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Diario de Creta: El Minotauro y las epifanías en el Egeo; por Alejandro Oliveros

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Fotografía de Theophilos Papadopoulos. Haga click en la imagen para ver su cuenta en Flickr

Creta, jueves 4 de agosto de 2016

Son conocidas las capacidades mitopoéticas de los cretenses, y, en Cnosos, pude escuchar a una guía que hablaba del lugar de nacimiento de Zeus con tantos detalles, que parecía que se tratara de la casa natal de Simón Bolívar. Cuando llegaron a Creta los griegos de Grecia, hacia el XV a.C., y se encontraron con el palacio de Minos y sus 1500 habitaciones, ingeniaron —seguramente a partir de leyendas locales— una de las mitologías más fascinantes y complejas de la Antigüedad. Me refiero a la historia del Minotauro con su desbordada y transgresora sexualidad. Demasiado transgresora para que Freud —y es una lástima— se ocupara de ella in extenso. La figura central de la leyenda es el magnífico toro, representado profusamente en la iconografía minoica.

El imaginario de Creta ha estado vinculado de manera reiterada con el toro. La madre de Minos, Europa, fue raptada y embarazada por un blanco astado que no era otro que Zeus. Otro magnífico bovino se presentaría en la existencia del soberano cuando su esposa, la incontinente Pasífae, encendida de deseos por un toro de Creta, sea también preñada y la convierta en madre del Minotauro. Este temible monstruo que, en su laberinto, fue traicionado por Ariadna, su propia hermana, para acceder a la cama de Teseo, de la que será a su vez desplazada por su hermana Fedra, cuyo suicidio es producido por su incestuoso por amor por Hipólito.

Toros, laberinto, arquetipos y sexo vienen al recuerdo cuando se piensa en la Creta legendaria. Y admirando las pinturas, esculturas y relieves dedicados al magnífico animal de formidable tamaño y bien torneadas astas, uno entiende por qué Europa no ofreció resistencia a los avances del toro Zeus, y por qué Pasífae se hizo pasar por novilla, con la ayuda de Dédalo, para ser montada por el que iba a ser padre de su hijo. Toros, y no caballos, el animal emblemático de los etruscos, otra cultura pre-griega, tan exquisita y misteriosa como la minoica.

La figura del Minotauro no ha desaparecido del imaginario cretense. Kazantzakis contaba que, cuando era niño, los abuelos le decían que la causa de los temblores de tierra, siempre presentes en la isla, eran debidos a una carrera del monstruo cornudo, que tenía sus aposentos en el centro de la tierra. Las inquietantes connotaciones psíquicas del hijo de Pasífae siempre han atraído a poetas y pintores. Picasso se disfrazó de Minotauro en sus dibujos eróticos, y Bretón en algún momento editó una revista con ese nombre, Minotaure.

Elafonisis es una de las mejores playas del sur de Creta, un pedacito de costa sobre el mar líbico que la separa de África. En un sector privilegiado, sus arenas pueden ser rosadas como la sal del Himalaya. Sin embargo, el gran atractivo es el sol mediterráneo que ilumina con su luz, absolutamente griega, las oscuras aguas del Ponto. Flotar en sus aguas es una experiencia memorable; ya flotar lo es, pero hacerlo aquí en el mar de Ulises, es un regalo de los olvidadizos dioses. De regreso a Chania, en cuyas vecindades se encuentra nuestro hotel, Constanza nos lleva a visitar el sagrado monasterio de Crisoskalitissa, en lo alto de un peñasco de donde se dominan las inquietas corrientes de la mar salada. Llegamos en el momento de los oficios de acuerdo al rito ortodoxo, que es casi el único que se practica en toda Creta. Fue primera vez que presencié una de estas misas, de una conmovedora seriedad. Los tres oficiantes, y los cinco o seis fieles presentes, no dejaban dudas de que creían con cuerpo y alma en lo que allí se celebraba. El incienso, las vestiduras de los sacerdotes, sus largas barbas negras, la profusión de íconos, la extraña ubicación del que dirigía el sacramento, todo eso hablaba de que, al menos para ellos, Dios es una presencia irrefutable. Esa experiencia que hemos tenido todos y que, para mi mal, me abandonó apenas entré en la adolescencia. La leyenda quiere que los 98 escalones que, originalmente conducían a la entrada del monasterio, estuvieran cubiertas de oro, de allí el nombre, y que, durante la ocupación turca, fueran robados y trasladados a Bizancio.

