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Sobre las prácticas meditativas y la metáfora del espejo // Diario de Armando Rojas Guardia

La Fábrica del Mundo (2008), de Elías Santis. Haga click para ver los trabajos del autor

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Jonatan lleva años estudiando las prácticas meditativas, tanto individuales como comunitarias, de los epicúreos y los estoicos, así como también la proyección de esas prácticas en el primer monacato cristiano. Me entero, a través de él, que Pacomio, el fundador de la vida cenobítica, tal como ha venido desarrollándose dentro del catolicismo a partir del siglo III d. C., fue originalmente un estoico que, al convertirse a la fe cristiana, y habiendo decidido salir existencialmente del entramado socio-cultural y religioso de la Iglesia casada con el poder estatal, incorporó a la vida monástica muchos hábitos, moldes mentales y usos de la escuela estoica.

Jonatan ha diseñado el retiro siguiendo el esquema de esas prácticas… Y sabiendo que yo soy, como lo es él mismo, católico, algunos de los ejercicios espirituales que me propone, e, igualmente, varios de los gestos simbólicos con los que ha querido acompañarlos están dirigidos a un hermano en la fe, a alguien cuya acústica interior resuena íntegramente con la opción específica por el Evangelio de Jesús de Nazaret.

Además, ambos, Jonatan y yo, somos nietzscheanos de izquierda (aunque, en materia de conocimiento de Nietzsche, él es un autentico maestro y yo apenas un minusválido discípulo). De modo que todo el retiro respira en una atmósfera nietzscheana: textos de La Gaya Ciencia, de Ecce Homo y de El Anticristo, propuestos por Jonatan a mi meditación interiorizada de estos días, son acordes decisivos en la orquestación mental del retiro.

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A la cinco en punto de mañana, el denso estrépito de una paraulata comulga con mi propio y gozoso estruendo psíquico, al despertarme.

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Paseo alborozado entre madroños, naranjales, papayos, palmas y plátanos, entre los cuales estalla, aquí y allá, el bullicio cromático —violeta y púrpura— de las buganvilias y las cayenas.

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En la tarde del tercer día de retiro, Jonatan me lee un texto de La Gaya Ciencia. En él, Nietzsche afirma que el amor a todas las cosas que amamos, empezando por el amor a nosotros mismos, requiere un arte, casi una orfebrería, lentos, pacientes y delicados, cuyo ejemplo más cabal nos los ofrece nuestra relación con una pieza musical por la cual sentimos predilección: se trata, primero, de aprender a oír, a entreoír, a distinguir una figura y un motivo para aislarlos y delimitarlos; luego, necesitamos apelar al esfuerzo y la buena voluntad para tolerar esa música en su extrañeza, paciencia y generosidad frente a lo sorprendente que hay en ella; finalmente, llega el instante en que estamos habituados a lo que escuchamos, en que lo esperamos y presentimos que nos haría falta, si faltase: es el momento del hechizo que se nos impone por sí mismo. Seguidamente, Jonatan me dice que va a ofrendarme el mejor regalo que él y otro cualquiera me pueden obsequiar en toda mi vida. Me dice también que a ese regalo lo tengo que dotar de música, una música inventada o ya escuchada por mí: es la música que va a resonar dentro de mi psique y también de mi cuerpo cada vez que mire o recuerde el obsequio, porque permanecerá para siempre indisolublemente unida a él: será su evocación sonora, en cierta forma su carnalidad auditiva. Me pide que cierre los ojos y, por fin, cuando me indica que los abra de nuevo, coloca ante mis ojos un espejo. Lo primero que veo en él es la imagen de mi rostro.

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Comprendí que Jonatan estaba regalando Armando a Armando mismo. Recordando el texto de La Gaya Ciencia, en las horas de silencio y trabajo interior que siguieron a las palabras de mi guía, traté de ubicar mentalmente una obra musical que casara con la imagen que me ofrecía el espejo: una música que encarnara el misterio que soy, la extrañeza que yo mismo me produzco entrelazada con ese hechizo implícito en el amarse así mismo que la Biblia judeo cristiana postula como la base de la posibilidad de amar a los demás (“Amarás al prójimo como a ti mismo”). Después de meditarlo durante mucho tiempo, se me ocurrió que esa pieza musical es el solo para saxo tenor tocado por Charlie Parker titulado “Lover man”, en el cual la ingrimitud de la melodía, reconciliada sosegadamente consigo misma, entra en comunión con lo deseado y amado —“lover man”— a través de acordes que evocan la única tonalidad afectiva que siento, de manera intransferible, mía: la ternura. Es esa ternura modulada, llena de pausas y matices —como la parsimonia táctil de una caricia— lo que me ha llevado, en los últimos treinta años, a identificarme con ese solo de Parker. Y a tratar de hacerme digno de él.

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Ya en la noche, Jonatan me explica que ese ejercicio del espejo y la música es una antiquísima práctica estoica, retomada por los Padres cristianos del desierto. En el siglo III no había espejos, por lo cual ellos tenían que recurrir a la contemplación de la imagen propia reflejada en un estanque o en un riachuelo. Lejos de cualquier tipo de narcisismo, se trataba de verse a sí mismo iluminado e impregnado por aquella certeza pivotal de la tradición bíblica: el hombre es imagen y semejanza de Dios. Pero lo que se quería era que esa verdad fuera vivenciada desde adentro, desde la carne más profunda de la propia subjetividad, haciendo que el axioma abstracto tomara cuerpo en el ser humano que se auto-contemplaba, hecho ya, ese axioma, materia animada en la desnudez del rostro visto en la superficie translúcida del agua. Y la manera más adecuada para llevar a cabo esa vivenciación, esa experiencia corporal, psíquica y espiritual con la imagen propia, era insuflarle a esta una música específica. Música que, el caso de los Padres del desierto, desembocaba en el canto y en la danza. Como si, en una epifanía del gozo, el monje exclamara: “¡Báilame, Señor! “.