Artes

Santiago Pol: alquimista del color, diseñador de polifonías; por Humberto Valdivieso

Por Humberto Valdivieso | 8 de octubre, 2016

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El ADN del cartel es urbano, posee una estructura genética diseñada para la competencia, la velocidad, el deseo de consumo y el movimiento constante. Desde finales del siglo veinte evolucionó hasta adaptarse a lo digital, las redes y la globalización. Este artificio gráfico está siempre transitando por corrientes estéticas, mediáticas y sociales. Eso lo hace una lengua viva, un cuerpo activo, capaz de sobrevivir a los cambios tecnológicos y a las transformaciones en las rutinas de consumo. Su carácter abierto y popular le ha servido para adaptarse a diversas tendencias, soportes y espacios. Tal como ocurría en las antiguas artes visuales, su valor estético no riñe con la utilidad social. Es un punto de vista público o privado, y nadie espera encontrar en él la voz, las ideas o los juicios del diseñador. El cartel tiene el mandato de situar al lector —que no espectador— en un contexto informativo. Pero también de seducirlo, afectarlo, sorprenderle cuando menos lo espera. Está comprometido con la vida del ser humano y sus actividades culturales, científicas y políticas.

Santiago Pol ha diseñado más de quinientos carteles. Conoce muy bien el oficio, sabe de estas condiciones. Su larga trayectoria en la comunicación visual le ha hecho un polímata de las artes gráficas. Y sin embargo, asume con bonhomía y disciplina el trabajo. No hace pactos con ningún estilo, tendencia o concepto. Y, sin embargo, a manera de un andariego gráfico, los recorre todos: “Cuando empiezo no tengo claro qué es lo que va a ocurrir durante el proceso creativo. Me apasiona no saber con qué me voy a encontrar. La cultura del diseñador no es absoluta, es específica: responde a lo que está haciendo en un momento determinado”. Sus carteles son producto de diálogos colectivos. Constituyen espacios donde la cultura habla con metáforas y los datos concretos devienen en provocaciones cromáticas e iconográficas. Son interpretaciones del instante, poemas desechables y, a la vez, una fe de vida sin caducidad. Son “efímeros, como las flores” y aún así sobreviven en el imaginario de la cultura.

Un cartel no puede reducirse al papel destinado a desaparecer con los años. También es la vida y la comunicación desplegadas en su presencia: los transeúntes sorprendidos, la pared modificada por la imagen, los fragmentos tomados del lugar y restituidos en el diseño, las memorias recuperadas, las creencias comunes, los dichos populares, los conocimientos compartidos, las ideas generadas en el intercambio colectivo y los secretos íntimos. Los carteles de Santiago Pol no son productos visuales impresos, son redes estéticas y conceptuales extendidas hacia múltiples espacios, tiempos y saberes. Son infinidad de voces, olores y sabores, ideas y argumentos, sensaciones y miradas, emociones y memorias comprometidas en un mensaje: “Lo que hago es ser consecuente con lo que ocurre en mi entorno, en mi realidad social, cultural y geográfica”. En verdad sus carteles no están hechos para ser vistos sino para generar alianzas estéticas, emocionales e intelectuales con la realidad: son instrumentos de agitación, operaciones culturales.

Santiago Pol diseña para el papel y el entorno. Investiga las relaciones entre el espacio gráfico y el contexto natural y urbano. Lo hace aferrado al propósito de mover el cuerpo y la psique de los ciudadanos: sorprender y comunicar. Sus trabajos tienen origen en la escucha, la observación y el análisis. Están precedidos por cientos de estudios hechos en bocetos: “Eso me obliga a no encerrarme solamente en el oficio del diseño sino a profundizar y meditar”. Los carteles son el testimonio de un quehacer madurado durante cincuenta años. Asomarse a ese universo es encontrar una visión particular del diseño definida por la curiosidad, el oficio pedagógico y la afinidad hacia un ecosistema sensorial: “Cada día procuro hacer mi trabajo más colorido y eso me lo ha dado el país. La luz que tenemos, la naturaleza llena de colores y la fusión de razas”. También es reconocer las influencias recibidas en su tránsito por las artes y el diseño: Víctor Vasarely, la gráfica china y japonesa, el Pop Art, Marcel Duchamp, Soto y Cruz-Diez y Alirio Rodríguez, entre otras.