5.50 pm

Una luz que me gustaría llamar dulce, si no fuera por lo que tiene de nostálgica, entra a esta hora en la habitación del hotel para recordarme, como si fuese necesario, que son pocos los días que me restan en la compañía de Constanza y el gran Alessandro con sus cuatro años. El domingo regresamos a Milán y el martes a Venezuela. Atrás quedarán hija y nieto, después de una despedida que, no por reiterada, deja de ser desgarradora. Hija única y nieto único a miles de kilómetros, una distancia que, como para todos los venezolanos, se hace cada vez más larga.

Creta, viernes 5 de agosto de 2016. Nuestra Sra. de las Nieves

00.24

Constanza ha llegado a sus cuarenta en esta isla favorecida por los dioses. Quiero sentirme el más agradecido de los hombres por haberla tenido a mi lado todo este tiempo. Aquel día, para celebrar el acontecimiento y en la sana compañía de un amigo poeta, bajé una botella de un siniestro brebaje llamado poncigué, cuyos efectos todavía puedo sentir. Dos milagros puedo asociar con esta fecha. Uno, el nacimiento de mi hija; el otro, la famosa nevada que cayó, hace mas de mil años, sobre Roma, en los alrededores de la basílica Santa Maria la Maggiore, propiciada por la madre de Jesucristo, justo en lo más tórrido del verano. Una vez, en un soneto, pedí a los inmortales una de estas nevadas para que cayera sobre la castaña cabellera de Constanza, en la no menos tórrida Valencia de Venezuela. Todavía la estoy, y seguiré, esperando.

10.35

Hace cuarenta años, más o menos a esta hora, nacía Constanza en la clínica de su abuelo materno. No podía imaginar entonces que, de todos los lugares de la tierra, nos íbamos a encontrar hoy en esta isla de palacios y laberintos en compañía de un hermoso nieto. Yo trabajaba entonces en la Universidad de Carabobo como director de la revista Poesía, que había fundado un año antes con la colaboración del querido Eugenio Montejo. En esa época el “sueño de mis ojos” no era Grecia, sino Nueva York, a donde me iría a vivir años después.

De Creta, aparte de lo minoico, que comentaba con mis alumnos de la Escuela de Bellas Artes, sólo me interesaba Katazantzakis. Me llamaba la atención especialmente su vida, tal como la contó en su Informe al Greco, generosa en aventuras, como la de casi todos los de su generación —quienes, en su mayoría, cedieron a las tentaciones del comunismo para después arrepentirse amargamente.

Pero ahora que estoy aquí, en esta isla generosa en aceites de oliva, quesos y mieles, no escogería otro lugar en el mundo para pasar un día como el de hoy. El sol de Creta es todo lo que uno ha leído sobre los dones del Mediterráneo, tan diferentes a los nuestros caribeños, para los cuales el adjetivo abrasador parece haber sido inventado. Esta luz, este clima, cálido pero no húmedo ni bochornoso es una de las razones que explica el origen de tanta cultura. El milagro griego no es independiente de este sol y esta luz. Ezra Pound no dejaba de tener razón —y no siempre la tenía—, cuando escribió que las tres grandes civilizaciones de Occidente —Grecia, Provenza y Toscana— habían sido posibles por las bondades de su clima. Mi experiencia de ayer en las playas de Elafonisis fue distinta, no mejor, a todas mis experiencias en el mar. En mi imaginario es lo que toda la vida había pensado sobre la vivencia griega. Cuarenta años después de vivir lo más relevante que me ha ocurrido en esta existencia mía, otra epifanía se me ofreció ayer a orillas del cerúleo ponto del padre Homero.

Comenzamos la celebración del cumpleaños de Constanza después de las burbujas de rigor, con un almuerzo totalmente griego: aceitunas, yogurt, quesos de cabra, tomates (los de Creta son justamente famosos), pan, aceite de oliva y vinos blancos producidos aquí mismo, en los alrededores de Chiana con una variedad autóctona llamada Villena, y tintos, un poco más conocidos. Un condumio no muy diferente a los de Sócrates cuando envenenaba a sus discípulos con el fuego de la razón. Cenamos en el puerto de Chania, en uno de los tantos restaurantes que, en medio de caballos y vendedores de esponjas, se agolpan en la rada. Más vino blanco, esta vez de los minerales y vibrantes producidos en los alrededores de Heracleón. ¡Feliz cumpleaños, princesa!

