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La Deneuve en el Máctor; por Arturo Almandoz Marte

Deneuve, Tristana

Catherine Deneuve en la película Tristana (1970), de Luis Buñuel

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Creo que fue una noche de 1970 cuando mamá y yo recorrimos por vez primera, en el Vauxhall rojo de mi hermano mayor, la recién inaugurada avenida Boyacá. Partiendo de lo alto de nuestro San Bernardino residencial, rematado hasta entonces por una calle local llamada Cota Mil, serpenteamos aquella noche las faldas del Ávila hacia urbanizaciones hasta entonces remotas, cuyos nombres refulgían ahora en los rótulos viales, de La Florida a La Castellana, adonde familiares más pudientes habían emigrado desde comienzos de los sesenta. La imagen de la autopista a dos canales, bordeada por hombrillos, con sus islas centrales recién arborizadas e iluminadas, quedó en mi memoria como postal de aquella Venezuela próspera entregada por Raúl Leoni a Rafael Caldera. Sin embargo, ya crítico de los gobiernos democráticos que no habían continuado el impulso constructivo del Nuevo Ideal Nacional, Papá comentó a nuestro regreso a casa, como para atenuar la admiración traída por mamá, que nada se comparaba con “las autopistas de Pérez Jiménez”.

Después de la inauguración del primer tramo de la Cota Mil, como pronto comenzó a ser llamada, la avenida Los Próceres de San Bernardino devino más transitada y densa, tal como ocurrió con las colectoras que distribuían el nuevo flujo avileño hacia otras urbanizaciones. Si bien permanecieron algunas de las mansiones que la bordeaban, cambiando sus usos a clínicas y otros servicios, las familias originales migraron a calles más residenciales de la misma urbanización o de otras acercadas al centro por las autopistas florecientes. Pero buena parte de la avenida Los Próceres se fue compactando con edificios de muchos pisos y bajos comerciales, diferentes a los bloques de cuatro a seis niveles que menudeaban antes, similares ahora a los que veía yo en paseos dominicales por Los Caobos o Bello Monte.     

En el cruce de la avenida Los Próceres con la Marqués del Toro, cerca del hotel Ávila, destacaban desde antes los edificios Máctor, secundados a partir de los setenta por la camada crecida con la desembocadura de la Cota Mil por el oeste. La renovación del paisaje en aquella esquina nodal fue completada a la sazón por la implantación del Parque Anauco, suerte de unidad vecinal ajardinada, heredera de los suburbios anglosajones, pero enclavada en el San Bernardino casi céntrico que mudaba de piel. Asomando muchos de ellos inmigrantes judíos y españoles, portugueses e italianos, los balcones sin rejas de aquellos edificios de Los Próceres, tan abiertos como los porches de las casas de Parque Anauco, retrataban la clase media de una urbanización, que como Venezuela toda, presumía de la modernidad materializada en la flamante avenida Boyacá.  

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Catherine Deneuve en la película Repulsión (1965), de Roman Polanski

Catherine Deneuve en la película Repulsión (1965), de Roman Polanski

Una otra noche que fui con mis hermanos, ya a mediados de la década de 1970, a visitar amigos recién mudados a Parque Anauco, recuerdo haber visto una multitud enfrente del Máctor II, iluminado como nunca por reflectores gigantescos. Si bien al principio pensamos que se trataba de un incendio, en vista de un camión cisterna de bomberos estacionado cerca, los amigos nos dijeron que filmaban una película extranjera; entonces nos percatamos de una lluvia simulada frente al vestíbulo acristalado del edificio trocado en hotel, detalle este que décadas después refrescó una crónica del vecino José A. Rodríguez, en el portal Crónicas de San Bernardino. La escena que vagamente recuerdo es la de Catherine Deneuve, con su larga cabellera rubia y acaso vistiendo un impermeable, entrando y saliendo repetidamente a través de la puerta giratoria del Máctor, donde un taxi aguardaba en el driveway.

Se rumoraba esa noche que los productores de Le sauvage, como después supimos se llamaba el filme coprotagonizado por Yves Montand, habían elegido la locación no sólo por su fachada moderna, sino también por su cercanía al hotel Ávila, donde parte del equipo se alojaba. Tenía mucho sentido, puesto que el hotel era frecuentado entonces por rubicundos businessmen que trajinaban la Venezuela petrolera, seguidos por celebridades invitadas por Renny Ottolina a sus shows, o por Aldemaro Romero a sus festivales de Onda Nueva. Aunque yo no les creía, mis hermanos mayores decían haber oído cantar a La Lupe y Celia Cruz, así como haber visto bailar a Omar Sharif en carnavales de “En el Ávila es la cosa”. Y entre las legiones de turistas gringos de vacaciones en Caracas, por entonces aliada de Washington, una abuela de Detroit y unos recién casados de Chicago entrevisté en los jardines del hotel para tareas de inglés que me asignaban en los inicios del bachillerato.  

No había visto aún ninguna película con la actriz francesa, pero recordaba un fotograma suyo en un libro sobre Cine contemporáneo, de la colección Grandes Temas de Salvat, disponible entonces en las pletóricas librerías caraqueñas. Cuando volví a casa esa noche, después de divisar a la Deneuve en el Máctor, ubiqué el fotograma en la sección sobre Roman Polanski. Allí leí que la actriz interpretaba a una manicurista ensimismada y fantasiosa, quien termina experimentando obsesiones patológicas y represivas, conducentes al homicidio y la autodestrucción. Muy a lo Polanski, la trama inquietante transcurre durante el fin de semana que la mujer permanece sola en su apartamento; pero esta unidad de lugar, así como la perturbadora interpretación de Deneuve reptando por habitaciones, sólo pude apreciarlas décadas después, una noche que proyectaron Repulsión (1965) en la cinemateca de Plaza Morelos.

