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Junto a la ermita —como llama Jonatan a la casita que está a un costado de la casa de ejercicios espirituales— unas minúsculas flores amarillas yerguen su corola monacal hacia la luz que las exalta. Ellas me enseñan hoy ese noble asunto que es la alabanza. Esa homilía vertical me recuerda aquel día remoto en que el anciano Ignacio de Loyola, al pasear por un jardín, vio a una pequeña flor que le salía al paso entre la hierba. Rozándola apenas con su bastón le susurró: “¡Calla, que ya te escucho!”.
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Aquí, dentro de esta casita situada en las afueras de Caracas, vivo rodeado de la complicidad de los árboles, los pájaros y las mariposas. Mimado por el isócrono ritmo de la lluvia.
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En la primera noche del retiro el recibimiento de Jonatan fue asombroso. Apagó las luces de la casa, se desnudó casi completamente hasta quedar en calzoncillo, tomó una jarra de agua, una jofaina y una toalla y me lavó y besó los pies, como Cristo hizo con sus amigos durante la noche en que fue entregado al suplicio y a la muerte. Jonatan murmuró: “Hago esto para que el agua te lave de todos tus sufrimientos pasados. Y lo hago en representación de todos tus amigos, de aquellos que te aman infinitamente”.
No fue de ninguna manera casual que se haya quitado la ropa para realizar ese gesto simbólico. Obedecía a una intuición profunda del trasfondo psíquico de este amigo y hermano a quien le quería manifestar su amor. El bello cuerpo negro de Jonatan se recortaba nítidamente contra la oscuridad. Inmediatamente después del lavatorio, volvió a vestirse.
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