Creta, sábado 6 de agosto de 2016

No se puede decir que se estuvo en Grecia sin haber navegado el Egeo, el vinoso, cerúleo, proceloso ponto. Hoy, una experiencia breve pero memorable nos llevó desde Kyssamos hasta la isla Gramboussa, para muchos la morada de Eolo, la poderosa deidad que quiso favorecer a Odiseo —a pesar de los torvos designios de Neptuno— con cuero lleno de sus vientos y que fuera, con ceguera ávida, abierto por la marinería provocando nuevos percances al esforzado héroe. Gramboussa no es más que un islote a pocos kilómetros de Grecia continental, que, como es de esperar de una topografía que albergue al dios de los vientos, impresiona por lo escarpada y árida. Mi primera lectura, incompleta de Odisea, debe haber sido a los trece, catorce años. Un poco más tarde, ya en la universidad, la leería completa en la musical, y querida, versión de Segalá y Estalella, y desde entonces no he dejado de frecuentarla y comentarla. Siempre quise saber cómo sería este mar del cual he hablado tanto a mis alumnos a lo largo de tantos años. Y ahora he podido comprobar que se ve diferente a los otros que he conocido, más oscuro y espeso, casi oleaginoso a momentos y siempre temible. Esta experiencia homérica frente al litoral cretense refuerza la percepción de que la Grecia cretense es esencialmente pre-helénica, diferencia de otra experiencia insular, como la de Siracusa, donde todo alude al irrepetido siglo de oro de Esquilo y Platón.

Aquí, en Creta, se sienten los orígenes de todo, tanto por el despliegue milagroso de Cnosos, como por la población de pastores que con sus rebaños recorren las difíciles alturas. Se trataba de una Grecia pre-burguesa, cuyo máximo y efímero esplendor lo conocería en tiempos del orgulloso Perícles. Creta, en medida nada despreciable, sigue siendo rural pre-urbana y mítica. Los dioses pánicos deambulaban a sus anchas (no dudo que, en secreto, lo sigan haciendo) y el triunfo final de no era previsible. Después de visitar la accidentada laguna y playa de Balos, regresamos a Kyssamos llevados por un Egeo más azul y denso, los vientos de Eolo nos fueron más favorables. A bordo de la embarcación, apuro un par de botellas de cerveza cretense cuyo nombre, Mythos, no podría ser más justo y que, se me asegura con convicción cretense, era la preferida del rey Minos.

Creta, domingo 7 de agosto de 2016

Bajo el radiante sol insular, llegan a término estos siete días memorables, que entiendo como un regalo de Constanza a un padre al cual, desde muy niña, oyó hablar de Ulises y sus aventuras marinas en el Egeo. Beneficiado con su irradiación vital y el incesante foco de energía restauradora de Alessandro, he tenido mi experiencia griega que me ha acercado a la esencia de la pregunta minoica. Porque es la pregunta lo que nos acerca al conocimiento. Pero la interrogación no es independiente de la existencia. Fue necesario llegar hasta Cnosos y caminar sobre sus piedras milenarias para acercarnos a la base del interrogar minoico. El misterio sigue allí, sin embargo, en busca de la pregunta. Cuarenta años de Constanza, mi Ariadna, para aproximarme a la luz de lo ocurrido hace 3500 años y que, por desgracia, no parece obvio que pueda ocurrir: una cultura de espaldas a la guerra, el homo necans contenido y limitado a lo esencial. La muerte de Minos fue la muerte de la posibilidad de una sociedad ocupada en vivir los placeres de la vida. Dejo Creta con la sensación de haber sido privilegiado con una experiencia con no poco de epifánica. Una de las tantas leyendas de la isla quiere que en alguna de sus cavernosas montañas haya nacido Zeus, y no es improbable. Ésta es la geografía bendita de los dioses; haber llegado hasta aquí es una aventura impensada por mí hace cuarenta años. Aquella Constanza recién nacida es la misma que ha hecho posible esta aventura del cuerpo y el espíritu.