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Nacho [1968-2016]; por Antonio Ortuño

Nacho 1968 2016 por Antonio Ortuno 6402

Como tantas otras cosas memorables, debo a la FIL de Guadalajara haber conocido a Ignacio Padilla. Fue por allá del año 2000. Era yo reportero de un medio local y me tocó entrevistarlo. Lo primero que me dijo fue que, por favor, no se me ocurriera decirle “maestro” ni “señor”, que lo tuteara y que llamarlo Nacho bastaba y sobraba. Media hora antes había estado en el besamanos periodístico de Carlos Monsiváis, a quien los colegas trataban como si fuera un santón hindú, y la sencillez de Nacho fue muy refrescante. A partir de ese día volví a entrevistarlo, casi  año con año, y tuve la fortuna de tomarme varios cafés con él, escuchándolo disertar sobre una variedad de temas tan infinita como su curiosidad: letras, circos, encendedores, muñecas, naves espaciales y leones de dos cabezas.

Aunque luego costaba aterrizar esas charlas en textos publicables (había demasiada tela de dónde cortar), los cafés con Nacho eran uno de los motivos por los que me animaba la idea de reportear cada mes de noviembre el monstruo de mil cabezas librero que es la FIL. Si por cualquier razón no me lo asignaban en el periódico en el que trabajaba, buscaba el modo de entrevistarlo para la radio o alguna revista. El protocolo de nuestras charlas se rompió para siempre en 2006, porque la sobrecarga de trabajo impidió que lo entrevistara y, por si fuera poco, Nacho se presentó en la sala de prensa para buscarme y pedir que le firmara un ejemplar de mi primer libro, que había sido publicado a mediados de ese año. Eso ya excedía notoriamente la gentileza con un entrevistador y entraba de lleno en el terreno de la amistad. Me hice amigo de Nacho como lo hicieron decenas de personas más, escritores, artistas, estudiantes, periodistas: porque siempre era un gusto encontrarse y conversar con él, porque era tan generoso que, un día que me dio un bajón de azúcar en el lobby del Hilton, frente al recinto de la feria, me recobré ayudado por una cocacola que Nacho se fue a comprar a la carrera a la tienda de regalos.

Volvimos a toparnos a lo largo de los años. Fuimos, ambos, parte del jurado de un premio en 2009. Luego, en 2012, me invitó a presentar uno de sus mejores libros de relatos, Los reflejos y la escarcha, en nuestra querida feria. Todavía hace un par de meses cenamos y almorzamos juntos, en Nicaragua, en un encuentro de narradores. Hablamos del calor intolerable de la ciudad y Nacho nos tuvo quince minutos fascinados a los presentes con la historia de un conquistador languideciendo en las junglas centroamericanas que le había oído, dijo, a un guía en una visita a un cercano volcán.

Era un narrador fantástico y un tipo espléndido. Falleció en un accidente, hace unos días, en Querétaro. No creo en los pésames desgarrados y apocalípticos, en el “nos estamos quedando solos” o “los buenos se van primero”. Pero esto es un asunto personal. Con el adiós de Nacho perdimos todos: sus amigos y sus lectores.