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Sobre la religiosidad del cuerpo, el Eros y el Ágape // Diario de Armando Rojas Guardia

Éxtasis de Santa Teresa (1647–1652), de Gian Lorenzo Bernini

Éxtasis de Santa Teresa (1647–1652), de Gian Lorenzo Bernini

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Hoy, en la capilla, y durante la Eucaristía, detuve mi atención en el cuerpo de Jonatan al arrodillarse en el momento de la elevación y al persignarse antes de la lectura del Evangelio: ese cuerpo estaba gestualmente transfigurado por la experiencia religiosa. Era casi palpable su reverencia física, el trasunto carnal de su adoración. Durante buena parte de la misa Jonatan era una pura carnalidad prosternada desde adentro. Y transida.

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La pulcra dignidad del rostro de Claudia —la monja amiga íntima de Jonatan, que ahora también es amiga mía—, y la elegancia espiritual que emana de su cuerpo, de toda su presencia física, no son, no pueden ser improvisadas. No hay atajos existenciales que conduzcan apresuradamente a esa dignidad y a esa elegancia. Hacen falta muchos años de maceración psíquica, una denonada alquimia interior, una “lentitud tremendamente animada” —diciéndolo a la manera de Rafael López Pedraza— posesionándose ceremonial, parsimoniosa y progresivamente de todo el propio ser para acceder a ellas.

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Me enternezco al observar a los gorriones, los arrendajos, los colibríes y los azulejos festejando el final del aguacero y la gloria medular del mediodía.

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En el diario que escribió durante su retiro, resumiendo una experiencia muy semejante a la que yo he vivido estos días bajo la dirección de Jonatan, Alejandro decía que había descubierto el horizonte tridimensional de su deseo: el amor, los amigos y la poesía. Yo puedo afirmar lo mismo. Solo que, en mi caso, la palabra poesía evoca algo que se sitúa más allá de la especificidad de un género literario: designa a la escritura creadora en sentido amplio, al evento artístico, al hecho estético. Y recuerdo ahora que hace dos semanas, almorzando con el mismo Alejandro (él, que no es solo mi amigo y mi hermano menor sino más bien el hijo consanguíneo que no tuve), me vinieron a la mente las palabras de un personaje de Kazantzakis: “Así debe ser el Paraíso: lluvia mansa de primavera y conversación con los amigos por toda la eternidad.”

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Eros no es la negación de Ágape: lo alimenta tácitamente, lo irriga sensorial y sensualmente. ¿Qué sería Ágape sin Eros? Una pura voluntad en el vacío, sin entusiasmo sensible; una generosidad sin resonancia corporal, sin celebración sensitiva. El amigo deseado ya no sería querido humana sino angélicamente: vendría a ser el objeto disecado por un voluntarismo espectral, a fuerza de quererse desencarnado.

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El amor agapeístico de Cristo supone e implica el impulso y la afirmación de Eros: “Simón, ¿me quieres?” (Jn 22,17) y la queja, en cierta forma medularmente erótica, de la decepción amorosa: “¿Duermes? ¿No has podido velar una hora conmigo?” (Mc 14,37). Eros como la expresión de la necesidad sensible de la compañía y la reciprocidad.