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Gracias a la escena en el Máctor volví al libro que sólo había leído de primeras hasta la introducción, precedida de una entrevista a Carlos Saura, quizás el más celebrado cineasta español de los setenta. Noté entonces que Catherine Deneuve era protagonista de algunas películas de Luis Buñuel, cuyo nombre había escuchado yo cuando amigos vascos de papá hablaban en casa sobre exiliados que Franco le había costado a España. De inmediato me sedujo la Deneuve, con mantilla y pendientes, en el personaje de Tristana (1970), novela de Pérez Galdós adaptada por el director en su etapa francesa, después de triunfar en Cannes con Viridiana (1961), basada en otra novela de don Benito. No fue casual la predilección por el escritor canario, según el texto, puesto que Buñuel representaba también “lo más vivo e inconformista de la cultura española” —de Rojas, Quevedo y Goya, a Valle Inclán y Pérez Galdós— “pasado por el filtro francés del surrealismo”.

Años después, en un ciclo del cine Prensa, pude finalmente ver a la Deneuve actuando como la protegida de don Lope, interpretado por Fernando Rey, quien tan bien caracterizara los perversos señores burgueses de Buñuel. Acaso influido por la sofisticación que ya emanaba desde finales de los sesenta, sobre todo por su amistad con Saint Laurent, me pareció que la Deneuve no calzaba del todo con la estampa provinciana de Tristana. Admiré sin embargo las ambivalencias que la actriz imprimió al personaje frígido, como en Repulsión, capaz de nuevo de asesinar; esta vez a su protector y amante moribundo, para quien finge pedir ayuda mientras abre la ventana de la alcoba, en plena nevada de la noche toledana. Fría y enigmática, la Tristana de Deneuve logró sin duda retratar el “engañoso misticismo femenino”, señalado por Ángel del Río a propósito de heroínas oscuras de Pérez Galdós y La Regenta de Clarín.  

Deneuve, Belle de jour

Catherine Deneuve en la película Belle de jour (1967), de Luis Buñuel

En otro ciclo del Centro Plaza sobre cine francés o surrealista, a mediados de los años ochenta, vi por vez primera Belle de jour (1967), basado en la novela Belle de nuit de Joseph Kessel; ambos títulos juegan con los significados del eufemismo de prostituta en francés, y de una planta floreciente sólo de día. Así también lo hace Séverine, la protagonista, casada con un médico con quien es incapaz de tener intimidad, mientras da rienda a sus fantasías eróticas en una casa de citas a la que acude por las tardes. Nuevamente Deneuve transmite la “opacidad de la mujer insatisfecha”, quien “ama una relación sexual sádica, por un lado, y la solícita e inútil ternura marital, por otro”, según señalara Juan Nuño en una crónica de 200 horas en la oscuridad, libro que había comprado yo poco después de su publicación en 1986.   

Desestimando mi vergüenza por no haber visto antes el clásico de Buñuel, me acompañó en ese ciclo mi profesora de la Alianza Francesa, experta, como buena lionesa, en el arte de los Lumière. Se había instalado en Caracas por razones sentimentales, según creo, desde la boyante Gran Venezuela, pero pensaba ya en regresar a Lyon por aquellos años encapotados que anunciaban el Caracazo. Antoinette me explicó entonces que, a diferencia de filmes anteriores en los que el maestro surrealista focalizaba objetos simbólicos con un travelling y un zoom nerviosos, Belle de jour había instalado una filmación más sosegada, sin excluir la turbulencia interna que azota a personajes asediados por deseos subversivos. La expresión de los actores tiende al hieratismo, privilegiando entonces la mirada, para lo que resultó perfecta la Deneuve impasible, añadió Antoinette. Y así como lo hizo con la alta costura de Saint Laurent, la diva pareció aprender para el resto de su carrera las lecciones de Buñuel, quien habría dicho de ella, según mi profesora: “Es bella como la muerte, seductora como el deseo, y fría como la virtud”.

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Nunca he visto la película traducida en Venezuela como Mi hombre es un salvaje, estrenada en 1975 con gran éxito en Francia. Leí en internet que se trata de una comedia de enredos y aventura en los que, en torno a la francesa Nelly, residente en Caracas como Antoinette, se cruzan inmigrantes italianos y franceses en la Gran Venezuela, en medio de vuelos de Viasa y los abundantes dólares de marras. Quizás en la elección de la locación contó la imagen de moda ostentada por Caracas a comienzos de los setenta, como lo atestiguaban las celebridades de paso por el hotel Ávila.

Era la atmósfera entre glamorosa y farandulera de una capital que quería ser cosmopolita, condensada aquella noche de mi adolescencia en la esquina de la avenida Los Próceres, frente a Parque Anauco, cuando la Deneuve filmó su escena a la entrada del Máctor II. Algunos vecinos recuerdan esa postal en el sitio Crónicas de San Bernardino, así como mis hermanos mayores lo han hecho al ayudarme a escribir esta crónica. Y acaso la diva francesa conserve también una memoria vaga de la urbanización de clase media a la que seguramente accedió a través de la Cota Mil flamante.