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Un libro perdido; por Antonio Ortuño

Un libro perdido; por Antonio Ortuño 640

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936)

Cada libro que luce en los estantes de nuestra biblioteca suele tener una historia detrás. La de algunos es inocua (va uno a la librería, ve el título de marras, lo elige, lo paga, se lo lee y lo deja guardado hasta el fin de los tiempos). Otras, sin embargo, suelen valer la pena, aunque sea por la cantidad de energía empleada en dar con un volumen específico. Me sé una de esas.

Por ahí de 1999 me lancé a las calles a buscar la Autobiografía de Chesterton, luego de leer una vieja reseña de Borges que la ponía por las nubes (con matices: decía que era, sí, “su libro más alto, pero porque lo sostienen los otros”). La encontré al primer intento, en una librería de viejo del centro de la ciudad (una, por cierto, que ya no existe, sustituida por otra con peor surtido literario pero mayor sentido de la realidad, porque ofrece sobre todo autosuperación y cosas similares). Era una polvorienta edición de Austral Argentina de los años cuarenta, con un sello en la portadilla que informaba que había pertenecido a la biblioteca de la Universidad Femenina (de donde, hemos de suponer, fue hurtada años antes de llegar al estante donde di con ella, como parte del lote donado por los herederos de “una muertita”, según confesó el dependiente).

Leí el libro y, claro, me entusiasmé. Pero soy un cursi y creo en el destino. A los pocos días, Héctor J. Ayala, ensayista capitalino que por entonces residía en Madrid, publicó un artículo en el que se quejaba, con cierta amargura, de haber estado a punto de adquirir esa misma edición de la Autobiografía en varias ocasiones. Debido a causas impredecibles y funestas (incendios, enfermedades, ruina económica) no lo había conseguido. Soy, lo repito, un cursi: envié de inmediato un mensaje a Ayala y le pedí su dirección postal. Así fue como mi ejemplar tapatío viajó a España para nunca más volver a mis manos.

Ingenuo, pensé que sería cosa de salir a la calle y volver a topar con el Chesterton dichoso. Nada más equivocado. Nunca más he dado con él, a lo largo de pesquisas que han alcanzado ciudades como el DF, Bogotá, Lima, Buenos Aires, Madrid y Barcelona. Tuve que conformarme con la moderna traducción publicada por el sello El acantilado, que, lo siento, no tiene el mismo sabor caduco y fascinante de su antecesora.

Voy a reconocer algo, al final: Ayala, el principal beneficiado por todo esto, es un gran tipo. Quiso recompensar mi gesto y, a vuelta de correo, envió un paquete con algunos libros españoles que le solicité. Años después dejó la práctica de las letras y se dedicó a la música. Hace unos días recibí, desde Francia, donde ahora vive, un disco suyo lleno de exquisitas interpretaciones de guitarra. Chesterton y yo nos declaramos satisfechos.

(Al referir esta anécdota en internet, recibo un mensaje de una señora en Buenos Aires, que ofrece enviarme por correo su ejemplar de la edición de Austral: no cabe duda que los libros saben encontrar su camino).