Los carteles de Pol privilegian el impacto visual sobre la información lingüística: “Mi disciplina como afichista me hace pensar que el primer impacto lo voy a dar con la imagen. Una vez que he atraído con ella sé que tengo al lector a una distancia donde soy competitivo. A veinte metros no aspiro a que alguien lea el texto, solo quiero darle un coñazo en el ojo y dejarle un hematoma en el cerebro”. Él sabe que la gente de las ciudades suele tener escasos segundos para mirar, sobre todo hoy cuando la atención está bajo el dominio de las tecnologías móviles. La fuerza expresiva del cartel debe ser aprovechada al máximo para atrapar el interés de los transeúntes. Por lo tanto, centra su proceso creativo en estrategias indispensables para afectar los sentidos y llegar subversivamente hasta el cerebro: “Yo tengo que empezar por sorprender. Es más, yo tengo que empezar por sorprenderme a mí mismo”. Pol encara el diseño a manera de un reto visual, no complace; empuja estéticamente.

Él llama a su modo de afrontar el diseño “olfato visual”. Un oxímoron adecuado para quien rastrea estímulos sensoriales. Tiene la actitud de un sabueso gráfico comprometido con la comunicación directa y el conocimiento empírico y actual: “Siempre trato de tener un conocimiento que se comunique con mi público. Cuando hago un cartel no tengo ninguna pretensión histórica. Mi mensaje está hecho para ser comprendido de forma inmediata”. Pol escucha las voces del entorno antes de trazar alguna línea sobre el papel. La producción de una pieza no comienza dentro de él sino fuera; donde el ruido, los deseos y la velocidad compiten por hacerse un lugar en la imagen.

El mundo ―el concepto o el producto­―, del cual hablan sus carteles es colectivo, lo comparte con la mayoría de la gente. Tal como hicieron en su momento El Bosco, Brueghel y algunos otros pintores del siglo XVI, utiliza refranes del imaginario popular. Así accede al germen de la cultura y construye un discurso digerible: “El inspector es una rata” en el cartel sobre la obra de Nicolás Gogol El Inspector, “El Quijote es una vainita” para la muestra El Quijote gráfico, “Nos estamos comiendo un cable” en El Paquete realizado para el Movimiento al Socialismo (MAS) o “Esto es un mango bajito” en uno diseñado para 18 aniversario de la Escuela de Cine y Televisión. Semejantes referencias expanden el mensaje del cartel más allá de su funcionalidad como medio de información: lo insertan en un imaginario local o global. Santiago Pol trabaja apegado a valores culturales y no a sujetos: por eso en los carteles casi no hay rostros sino cuerpos alterados, intervenidos, re-ensamblados. También animales, alimentos y signos gráficos. Si hace una pieza para una obra de teatro no toma como idea un personaje, un actor principal o un director. Tampoco lo hace si se trata de una película. Aprovecha los conflictos presentes en la historia y construye una expresión gráfica a partir de las tensiones dramáticas. Ello le permite dejar a un lado las perspectivas biográficas o las rememoraciones históricas.

Los carteles nunca proponen una lectura cerrada, homogénea. Tampoco hay historias mesiánicas ni voces dominantes, no hay trabajos sobre el poder. Cuando le ha tocado abordar temas políticos, selecciona la voz de la gente. Las imágenes no provienen de historias titánicas, ideologías totalitarias o grandes conflictos de la humanidad. Son fragmentos de vida, de lo atrapado en la calle cuando se está caminando; objetos de la vida común reorganizados alrededor de la paz, el amor, lo erótico, el medio ambiente, la cultura cinematográfica, la poesía, la alimentación, la salud, la música o el teatro.

