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Elogio del maestro en tiempos difíciles (1); por William Ospina

Elogio del maestro en tiempos dificiles

Detalle de Galileo en la Universidad de Padua demostrando las nuevas teorías astronómicas , (1873) de Félix Parra.

Tal vez no hay un ser más fascinante que el maestro.

Cada quien en el mundo recuerda al menos uno que lo alumbró en la vida, que le ayudó a descubrir sus talentos, que supo leer lo que venía escrito en su ser desde el comienzo y lo orientó a seguir una disciplina, escoger una profesión, trazarse un destino.

Esos seres generosos y reveladores tienen unas características comunes, y quizá la principal es la capacidad de descubrir el talento, de escuchar lo que verdaderamente dice el que habla, y descifrar, por las palabras o por los signos, la originalidad de un destino.

Ser profesor es trasmitir a 20 o 30 personas un mismo mensaje, ser maestro es comprender que cada una lo recibe desde una sensibilidad distinta, desde una inclinación particular, y por ello exige una relación singular. En esa medida puede ser afortunado el que cuenta con un maestro personal, como Alejandro con Aristóteles, o Diógenes con Antístenes, de modo que el discípulo termine siendo la principal lección del maestro.

Es fácil asociar la curiosidad universal de Aristóteles, su deseo de abarcar con la mente todas las cosas, con el avance asombroso de su discípulo apoderándose físicamente de todo el mundo conocido. Ello nos lleva a pensar que todas las cosas del maestro pueden ser magnificadas por los discípulos, incluso sus errores. Pero nos hace considerar otro elemento de la educación: está bien que un maestro enseñe lo que sabe, pero si procede de un modo inflexible también corre el riesgo de enseñar lo que no sabe o de imponer lo que cree saber.

Bueno es tener la voluntad entusiasta de saber que tenía Aristóteles, pero también es bueno poseer la tremenda capacidad de dudar que tenía Descartes, y puede decirse que nuestra época, con sus conquistas y sus peligros, es menos hija de la certeza que de la incertidumbre. Para llegar a saber lo que sabemos tuvimos que arrojar por la borda muchas verdades que creíamos firmes como pirámides.

La iglesia rechazó con indignación la tesis de Galileo según la cual la tierra giraba alrededor del sol, porque teníamos pruebas suficientes de que eso no podía ser. La primera prueba eran la tradición y la ley: la tierra era el centro del universo, aquí había venido Dios, aquí reinaba el papa; pero la segunda prueba era la física evidencia. Todos podíamos ver con nuestros ojos que cada día el sol salía por el oriente y se ponía por el occidente: el sol pequeño y ardiente giraba alrededor del mundo.

Para aceptar a Galileo teníamos que dudar de la tradición y dudar también del testimonio de nuestros sentidos: era mejor quemar a Galileo, o exigirle que se retractara de su tesis. Él hizo lo que haría cualquier buen italiano: “¿Quieren que me retracte? Está bien: me retracto. No voy a poner la mano en el fuego por esa verdad. Si ustedes quieren creer que el sol gira y la tierra está fija, créanlo”. Y añadió, tal vez con una arriesgada sonrisa: “Pero que se mueve, se mueve”.

Para acceder a la verdad había que enfrentarse a la tradición, a la autoridad, pero también a la evidencia de los sentidos. Y hay que ver cómo cambió el universo: ahora nada está quieto, todo se mueve tanto que todos aquellos jueces se marearían, bajo la risa eterna de Galileo. La verdad es como un sol, es difícil mirarla de frente. Tal vez por eso todos tratamos de ver, como decía San Pablo, “por espejo y en enigma”.

No todo el mundo encuentra en la vida los maestros que necesita. Pero por fortuna los maestros abundan, aunque nunca se sepa con certeza dónde están. A veces en el sistema escolar, a veces en el hogar, a veces resultan serlo nuestros amigos, y hasta puede resultar un gran maestro ese desconocido que pasa por la calle y suelta una frase que nos deja pensando. No sólo existe la academia: el mundo es esa gran escuela donde de pronto la revelación nos asalta. Todos sabemos de qué manera tan hermosa y frecuente la educación nos espera en los libros, donde, como decía Borges, uno puede encontrar no sólo a sus maestros sino a sus mejores amigos.

Pero los maestros pueden ser incluso más secretos que los libros mismos. Uno de los grandes sabios de Alemania, Friedrich Hölderlin, dijo que a él no lo habían educado las escuelas sino el rumor de las arboledas. Y añadió: “Yo entendía el silencio del Ether, las palabras del hombre nunca las comprendí”. La generación que llamamos romántica emprendió una gran rebelión contra la educación tradicional, que estaba petrificada en las academias, y se lanzó a aprender de la naturaleza y de los azares de la experiencia. Pero lo cierto es que lo sabían todo de la tradición: por eso fueron capaces de rebelarse contra ella.

El siglo XVIII otra vez quiso abarcarlo todo, arrojar luz sobre todas las cosas, recoger en una gran Enciclopedia la suma de los conocimientos. Por eso las nuevas generaciones tuvieron información suficiente para entender que la razón no lo sabía todo, que el peso de la Enciclopedia podía ser aplastante; les pareció entender de otro modo que “la letra mata y el espíritu vivifica”, y se lanzaron a vivir la vida. La consigna se las había dado un personaje de Goethe, Wilhelm Meister: “Acuérdate de vivir”.

Hace poco, escribiendo una novela sobre la noche en que nacieron en una misma casa Frankenstein y el Vampiro, comprendí cómo se dio esa rebelión romántica. Kant fue el faro del racionalismo, con él la razón se apoderó del mundo. Era el Siglo de las luces, el siglo de las revoluciones, cuando Goethe declaró que “leer a Kant era como entrar en una habitación muy bien iluminada”. Entonces, tercos y geniales, un grupo de adolescentes se encerró en todo lo contrario: en una habitación en tinieblas, en la noche más oscura de los últimos tiempos y en un invierno pavoroso que cubría el mundo, y dejó brotar los monstruos de la imaginación.

Quiero decir que son grandes maestros los que abarcan todo el saber y transmiten toda la tradición, pero que también son grandes maestros los que critican esa tradición y los que se rebelan contra ella. En los momentos claves de la historia se cruzan esos jóvenes con miradas de ancianos y esos ancianos con alma de niños, y desbaratan el mundo.

Es necesario que existan academias rigurosas e instituciones venerables, pero no para arrodillarse ante ellas sino para polemizar apasionadamente con ellas. Lo que alguna vez fue nuevo y asombroso, las verdades que sorprendieron, las disciplinas que renovaron, las teorías que reinventaron el mundo, todo está en esas academias y en esas instituciones. Lo que no cabe en ellas es lo que es nuevo ahora, lo que ahora es desconcertante, necesario, transformador y paradójico.