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Dónde estamos parados; por Antonio Ortuño

Donde estamos parados por Antonio Ortuno 640

El escritor Octavio Paz, fotografiado por Carlos Castillo.

Hay que reconocer que no tenemos demasiados elementos para opinar sobre la popularidad de un escritor mexicano en el extranjero. Claro que podemos guiarnos por ciertos síntomas (traducciones y ediciones foráneas, número de invitaciones a festivales o ferias, seguidores en redes) pero lo más probable es que no expresen a cabalidad el grado del interés (o no) que ese autor despierta en lectores de otras latitudes. Hay, eso sí, algunos métodos alternos que pueden ensayarse, comenzando por los figurones. Una búsqueda en Google, mediante la herramienta de tendencias, muestra, por ejemplo, que los países en los que el término “Juan Rulfo” es buscado son México (en primerísimo lugar, desde luego), seguido por El Salvador, Colombia, República Dominicana y Perú. Considerado en términos numéricos, si México representa el 100 en el interés rulfiano, países como EU o Alemania no pasan del 1. Algo muy similar sucede con Carlos Fuentes (México es su 100, y le siguen Puerto Rico, Colombia y Guatemala, mientras que EU es representado con un 2 y Alemania, Reino Unido y Francia con un 1). Octavio Paz obtiene una cifra básicamente igual. El interés por Elena Poniatowska es menor (se limita a tres países, según la tabla, que son México como 100 y España y EU con 6 y 2 respectivamente). Para darnos una idea de lo que esto representa, puesto en perspectiva, el novelista japonés Haruki Murakami tiene como principales países de búsqueda Singapur, Filipinas, Lituania, Serbia y Dinamarca, todos expresados con cifras que superan el 66 (México, curiosamente, tiene un 57 en interés murakaminiano, superando al modesto 11 que alcanza Japón, patria del escritor).

Estos números no tienen nada que ver con la calidad de nuestros autores, sino con el grado de interés (o al menos la curiosidad) que despiertan entre los lectores en el mundo. Rulfo, Paz, Fuentes, Poniatowska, son autores fundamentales en nuestras letras, pero resultan minoritarios y oscuros para buena parte del resto del planeta (y no hablemos de otros, especialmente los más jóvenes, a quienes Google no registra con suficiente volumen de búsquedas como para incluirlos en sus gráficas). Esa es la realidad. Muchos profesores, editores y entusiastas nos venden el carro de que las multitudes se abalanzan sobre los libros de nuestros autores y los estudian como obras preciosas y cardinales de la civilización, cuando no es así. El “universo” del interés, en general, se limita a una serie de extranjeros que se asoman a las letras nacionales, “conocedores”, amateurs y profesionales, así como académicos, generosos e indispensables, pero no excesivos.

Esto, claro, no quita otras realidades, que pueden palparse en búsquedas focalizadas en la misma red: que Valeria Luiselli ha tenido un éxito crítico fulgurante en Estados Unidos, que Yuri Herrera es admirado por especialistas de una docena de países, que Álvaro Enrigue es leído y aplaudido en diez idiomas, lo mismo que Juan Pablo Villalobos. Estos (y otros más) son escritores que están levantando espuma, sí. Pero no creamos que han conquistado el mundo. Aún.