Armando Fernández, mi abuelo, no era un superhéroe tradicional. No podía leer la mente, ni tenía fuerza sobrehumana. Tampoco podía escalar paredes o volar.
Es más, la mayoría de la gente pensaría que era un ser humano bastante normal.
Pero no.
Mi abuelo era constante e incansable. Tenía, además, un deseo infinito de crear.
Eso lo llevó a estudiar ingeniería; a construir decenas de puentes y edificios y perseguir miles de proyectos en toda Venezuela; a ser un pilar fundamental de una familia de la que soy parte y a dejar su huella en cada persona que conoció.
“Hay tanto que hacer, Ignacio”, me decía.
Cada vez que llegaba a mi casa me repetía lo mismo. A los 87 años hablaba de montar fábricas de acero, cafetaleras y de construir nuevas carreteras.
Manejaba a su oficina todos los días y trabajaba en sus planos como un recién graduado mientras decía:
“¿Retirarme? Yo jamás me voy a retirar”.
Y mientras tanto, poco a poco, nos enseñó a mí y a todos a su alrededor cómo vivir.
Mi abuelo me enseñó que uno no necesita súper poderes para escalar paredes.
Con esfuerzo y dedicación uno consigue superar cualquier obstáculo.
Mi abuelo me enseñó que la fuerza sobrehumana no es más que el resultado de un deseo inalcanzable de lograr.
Que una persona vive mientras sueña con crear.
Mi abuelo no alcanzó a leer mi mente.
Pero sí logró influenciar mis ideas y pensamientos y ayudarme a ser quien soy hoy.
Un día, cuando su cuerpo ya no dio más, mi abuelo logró volar.