Pol ha investigado el color como concepto, discurso cultural y vehículo de las emociones: “El color ocupa en mi obra un espacio tan importante como el dibujo”. Ha elaborado una iconografía propia sustentada en objetos paradójicos o ambivalentes, y en símbolos oportunos para sugerir múltiples lecturas: “En mi obra aparecen reiterados símbolos: las manos, los lápices y las huellas. No escapo, al igual que muchos creadores, de determinada simbología”. Ha utilizado diferentes técnicas como el fotomontaje, la ilustración, el collage, la escultura y la ilustración digital; siempre desde una orientación distinta. Su sensibilidad gráfica está adiestrada en los paisajes, olores y sabores criollos. Gusta de la imagen cocinada a fuego lento en las aceras de Caracas, San Felipe, Barquisimeto o cualquiera de las ciudades donde ha transitado. Los carteles están condimentados con lo extraído de la realidad, pero mezclados con una sazón propia; sin reducirlos o diluirlos. Sus imágenes pertenecen al mundo real. Sin embargo, las composiciones, sintaxis y recursos retóricos pueden dejarlas cerca de la ficción. Es el caso de los objetos imposibles.

Cada trabajo es un universo abierto a la duda y al capricho, al juego y a la participación. Los modulares están diseñados para compartir el proceso creativo, permitir la complicidad. ¿Cómo llegó ahí ese objeto? ¿Por qué usa de forma tan particular los recursos gráficos? ¿A qué se debe ese cromatismo tan intenso? ¿Por qué se agrupan así todas esas figuras? ¿Por qué comparte la composición con la gente? No hay respuestas literales: “A mí lo que me apasiona es precisamente en cada trabajo descubrir cosas que yo nunca sabía ni sospechaba que podía hacer”. Santiago Pol promueve la fantasía. Gusta de las formas ambiguas, fragmentadas o híbridas: objetos imposibles en las paredes del mundo físico de lo posible. Desproporciones que parecieran no estar a la vista, sino vociferándole a la gente desde su inconsciente, apelando a sus sueños y no a la razón. Los carteles mueven a la disputa, provocan el estremecimiento y a veces el disgusto.

El público de sus obras está conformado por ciudadanos abordados sin permiso, intimidados, chocados y sorprendidos repentinamente por la potencia de armonías cromáticas vehementes y figuras en tránsito hacia lo inverosímil: una claqueta alfombra voladora, un hombre puño, un lápiz “triki-traki”, un libro trompo o un pincel enchufe. Santiago Pol es un alquimista del color. Un diseñador de polifonías. También un agitador cultural dado al arrebatón creativo, al grito repentino, al fogonazo, a la bofetada gráfica. Sin embargo, no pierde de vista su misión, tampoco olvida sus deudas ni su responsabilidad: “Un artista de carteles tiene la obligación de interpretar en primer lugar lo que le pide un cliente y luego llevar ese mensaje a un público que debe comprenderlo de manera puntual y precisa”.

Los carteles expuestos en la Sala Mendoza no son sus obras ―esto no es posible para un diseñador―, son provocaciones; una incitación a crear el mundo entre todos. Un llamado a la memoria común. El visitante no debe esconderse detrás del espectador. Tiene la misión de salir adelante y estar activo. Santiago Pol sabe, como el poeta Roberto Juarroz, que “El mundo es el segundo término/ de una metáfora incompleta/ una comparación/ cuyo primer elemento se ha perdido”. Por eso, la invitación es a la complicidad: a buscar juntos, a llenar este universo gráfico de forma colectiva.

Humberto Valdivieso 

Comentarios (1)

alba hernandez
9 de octubre, 2016

sólo para precisar que olfato visual no es un oximoron, figura literaria que asimila a dos opuestos, sino una sinestesia, la fusión de sensaciones de dos sentidos, como en los modernistas, los impresiostas, etc., que la prodigaron

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