleza. Me abro incluso sensitivamente al orden del mundo, a la legalidad interna de la hermosura cósmica: esta sonata es solo la manifestación momentánea de una lógica armónica que me sobrepasa: a través de ella puedo atisbar y también paladear el entramado formal que gobierna, de cara a la conciencia, la majestuosidad del universo. En un poema titulado “El Diseño”escrito a la edad de veinte años, pretendí aludir a ese entramado: Tiene que haber/ alguna geometría por debajo. / Quizás un círculo,/ quizá un cuadrado tácito/ o una red de hexágonos iguales/. Quiero decir dibujos/ que sea posible ver/ sobre lo blanco./ Quiero decir figuras/ cuyos límites/ fronteras/o finales,/ no se puedan traspasar impunemente.

La belleza, que es forma pura (la música es el arte en el cual el contenido es forma) no tiene otra finalidad que ser ella misma. Simone Weil, siguiendo a Kant, afirma que lo bello tiene en sí mismo su teleología: no posee más finalidad que su propia evidencia. Cualquier intento de otorgarle un fin distinto a su íntegro despliegue, la desnaturaliza. Me atrevo a conectar esta afirmación con otra de Jean–Luc Nancy: “La idea de creatio ex nihilo, en cuanto que se distingue de toda forma de producción o de fabricación, recubre esencialmente el doble motivo de una ausencia de necesidad y de la existencia de lo dado sin razón, sin que ese don tenga fundamento ni principio”. Es decir, el advenimiento del mundo no tiene causa, no responde a ninguna necesidad, permanece sin razón alguna. Ha sido dado por nada, sin justificación previa, sin causa. Y, contrariamente a lo que postularía una visión instrumental del universo, desde la afirmación de la creatio ex nihilo podemos y debemos decir que el universo tampoco tiene una finalidad que deba ser cumplida: el mundo existe en ausencia de toda razón. Su única razón, su sola causa y finalidad, es ser don, es ser obsequio. El mundo es una pura gracia. Repitámoslo: la sola finalidad del universo consiste en ser él mismo. Como la belleza. ¿No podemos afirmar que la belleza es la única finalidad de la existencia del mundo? Esas flores enormes que ahora mismo se abren para nadie al fondo de los abismales y boscosos barrancos tropicales, y que tampoco nadie nunca contemplará, ¿no nos hacen recordar la sentencia Ángel Silesius, en pleno siglo XVII: “La rosa es porque sí. Florece porque florece”?

Apago el aparato de sonido. La ceremonia ritual se cumplió. Salgo de ella pulcramente trémulo.

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En Sonata otoñal, la película de Ingmar Bergman, la pianista le dice a su hija que se esmera en tocar una pieza de Chopin: “Esta sonata responde al alma nada afeminada, severamente masculina, del compositor. Incluso debe sonar fea al oído del auditor desprevenido”. Buena parte del arte moderno se ha dedicado a incorporar la fealdad al objeto estético, a transmutarla en una revelación que subvierte y redimensiona la noción tradicional y clásica de lo bello, fracturando los cánones consagrados y envenenado la cómoda pasividad de nuestras convenciones mentales ante ello. Las disonancias de Schönberg y los ruidos de John Cage ofrecen el mismo sentido. Antes de ellos, los últimos cuartetos de Beethoven están llenos de acordes insólitos: armonías vírgenes situadas más allá de lo que le gustaría escuchar a la receptividad inercial del simple gusto. Ninguno de los rostros y los cuerpos de las Señoritas de Avignon pintados por Picasso es bello. Es lo que nos conturba ante las figuras deformadamente imprecisables de Francis Bacón: la “fealdad” está allí, estallando ante nosotros como una epifanía que nos deja temblorosos y angustiados: huérfanos. Desde el célebre urinario de Duchamp, el arte contemporáneo ha roto el molde de lo consabido y previsible en materia de hermosura, sobre todo si esta es socialmente estatuida. Von Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia, pierde paulatinamente toda mesura y todo honor tras las huellas de Tadzio, hasta convertirse en una caricatura de sí mismo. De modo paradójico, esta ridiculización progresiva le permite atisbar zonas de realización humana y de plenitud existencial muy distintas a las que le deparaba su comportamiento burgués y apegado a la normatividad societaria: Venecia se hunde en la peste y ese hundimiento es la imagen simbólica de la “enfermedad” que termina devorando a Von Aschenbach, no sin antes hacerle presentir, gracias precisamente a ella, glorias y peligros que no había previsto.

La sobrecogedora, conmocionante belleza de ciertos paisajes —pienso en el interior de los atávicos y prehistóricos tepuyes venezolanos o en los que yo mismo pude contemplar desde el bote de la comunidad de Ernesto Cardenal en el Gran Lago de Nicaragua— nos puede llevar a intuir, hasta el límite de dejarnos casi sin aliento, “la belleza —así la define el mismo Cardenal— terrible y revolucionaria de Dios”. Una belleza que es perpetuamente nueva, que es la novedad siempre impensada, porque se trata de la novedad de la belleza absoluta, la belleza del Absoluto.